Fernando Colina
Melancolía y paranoia
Síntesis
Madrid, 2010
181 págs.
Quienquiera que haya dedicado más de treinta años de su vida a enseñar y escribir merece, cuando menos, el respeto de sus colegas más próximos. La relevancia que adquiere esa obra entre los lectores dependerá de la calidad y de la oportunidad, pero sobre todo de que avive entre ellos el entusiasmo por el saber. Como las personas, múltiples en matices, también los textos pueden ser atractivos, aburridos, apasionantes, incomprensibles, pretenciosos, sencillos, profundos, originales, bellos o indolentes. En eso se trasluce el estilo de cada uno, esa extraña combinación de cualidades personales puestas al servicio de transmitir algo a alguien. Otro tanto puede decirse de la elección del tema estudiado, aunque aquí el repertorio es mínimo si aceptamos que sólo hay contenidos efímeros o duraderos.
Como todas las obras, la de Fernando Colina tiene características propias. Incluso podría decirse que sus rasgos distintivos son acusados, lo que la vuelve fácilmente reconocible. Creo que bastará con mencionar apenas cuatro de ellos para delinear su perfil, aunque es su combinación la que configura la auténtica fisonomía: una reflexión original, un análisis perspicaz y crítico, una lectura pausada de las múltiples fuentes en que se inspira y una prosa hermosa como pocas.
Estas mimbres dan también cuerpo a Melancolía y paranoia, su último libro y prolongación de los anteriores. En este ensayo de psicopatología se advierte a las claras la recuperación de sus preguntas de siempre, las referidas al lenguaje, el deseo, el delirio y la melancolía, puestas en este caso al servicio de una reflexión general sobre la naturaleza humana y la locura como condición necesaria. Asimismo se observa cierto desdén hacia algunos señuelos que antaño le deslumbraron, en especial aquel regusto por recrear la paradoja, aspecto que agradece el lector y que facilita la transmisión, como siempre envolvente pero cada vez más directa.
Los lectores de Colina se percatarán enseguida de las variaciones que introduce este libro respecto a las publicaciones que le anteceden y le dan soporte. Al echar un vistazo a sus primeros textos, se vuelve evidente la raigambre que da hechura a su obra y se averiguan los hilos sobresalientes con los que paulatinamente ha ido tejiendo su pensamiento. A mi manera de ver, su permanente reflexión sobre el pathos se configura estirando, retorciendo y cruzando cuatro ramales: la locura-psicosis, el deseo, la melancolía y el omnipresente lenguaje, sin duda el elemento fundamental y punto de partida de todos sus análisis. La locura-psicosis le da pie a investigar la confluencia de la clínica, la psicopatología y la historia, pero sobre todo centra la reflexión sobre la historia de la subjetividad, crisol a partir del cual elabora una crítica contundente al positivismo psiquiátrico actual (Escritos psicóticos, D.O.R., 1996). Al margen de la psicosis y del delirio (El saber delirante, Síntesis, 2001), el deseo es concebido como síntoma de la vida y centinela principal de la salud, tal como desarrolla en Deseo sobre deseo (Cuatro Ediciones, 2006). De la mano del deseo, pues éste es esencialmente triste, el estudio de la melancolía le viene como anillo al dedo, en la medida en que puede sacar a relucir la multiplicidad de lecturas literarias, filosóficas, psicoanalíticas y psicopatológicas, trenzándolas hasta conformarlas en una teoría original. Finalmente, a modo de elemento articulador de esta terna, destaca el lenguaje y los tres campos específicos que —según el autor— se han ido decantando en la cultura, en especial el específico de la psicosis, donde la palabra se convierte en el principal interlocutor del esquizofrénico (De locos, dioses, deseos y costumbres: crónica del manicomio, El Pasaje de las Letras, 2007).
A diferencia de obras precedentes, Melancolía y paranoia propone un análisis psicopatológico a partir de una perspectiva transversal o continuista, esto es, siguiendo la estela de los dos ejes que recorren la experiencia humana, los ejes melancólico y paranoico. Como si de un hilo rojo se tratara, uno y otro hermanan al conjunto de los mortales, de tal manera que al seguir su trayectoria se nos muestra el denominador común a todas las formas de locura y de normalidad. Por tanto, desde el punto de vista de los ejes o cortes transversales, lo que se pretende es quintaesenciar lo humano y con ello aproximar las experiencias de los locos a las de los cuerdos. Esta perspectiva latía ya en textos anteriores, en especial en los desarrollos sobre el delirio universal, en la concepción de la melancolía como fracaso genérico del deseo y en los brillantes análisis sobre la escisión del yo.
La propuesta, desde luego, es ambiciosa y no está exenta de dificultades. Toda ella recrea un comentario de Schopenhauer sobre un pasaje del Fedro de Platón, célebre referencia según la cual reconocer lo uno en lo múltiple y lo múltiple en lo uno es de por sí la aptitud para la filosofía. Este comentario, recogido por Colina en la «Introducción», constituye el pilar básico que sostiene toda la arborescente argumentación y es el verdadero leitmotiv de este ensayo. Razón de más para entenderlo en toda su amplitud y complejidad. Pues no se trata sólo de ordenar el conjunto de las manifestaciones psicológicas alrededor de esos dos collares o ejes, de cohesionarlas sin más. A la par que se inicia este movimiento tendente al continuum, surge asimismo otro orientado a diferenciar, como una doble hélice que se enrosca y caracolea sin jamás confundirse. De ahí que reconocer lo uno en lo múltiple y lo múltiple en lo uno implique tanto unir como separar. Quizá por esa dificultad intrínseca, Platón (Fedro 266 b) sostuvo que seguiría como a un dios a quien tuviera «un poder natural de ver lo uno y lo múltiple».
Aquí radica la aparente complicación de esta concepción psicopatológica, sobre todo desconcertante para mentes de pensamiento plano que no soportan el quiebro y la doble perspectiva. En realidad, la historia de la clínica está llena de valiosos ejemplos que abogan a favor de articular la cohesión y la diferenciación, la continuidad y la discontinuidad, las dimensiones y las categorías. Baste recordar que el propio Emil Kraepelin, pilar fundamental de psicopatología psiquiátrica, relativiza en sus últimas publicaciones la taxativa categorización de la patología mental a la que había dedicado toda su vida. Sirva también de ejemplo, en el ámbito psicoanalítico, el desplazamiento del pensamiento lacaniano hacia una clínica más continuista y elástica, perspectiva culminada en Seminario dedicado a James Joyce.
Uno y múltiple, continuo y discontinuo, dimensional y estructural, tales son las polaridades que constituyen los límites de nuestra reflexión psicopatológica. Conforme a este enfoque se puede situar el paso de la concepción unitaria de la locura a la ideología de las enfermedades mentales, lo mismo que la tendencia actual hacia las dimensiones o espectros. Ahora bien, el verdadero reto no consiste en pasar de una concepción a otra, sino en mantenerlas y aplicarlas a la vez, como dos focos que apuntan a un mismo objeto y arrojan puntos de vista diferentes. Ahí radica el verdadero reto contenido en la referencia platónica, el trasfondo de la reflexión sobre el pathos que desarrolla Colina en este ensayo.
Las casi doscientas páginas de Melancolía y paranoia destacan y argumentan esas trayectorias transversales o ejes, tanto en plano de las manifestaciones clínicas como en el de los mecanismos o estrategias defensivas. «El eje melancólico —escribe Colina— estaría representado por el deseo y la tristeza, en la medida en que son hijos de la soledad y la culpa, mientras que el paranoico lo sería por el saber y la interpretación, entendidos como vástagos de la división del sujeto y de la potencialidad atributiva y acusatoria del pensamiento» (p. 11). Cuando se trata de establecer una continuidad de experiencias, desde luego el trasfondo melancólico y el paranoico parecen los más adecuados para enhebrar realidades aparentemente tan distintas, como enseguida se mostrará.
La melancolía, en primer lugar, se nos presenta como una red mediadora que comunica el sufrimiento humano, como la matriz de cualquier aflicción: «Es el prototipo universal del dolor» (p. 53). Así concebido, el eje melancólico vincula la tristeza y los tropiezos del deseo del hombre corriente con la desolación, el autodesprecio, el dolor del alma y la tristeza infinita del melancólico. Aplicado a este oscuro territorio del pathos, la articulación de lo uno y lo múltiple aportaría al menos tres perspectivas de los mismos hechos. Por una parte, si se enfoca desde el ángulo de las estrategias del deseo, el eje melancólico trascendería la oposición neurosis y psicosis: «la melancolía se ha incluido subrepticiamente en el campo de las neurosis bajo la forma de depresión» (p. 64). Tal amplitud nosográfica acordada aquí a la melancolía, sorprendente hoy día, resultaba habitual entre los grandes tratadistas de esta materia (Schüle, Krafft-Ebing, Ebbinghaus, Séglas, Tanzi y Kraepelin), que admitían una forma «simple» o «sin delirio» equivalente a las actuales distimias. Por otra parte, buscando las diferencias y afianzando una clínica estructural y discontinua, la melancolía constituye una forma más de psicosis, junto con la paranoia y la esquizofrenia. Por último y a la vez, la melancolía es el acompañante natural de todas las formas de psicosis, la estancia deshabitada a la que el psicótico siempre puede regresar cuando abandona el delirio o las voces. «[La melancolía es] el fenómeno psicótico más primitivo y arcaico, el bajo fondo de toda psicosis, el desierto original, la mudez más honda, la forma más extrema de alienación y soledad» (p. 56).
En segundo lugar, la paranoia presenta en psicopatología tres ramificaciones semánticas bien conocidas: la personalidad paranoide, el delirio crónico no disociado y la forma paranoide de la esquizofrenia. A ellas, Colina añade el eje paranoico, el cual recorre toda la experiencia humana y se caracteriza por la desconfianza exagerada, la interpretación abusiva y la sensación de sentirse perjudicado. Los diversos espacios conceptuales en los que se extiende la paranoia son aquí analizados en cuatro planos: primero, las tres categorías ya señaladas (desconfianza, interpretación e intolerancia), auténtico telón de fondo sobre el que se proyectan el autoritarismo y la suspicacia paranoicos; segundo, la autorreferencia; tercero, la supresión o estrategia defensiva característica de este eje; cuarto, la formas siniestras de la verdad del paranoico.
De forma homóloga a como analizó la melancolía, también la paranoia es concebida como un hilo rojo que abarca las expresiones más sanas y las más enloquecidas del sujeto. En un intento de trascender el plano de los fenómenos, el autor propone el mecanismos de la supresión, a la que considera la «herramienta paranoica por excelencia» (p. 135). Aquí reside, en mi opinión, lo más llamativo y novedoso de estas páginas, puesto que muchos de los motivos que las inspiran provienen de El saber delirante, incluso de su primer libro de raigambre filosófica Cinismo, discreción y desconfianza (Junta de Castilla y León. Consejería de Cultura, 1991). Colina la equipara a la Unterdrückung freudiana, es decir, el mecanismo por el cual se tiende a desechar de la conciencia cualquier contenido intolerable, lo que se consigue inhibiéndolo, descartándolo o convirtiéndolo en algo de lo que no queremos saber nada.
No es sencillo delimitar este concepto, como reconoce el autor, seguramente porque «la oscuridad que promueve enlaza directamente con los instrumentos paranoides» (p. 147) y porque tras la supresión nos damos de bruces con la desconfianza, la interpretación, el perjuicio, la acusación, la suspicacia y la tiranía. «Cuando se suprime, los compartimentos de la conciencia se niegan a pasarse información unos a otros, como si cada uno de ellos, víctima de su aislamiento, no acertara a desprenderse de su verdad particular ni de su orgullo propio y se pusieran de espalda el uno contra el otro» (p. 147). Así perfilada y de un modo general, la supresión consiste en no querer saber nada sobre lo que nos incomoda. En ella encuentra Colina la condición paranoica del hombre.
Como en El saber delirante y Deseo sobre deseo, no falta en este ensayo una mirada final sobre el poder y el funcionamiento de los grupos, una mirada que está al servicio de la investigación psicopatológica. A través de múltiples lecturas sobre el Holocausto (Arendt, Bauman, Agamben, Klemperer, Bettelheim, Haffner, Primo Levi, Wiesel y otros), el autor trata de afianzar su descripción de la supresión. Analiza con ese fin a sus tres protagonistas: los verdugos, las víctimas y los testigos (sociedad). Siguiendo estas pesquisas, se averigua que en todos ellos, aunque en diferentes proporciones y con distintos matices, subyace la presencian de este tipo de mecanismo supresivo. Ahora bien, como sucede con toda estrategia defensiva, no querer saber y optar por la ignorancia se acompaña indefectiblemente de consecuencias que desestabilizan el equilibrio aportado por la defensa. Pues la supresión, fuente o consecuencia de «la ignoracia voluntaria, la servidumbre pasiva, la falsa conciencia, el autodisimulo o como quiera que llamemos a este proceso, conduce indefectiblemente a la desconfianza y a la forja de un enemigo con que sostener el empeño» (p. 159). Como sabemos, la densidad de la certeza o convicción del paranoico contribuye a que su verdad le recluya en una soledad absoluta, siempre al acecho de que el mundo se desordene para entrar en acción.
Por las preguntas que se formula y las fuentes que inspiran sus argumentos, la obra de Colina posee un cierto halo antiguo. Claro que, de acuerdo con Remo Bodei (Hölderlin: la filosofía y lo trágico), los antiguos poseían una «ilustración superior» a la nuestra puesto que no renunciaban ni a la totalidad ni a la distinción, ni a lo uno ni a lo múltiple. A estas alturas de la historia sería anacrónico creer en dioses y menos aún seguir a alguno de ellos. En cambio nos quedan los maestros, los amigos y los buenos libros como Melancolía y paranoia.
Por José María Álvarez
Fuente: Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, vol. 32, núm. 115, 2012, pp. 641-645.