Desde hace años José María Álvarez (León, 1960), psicólogo y psicoanalista junto con el psiquiatra Fernando Colina (Valladolid, 1947) dedican parte de su actividad intelectual a la lectura y ordenación de la psiquiatría clásica, la que empieza con Pinel a principios del siglo XIX, desarrolla los grandes cuadros clínicos a partir de una minuciosa descripción de los enfermos y acaba súbitamente a mediados del siglo pasado con la promoción de la medicación antipsicótica.

La tesis sobre la que gira Las voces de la locura es sorprendentemente simple a la vez que original y con consecuencias para una mejor comprensión de como varía lo humano en el devenir histórico. Según Alvarez y Colina las alucinaciones auditivas del esquizofrénico que, por inercia, tendemos a pensar como propias de «lo» humano surgen a mediados del siglo XIX a consecuencia del entrecruzamiento del desarrollo del discurso de la ciencia con el movimiento romántico. Esto se produce en un marco cultural que ha abolido la creencia en Dios y que no deja lugar para aquellos mediadores entre los hombres y la divinidad llamados daimones en la antigüedad greco-latina o ángeles en la tradición cristiana. No se trata de que las alucinaciones auditivas fueran ignoradas o desechadas por los pensadores clásicos o los primeros alienistas, fuera por inadvertencia, desinterés, prejuicio, temor o menosprecio. Simplemente no existían. Las alucinaciones auditivas, las voces de la locura, son una creación del sujeto moderno.

Álvarez y Colina reconocen en la psicopatología tres grandes descripciones que se han mantenido inalterables en su fondo desde la antigüedad a la vez que moduladas por el discurrir de los siglos: histeria, melancolía y paranoia. El psiquiatra francés Clérambault (Bourges,1872 – Malakoff, 1934) cuya capacidad para describir organizadamente las más mínimas alteraciones de sus pacientes nunca ha sido igualada, da forma, a principios del siglo XX, a un cuarto concepto básico: el automatismo mental. La parte central del libro disecciona este concepto, del que el lector no especializado podrá encontrar una sintética descripción en el artículo de Fabiana Chiesa.

Nuestros autores subrayan, entre otras, dos características del automatismo mental: la noción carece de pasado y da lugar a un nuevo personaje. Es el xenópata, según la nominación de Clérambault, que conviene recuperar por su sintética precisión. Efectivamente, el xenópata no es otro sino el sujeto hablado por el lenguaje, es quien nos enseña que algo extranjero (xenos) habita en el interior del ser y lo enferma (pathos).

La existencia del xenópata, evocada por Jacques-Alain Miller en su artículo «Enseñanzas de la presentación de enfermos de Lacan» encontrará su confirmación, y por momentos su anticipación, en la obra de Freud. Por su parte, Jacques Lacan al final de su enseñanza y tras la conformación del concepto de parlêtre, neologismo con el que Lacan designa la fusión entre hablante y ser,dará un nuevo paso: la xenopatía es una experiencia común a todos los hombres. Así, en nuestra contemporaneidad la pregunta pertinente sería: ¿Por qué no todos experimentamos el lenguaje como un ente autónomo que nos habla? Dicho de otra manera: ¿Por qué no todos estamos locos?

Cabe señalar que, visto el aumento exponencial de diagnósticos de trastornos mentales que sufrimos en los últimos años (a la epidemia de depresiones la ha sustituido la del autismo, a la que rápidamente se ha sumado la de TDAH), la industria farmacéutica parece empeñada en conseguir un «todos estamos locos». Con especial énfasis en los niños que, siendo prácticos, tiene toda una vida por delante para consumir fármacos…

Con la relevancia dada al xenópata no ha de sorprendernos que Álvarez y Colina dediquen el último capítulo de Las voces de la locura a la melancolía. Descrita por los autores clásicos, bien presente a partir del siglo XV (como intenta explicar Roger Bartra en su Cultura y melancolía, libro de erudición tal vez desaprovechada), el hegemónico cientificismo médico se ha propuesto reducirla al medicalizado ámbito de la depresión. Es un diagnóstico con el que podemos estar más o menos en desacuerdo, pero que tiene la indudable y provechosa ventaja de generar buenos réditos en las bolsas mundiales, dentro de su operación de ruptura y abandono de la gran clínica alienista del siglo XIX. En cambio, para nuestros autores la melancolía mezcla lo mejor y lo peor del hombre, hasta llevarnos a la inevitable consideración sobre la presencia generalizada de la locura tal cómo muestran en su detallada disección del gran cuadro melancólico.

Cerca de quince años separan las fechas de nacimiento de Colina y Álvarez. Aún estudiante en Barcelona, Álvarez leyó un artículo de Colina cuyo estilo y contenido le sorprendió y, en busca de maestro, decidió trasladarse a Valladolid donde Colina dirigía el psiquiátrico Río Hortega. Desde hace veinticinco años trabajan en despachos aledaños y constituyen un peculiar matrimonio intelectual al que Colina parece aportar más bien las ideas y Álvarez el trabajo de sistematización. Este encuentro y colaboración de dos generaciones (poco habitual en el individualismo de confrontación, a veces feroz, que se da dentro de la investigación española), tiene su continuidad a través de la tarea de divulgación, publicaciones y enseñanza en la que se empeñan con rigor Álvarez y Colina con creaciones como La Otra psiquiatría, los Alienistas del Pisuerga, o las ediciones de clásicos de la psiquiatría dentro de la Asociación Española de Neuropsiquiatría.

La lectura de Las voces de la locura aúna el placer intelectual con el disfrute del espléndido y fresco castellano de melodía clásica al que nos han habituado nuestros dos escritores. El demasiado a menudo sufrido lector, hoy maltratado y vejado por un sinnúmero de ensayos escritos con una pobre prosa, tiene una buena ocasión para solazarse con el estilo elegante y carente de redundancias del volumen. Un índice de materias y de nombres, infrecuente en la edición peninsular, facilita la consulta de las doscientas páginas de Las voces de la locura.

Por Magne Fernàndez-Marban

Fuente: Tacte – Barcelona