Ya habrá tiempo para estar tristes. Años para estar tristes.
Y toda la muerte, que es tan larga.
Ahora no. No tenemos derecho.
Eduardo Galeano
Sólo la decisión de ser dios hasta el llanto.
Alejandra Pizarnik.
¿De qué hablamos cuando hablamos sobre la melancolía? A pesar de ser una palabra fácil de encontrar en la literatura e incluso en el habla habitual, en el ámbito técnico lleva tiempo desaparecida de los manuales y categorías diagnósticas que utilizan los profesionales en salud mental. Sin embargo, esto no siempre fue así. Carlos Fernández Atiénzar nos trae Melancolía – clínica y transmisión generacional que, dentro del ya instaurado siglo XXI, rescata valientemente cuestiones y conceptos que corren el peligro de ser olvidados en medio de la actual vorágine de supuestos saberes que, medio escondidos tras una bata blanca, pretenden reducir la experiencia humana a un insulso montón de neurotransmisores, receptores y genes alborotados.
Empieza, como es lógico, por el principio: quiénes hablan y cómo se habla hoy en día sobre la melancolía. Posteriormente va recorriendo el rastro histórico de aquellos que ya hablaron sobre la melancolía, desde la Antigüedad clásica hasta la Era Contemporánea. El capítulo tercero está dedicado a la obra de Hubertus Tellenbach y su concepto de Typus Melancholicus. Más adelante nos ofrece un repaso sobre las aportaciones del psicoanálisis, desde Sigmund Freud hasta Jacques Lacan, pasando por Karl Abraham, Melanie Klein y René Spitz. El capítulo quinto ha resultado ser el más aclamado de todos, tanto por su elocuencia como por su originalidad: el autor nos sumerge aquí en el estudio de las causas y de la transmisión generacional de la melancolía. Echando mano tanto de autores especializados, como Massimo Recalcati, Haydée Faimberg o Serge Tisseron, como también de estrellas de la literatura, como Miguel Delibes o Federico García Lorca, Carlos Fernández nos propone una brillante manera de entender la maquinaria psíquica que subyace bajo aquellas personas que aparecen sentenciadas, ya desde antes de haber nacido, a cargar con la cruz negra de la melancolía. Volviendo a la clínica pura y dura, el capítulo sexto se dedica pacientemente a analizar las pistas que se despliegan ante el profesional en la consulta: los síntomas, incluyendo un vistazo al horror innombrable que parece estar enterrado bajo la losa sepulcral de la sintomatología: el vacío. El autor termina con dos capítulos muy prácticos, el primero dedicado a esclarecer las diversas maneras en que puede presentarse la melancolía y sus diferencias con otras entidades clínicas que podría confundirnos, y el segundo con una reflexión sobre el arsenal terapéutico, bastante más allá de las simplezas psicofarmacológicas, con las que contamos para enfrentarnos a ella.
Pese a estar escrito con un lenguaje sencillo y bastante amigable para los lectores no especializados, no es un libro simple. Al acercarse a las maneras en las cuales la melancolía se cierne sobre el sujeto en formación, aborda directamente temas muy controversiales y nos invita a cuestionar incluso nuestras propias concepciones sobre la naturaleza humana. Al terminar de leerlo deja un rastro de interrogantes que, en mi caso, tuve la inmensa suerte de que fuese el mismo autor quien, amablemente, me ayudara a aclararlas en una breve entrevista:
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→ Álvaro Valle: En primer lugar, ¿por qué la melancolía?
↵ Carlos Fernández: A lo largo de mi formación se daba por hecho (al principio me formé en un hospital con un modelo biologicista) que la depresión endógena, término más utilizado para referirse a la melancolía, se debía a un claro componente genético y eso justificaba la aparente falta de causa o desencadenante en las fases depresivas de la entidad. Sin embargo, si aguzamos bien el oído, el paciente melancólico tiene una peculiar manera de tramitar las pérdidas, las separaciones, los cambios de ritmo; el melancólico no puede hacer duelos ni renunciar a la omnipotencia, por eso se derrumba en las situaciones en las que tiene que hacer frente a una situación con sentido de pérdida. Cuestionar el pesado y preponderante modelo biomédico, que no duda sobre la causalidad biológica de las depresiones melancólicas y del trastorno bipolar y que ha calado muy hondo en los profesionales de la psiquiatría, sería, quizá, la razón de escribir este libro. Sinceramente, no sé cuál es la causa de la melancolía, pero me encanta dar una visión sobre ella más cercana a la condición humana. El capítulo V del libro fue la última parte escrita, y habla precisamente de las causas, de la herencia, de la transmisión generacional, de nuestros abuelos, del éxodo rural, de la guerra, del fascismo, de los traumas, de los duelos no tramitados y del silencio, de los decires y de lo no dicho, de la familia tradicional y endogámica española y por supuesto, de la pérdida. Este capítulo es curiosamente la parte más subjetiva y metafórica; pues bien, es la parte que más está gustando y entusiasmando, en algunos casos. Nuestra propia historia nos interpela, al igual que la historia de nuestros padres y abuelos y la época que nos toca y les tocó vivir. Quizá la melancolía fue una excusa para hablar de esto precisamente; de los orígenes, de la historia familiar, de los sucesos, traumas y tragedias que se pueden transmitir a las siguientes generaciones a través de las identificaciones con una parte de la historia familiar. El melancólico sería un eslabón sin lugar en la cadena familiar, un sujeto sin lugar propio que encarnaría la repetición de un suceso trágico/traumático que no se subjetivó en su momento. Hubo una pérdida pretérita que no se simbolizó, por vergüenza o culpa, una herida en el narcisismo familiar que no se reparó y dejó una deuda pendiente que se heredó. Esta visión singular, me gusta pensarla, darle vueltas, sin caer en el determinismo ni en el fanatismo, que trato de combatir.
→ AV: En el libro hablas sobre la manera en la que parece transmitirse el ser melancólico. ¿Es posible prevenir esto? ¿O es la melancolía algo que está irremediablemente determinado?
↵ CF: Creo que nada está determinado, pero no debemos pasar por alto el influjo poderoso de nuestra propia historia y la historia de las generaciones anteriores. La pesada carga que el melancólico lleva a sus espaldas, está influida precisamente por esa historia, pero la cuestión no es esa. No podemos pensar que una historia trágica por sí misma puede causar la melancolía. Más bien es la posición subjetiva que elegimos o adoptamos ante la vida. Al igual que todos, el melancólico elige como tramitar y entender la vida y ocupar, o no, un lugar propio y deseante. Y eso es lo que puede romper ese destino irremediable, ese lugar asignado que repite pasivamente una historia antigua y ajena. El melancólico crea distintas soluciones para salir de ahí y ocupar un lugar menos indigno. Esa es su responsabilidad, en la que hay que acompañar, animar y medicar, si lo requiere en ese momento. Recalcati lo expresa muy bien, cuando dice que hay que reconquistar nuestra herencia y así subjetivarla, apropiándose de ella.
→ AV: ¿Consideras conveniente o provechoso el que un paciente hoy en día se lleve consigo la etiqueta de melancólico? ¿Podría esto convertirse en una manera de entenderse, más allá de las clasificaciones diagnósticas actuales?
↵ CF: No sé si es muy provechoso, seguro que seré acusado de romántico y antiguo. Pero creo que es un término muy bello, muy antiguo y es una pena que no se utilice más, en aras del término depresión, más simple, difuso y práctico. El término depresión define bien la época capitalista y consumista en la que vivimos y nos suena a improductividad, apatía y vacío. Melancolía se lleva mejor con la palabra tristeza. Es una época en la que estar triste es una debilidad y un pecado. Sin embargo, estar depresivo, bajo, hastiado, no lo es tanto, porque eso se arregla con un chute de antidepresivo, un chute de endorfinas de gimnasio o trabajar incansablemente y a un ritmo frenético. Y esto, al capitalismo no le molesta tanto, más bien le encanta. Sí, creo que puede ser una manera de entenderse entre clínicos; de hecho, si hablamos de depresión melancólica, todos sabemos por dónde van los tiros. Tenemos el deber de transmitir a las nuevas generaciones de clínicos, este saber para que no se pierda. Es fundamental.
→ AV: ¿Cómo crees que podríamos evitar que la melancolía se vuelva en otra manera de estigmatizar aquello que, siendo también humano, preferimos considerar como lejano y externo de nuestra aparente normalidad?
↵ CF: Si hablamos de melancolía, hablamos de tristeza. En el contexto clínico, hablamos de una tristeza estructural que ubicamos en la psicosis. El término psicosis nos resuena a algo muy grave y estigmatizante, pero no debemos caer en esa trampa, porque hay psicosis que funcionan bien, hacen su vida, y en el caso de la melancolía, hay casos tan cerca de la neurosis obsesiva, que es difícil esclarecer un diagnóstico. Para evitar el estigma, hay que aceptar que todos podemos tener una parte melancólica o psicótica por ahí perdida. Más bien es una postura subjetiva, una forma de hacer; el melancólico se ubica de forma más contundente en la tristeza, el vacío y la nostalgia, pero repito; también puede aferrarse a algo que tenga que ver con la vida para salir de la repetición depresiva mortífera y triste, en forma de solución, y crear algo subjetivo que le atempere el dolor infinito.
→ AV: Y, finalmente, más allá de la atención profesional, ¿con qué cambios puede contribuir la familia, o las amistades, ante una crisis melancólica?
↵ CF: Acompañar. Es cierto que hay mayores dificultades porque el día a día y el sufrimiento es más intenso en las familias, y en las melancolías graves hay un hermetismo y ensimismamiento que deja poco espacio para la ayuda del otro. Lo que sí puede ser perjudicial, es adoptar una postura sacrificial/salvadora y omnipotente y asumir cargas que no se deben asumir. Es decir, tratarle como un sujeto irresponsable con su vida, enfermo e incapaz. Excepto en situaciones gravísimas, por supuesto; depresiones catatónicas, inhibidas, etc. Creo que no es bueno caer en la condescendencia, en el paternalismo ni en la compasión. A veces los casos son difíciles, tardan en curar. El riesgo suicida aparece a veces, por lo que no hay que asumir cargas imposibles; habría que derivar a un profesional, acudir a urgencias o pedir ayuda externa. El sentimiento de culpa no ayuda nada, y al melancólico, menos.
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Entonces, ¿recomendaría leer este libro? Sí, sin duda. Decir que es un libro bien escrito, riguroso y claro, agradable de recorrer, centrado en su tema y provechoso para el lector, sería insuficiente. Estamos quizá ante un texto que después de encontrarlo, no te deja fácilmente, sino que te acompaña, como a mí me ha acompañado desde entonces, en mi práctica clínica diaria. Pasar por la experiencia que las letras de Carlos Fernández nos ofrecen, es permitirse uno mismo el lujo y el placer de encontrarse con un discurso que facilita al lector acercarse un poco a aquello que el ser melancólico implica: un sufrimiento desgarrador, envuelto en silencio y vacío, es cierto; pero, sobre todo, un sufrimiento intrínsecamente humano.
Álvaro J. Valle Escalante
Psiquiatra
Diciembre 2019
* Señala Álvaro Valle que, mientras escribía esta reseña, en su mente resonaba la canción de Nacho Vegas, Maldición.