Ficha técnica

Título   La invención de las enfermedades mentales
Autores   José María Álvarez
Prólogo de   Fernando Colina
Edición   1ª edición – 2008
Formato   140x213mm
Páginas   616
ISBN   9788424935665
PVP   € 30.-
Ediciones anteriores
La invención de las enfermedades mentales
José María Álvarez
Dor, Madrid
1999

Descripción

Una reflexión lúcida y documentada sobre el origen de las concepciones acerca de las enfermedades mentales, a partir del texto de referencia Memorias de un neurópata, de Paul Schreber.

Clínica e historia se engranan y despliegan en estas páginas para mostrar los fundamentos psicopatológicos de las categorías que componen el panorama nosográfico de la psicosis (paranoia, demencia precoz-esquizofrenia y psicosis maníaco-depresiva). A lo largo de dos siglos de historia de la clínica mental se podrá asistir a los distintos intentos (ideológicos muchas veces y clínicos algunas otras) de transformación de la locura en enfermedades mentales. Los resultados nosológicos, nosográficos y éticos de este proceso de reconversión son minuciosamente examinados y confrontados en este ensayo con la experiencia concreta de una locura paradigmática, la del famoso juez Paul Schreber, autor de Memorias de un neurópata, cuya locura fascinó a Freud, Lacan, Deleuze, Guattari y a Elías Canetti, entre otros muchos.

Del prólogo de Fernando Colina

Podemos sostener con la misma firmeza que la psiquiatría presente es radicalmente inculta, si nos referimos ahora a su relación con el conjunto de los conocimientos de su tiempo. Inculta en cuanto que se desentiende del pensamiento de la locura y de las influencias del pasado que corrigen su tradicional déficit de sabiduría. Salvo en algunos foros, reducidos y marginales, ya no existe la intención de enlazar las ideas de la psiquiatría con las nociones que provienen del resto de las ciencias humanas: psicoanálisis, antropología, lingüística, historia, literatura o filosofía. La psiquiatría, tras sus esponsales con el positivismo científico, ha dado la espalda al deseo de saber sobre la locura, enterrando la curiosidad y despreciando la inteligencia. Porque, para poner límites a la ceguera doctrinaria de la ciencia, nacen libros como el de José María Álvarez, quien, en vez de limitarse al estudio abstracto del presente, se propone insertar la psicopatología en el monumento del saber que nos precede. Su texto no se aviene a inclinar la reflexión ante el modelo de la evidencia, o a dar por bueno el último invento experimental, ni siquiera se contenta con alinear opiniones más menos eruditas según un orden cronológico, sino que nos enseña el modo como unas ideas vienen determinadas por las anteriores, descubriéndonos la manera como la ciencia psiquiátrica ha tomado posesión de su dominio en un ambiente de confrontaciones y fidelidades entre las distintas escuelas. […] la expresión social de la enfermedad es también esclava de los cambios culturales. Hemos aprendido que la sociedad de consumo indujo unas estrategias del deseo exigentes e insaciables, cuya primera consecuencia es la inestabilidad psicológica, la ansiedad y esa intolerancia al duelo, la depresión y la frustración que tan acertadamente nos caracteriza. Una vez instaurado el derecho a la felicidad como una exigencia irreemplazable, cualquier fallo, lentitud o tropiezo del deseo nos vuelve pacientes de la psiquiatría con excesiva facilidad. Al fracaso de las relaciones afectivas contribuye el carácter automático de los deseos propios de la sociedad de consumo, donde todo se desea de repente y bajo una exigencia inmediata que no conoce la demora subjetiva que imponen los demás cuando, en vez de consumirnos los unos a los otros como objetos del mercado, se trata de querernos con tiempo por delante y recuerdos a la espalda. Llegar a considerar la simple tristeza como una enfermedad, o incluso someter la depresión al modelo nosológico tradicional es un reflejo exacto de nuestra indolencia ante las responsabilidades subjetivas y una consecuencia de ese paralelismo que llegamos a establecer entre el deseo y los hábitos de consumo, pues el capitalismo, como una cultura de afirmación diferencial, se lee bajo el lenguaje del deseo con la misma conformidad con que la realidad se somete al lenguaje de las matemáticas.

Hija de nuestro tiempo es también la esquizofrenia. Pese al auge positivista, siguen siendo poderosos los argumentos que alejan la esquizofrenia del modelo de las enfermedades físicas y la incluyen entre las perturbaciones de raíz histórica. En realidad, la antigua melancolía se tornó esquizofrenia cuando los cambios de la división del hombre alumbraron una nueva mentalidad, amenazada por un fracaso específico que ha poblado la conciencia del psicótico de voces, aislamiento, persecución y omnipotencia. Buena prueba de esa metamorfosis la encontramos en la fundada sospecha sobre si la esquizofrenia, en vez de contentarse con ser la enfermedad natural que con tanto celo nos anuncian, no es sino el reflejo de los excesos de la escisión del hombre, que cambia con los tiempos y acusa en su fractura el efecto de la época. No es descabellado pensar que, en el nuevo aposento de la conciencia que descorre la modernidad, el individualismo creciente o las nuevas formas de privacidad hayan inducido una división de la conciencia más acusada e incongruente, tanto que obligue al yo a fragmentarse más a menudo y más expeditivamente. […] Los síntomas señalan el límite del conocimiento de cada uno, y para la ciencia ese límite interno se llama esquizofrenia. La esquizofrenia es el nombre que damos a la experiencia humana que sobrepasa por dentro a la ciencia. Por ese motivo, porque no hay ninguna posibilidad de que la ciencia nos provea de información sobre la causa última del proceso, se vuelven vanos y ridículos los constantes anuncios de una hipótesis causal definitiva. No hay año, en efecto, que no se anuncie el significativo descubrimiento final de su explicación, ignorando que la esquizofrenia se sitúa siempre, por principio, en el otro borde del conocimiento, más acá de la causa y más allá de la ciencia.

El paradigma de la recuperación y más concretamente el paradigma de la indicación da cuenta con directa exactitud de la pobreza psicopatológica contemporánea. Lo que rige el conocimiento es el ámbito de indicación de los medicamentos y el discurso al que obliga. Bajo esa propuesta, precisamente, se ha ido diluyendo la psicopatología. No sólo seguimos inmersos en el modelo nosológico, mejor o peor disfrazado, sino que, por añadidura, han dejado de interesar las enfermedades precisas. La vaguedad de términos como trastorno o similares es más útil que nunca, pues facilita que el diagnóstico sea lo más impreciso posible, que se extienda a los mayores campos imaginables y que se prolongue en el tiempo todo lo que pueda. De este modo, se amplía la indicación del psicofármaco mientras se tiende conceptualmente a cronificar las enfermedades todo lo que den de sí, logrando que la sintomatología no prescriba y que, al tiempo, no se deje de prescribir. Las estructuras clínicas se estiran como goma de mascar, buscando que el tratamiento dure indefinidamente y alcance al número más amplio de personas. Se entiende, por consiguiente, que los estados límites y el trastorno bipolar sean hoy los principales protagonistas del nuevo paradigma, pues son las afecciones de fundamentos y límites más imprecisos y, por lo tanto, las que mejor colaboraran con esta estrategia indicativa. Pero no sólo se estiran las indicaciones hacia delante sino que también se propone hacerlo hacia atrás. La eclosión de los tratamientos precoces ha permitido adelantar la edad de las prescripciones, tratando de imponer con mil argumentos una suerte de vacunación neuroléptica, que no se sabe si beneficia más al supuesto paciente o a la economía de la empresa que promueve y financia la iniciativa. La lucha contra la incultura exige aportar a la psicopatología todos los elementos del saber a su alcance y no reducirla al fatuo positivismo presente, donde la industria farmacéutica dicta a su antojo comercial las vicisitudes y el modelo de los síntomas, ya sea de la mano de sus ideólogos o del delegado comercial de cada laboratorio que, durante sus visitas, da a sus clientes una clase orientativa. Es evidente que el idilio actual de la psiquiatría con la biología ha conducido al suicidio teórico de la psicopatología. […] Para nuestro desdoro, cada vez es más frecuente que los psiquiatras deriven los pacientes al psicólogo clínico en cuanto insisten en explicarse y hablar, y, lo que resulta más contradictorio, que cedan al neurólogo todas las patologías mentales de causa biológica conocida, quedándose con las de causa desconocida, para las que, no obstante, defienden a ultranza una causa orgánica para precaverse de otras preguntas. De este modo tragicómico, el desconocimiento de las causa acaba trasladándose a la regresiva ignorancia del profesional.