Presentación del libro El caso Anne, de Gustavo Dessal.
Sección de Psicoanálisis. Ateneo de Palencia.
Presentan Ángela González y Fernando Martín Aduriz
Puede que la caída de los primeros copos de nieve en la ciudad no fuera la noticia más notable del viernes 18 de enero. A eso de las 19:30 la sede del Ateneo de Palencia presentaba, una vez más, una afluencia notable. Los intrépidos asistentes esperaban charlando el inicio de la presentación de un libro de esos en los que el paso de las páginas te puede llevar más allá del tiempo. La compañía de sus personajes conmueve a cada paso y, si uno deja hueco, se puede llevar algo de esa semilla del saber que sólo la locura es capaz de dar como fruto. El caso Anne de Gustavo Dessal llegaba a la ciudad traído de la mano de la sección más activa del Ateneo, la de Psicoanálisis. Y como no podía ser de otra manera Ángela González, la directora de la misma, fue la encargada de abrir el acto. Quienes escuchamos sus palabras a buen seguro tuvimos la oportunidad de viajar hasta algunos de esos libros que forman nuestra «biblioteca íntima», inevitable quizás cuando esta amante de la literatura destacó, desde la importancia de la primera página, algunos de los ilustres autores que formaban parte de la suya. Pulsadas las teclas justas de los personajes de la novela, se pudo respirar por un momento la atmosfera de la misma, cuyo elemento principal no es otro que la locura. De las diferentes formas observadas en libro, Ángela González destacó la locura femenina y enumeró a las «damas de la locura» que la habían acompañado en su lectura: Lol V. Stein, Lucía Joice, Lisbeth Salander y Virginia Wolf quien no tuvo la dicha de encontrarse con ningún Dr. Palmer que pudiera alentarle el deseo de vivir, conocido es su final
Las palabras de despedida de Virginia Wolf a su marido sacudieron la sala mientras acababa la primera intervención. El autor de lado permanecía atento y entre el silencio aún se podía ver al público. Turno de Fernando M. Aduriz, presidente del Ateneo de Palencia, que sin perder el tiempo empezó, digamos, contando una historia. Y para ello desplegó las piezas sobre el tablero poco a poco y en el momento justo. Galdós, Vargas Llosa, Unamuno… «Sí, toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo, es autobiográfico. Todo ser de ficción, todo personaje poético que crea un autor hace parte del autor mismo». El protagonista indiscutible del libro es el Dr. Palmer, dijo el psicoanalista… Una introducción brillante para ofrecer unas pinceladas sobre el autor, G. Dessal y sus facetas de escritor y psicoanalista. «Un escritor es eso, un psicoanalista, un cazador de palabras, dicen Dessal y Palmer» se le escuchó decir. Claro está que si Dessal y Aduriz no se conocieran esta historia seria otra, pero como no es el caso, el recuerdo de una serie de encuentros entre ambos le fue brindado al público para acercarse un poco más al autor.
Gustavo Dessal, escritor y psicoanalista miembro de la ELP, lucía agradecido cuando llegó su turno. Su castellano rioplatense cambio la tonalidad y ofreció otros matices. Escuchamos al «verdadero» Dr. Palmer, curado de querer curar y enseñado por la sabiduría y el sentido del humor del loco. Supimos que detrás Anne se esconde un caso que presentó un compañero y que lo conmovió especialmente. De ahí nace esta novela donde confluyen por primera vez sus facetas de escritor y psicoanalista. Eso sí, no será la última, ya que según comentó habrá continuación y el Dr. Palmer seguirá incansable «practicando este raro oficio de cazador de palabras» por eso de que el psicoanálisis «es como el veneno de una serpiente, cuando te entra no hay marcha atrás».
Hubo tiempo para alguna de esas preguntas que generan conversación con el público sobre todo si el protagonista se presta, era el caso. Y ya saben todo principio… la presentación llegaba a su fin con la firma de este gran libro y un vino español. Los asistentes salían risueños poco a poco, de la nieve no había ni rastro, pero para aquellos que habían afinado su oído bueno algo se llevarían, pues tres «cazadores de palabras» habían liberado alguno de sus tesoros en ese espacio que es sede del Ateneo de Palencia.
Jesús Pol Rodríguez
Presentación de Ángela González
Aquellos que me conocen, saben de mi interés por las primeras páginas de los libros a los que me acerco. La primera página de un libro puede ser tomada siempre como una declaración de intenciones del autor. El juego de las palabras comienza y el lector puede quedar prendado e incorporar ese nuevo libro a las lecturas de su vida o devolverlo, presto, al anaquel de la librería para olvidarlo sin remedio. Algunas de esas primeras páginas, y por tanto los libros a los que dan entrada van conformando nuestra biblioteca íntima, esa que atesoramos, ya libre de formato y de materia. Ya solo palabra y letra. Autores como Magda Szabo, Gabriel García Márquez, Javier Marías, Jaume Cabré, Sándor Márai, Marguerite Duras, Jose Luis Sampredro o Marguerite Yourcenar, son sólo algunos nombres que evoco cuando se trata de eso tan valioso como la primera página de un buen libro.
Gustavo Dessal nos presenta un trampantojo en la primera página de El caso Anne. Pudiera pensar el lector que el asunto tiene las trazas de un thriller, o de una novela negra. Pudiera ser. Y de hecho a lo largo de su lectura comprobamos a menudo que el libro se estructura de un modo que nos recuerda ese tipo de obras que a muchos lectores nos agrada y atrapa. Y este es un libro que atrapa y envuelve. El doctor Palmer, al estilo del Adamsberg, de Fred Vargas, es un personaje que se autodenomina cazador, pero no de asesinos en esta ocasión, sino de palabras. Ser cazador de palabras es una de las más bellas definiciones que se pueden dar de un psicoanalista.
Y no, no se trata de asesinos, se trata de la locura y en concreto de la locura femenina. Así que el diligente Doctor Palmer va haciendo de secretario, recogiendo esas valiosas palabras, constatando el desanudamiento que la locura propicia. Y como él mismo señala, con generosidad, de la enseñanza recibida de su maestro el doctor Alan Rubashkin, «no dar nada por sobreentendido, desconfiar de nuestros prejuicios, ir siempre por detrás del paciente, no ceder a la tentación de convertirlo a nuestra imagen y semejanza, respetar la locura, respetarla hasta el extremo de reconocer en ella, incluso en la más extravagante y descompuesta, una fuente de sabiduría por la que siempre vale la pena dejarse educar», (p. 297). Y esto, en respuesta a enunciados como éste que despliega Jessica, uno de los personajes de este libro: «Es una carrera ciega hacia el infierno, hacia la peor forma de suicidio, que consiste en morir sin matarse”, (p. 83). O este otro de Anne: «¡Dios me libre! Estoy completamente loca, pero no hasta ese punto» (p. 133). Ya que, concluye el doctor Palmer, a pesar de todo, «es extraño formar parte de tantas vidas, asomarse a su intimidad sin violentarlas. Ser testigo de lo que hacen o lo que se disponen a hacer, depositario de graves secretos cifrados en palabras que suenan inocentes».
No han sido pocos los momentos en que este libro me ha llevado a Comandatuba, Brasil, al Congreso que allí celebró la Asoc. Mundial de Psicoanálisis, de la que Gustavo Dessal y yo formamos parte, allá por 2004 y a los «Principios rectores del acto analítico», que fueron propuestos por Éric Laurent. Según avanzaba en mi lectura iba descubriendo pequeñas, y no tan pequeñas perlas que convocan esta declaración de principios, que son los que regulan nuestra práctica clínica, la de los psicoanalistas lacanianos miembros de la AMP y de las Escuelas que la componen, en España la ELP. Principios que trabajaremos en la sección de psicoanálisis de este Ateneo cuando próximamente nos reunamos para comentar los efectos de esta presentación y la lectura de este libro, que a día de hoy ya ha sido leído por la gran mayoría de participantes. Y cómo no agradecer el genio y la generosidad de Gustavo al hacer este esfuerzo de escritura, construyendo un bello texto donde encontramos la ética y la técnica que sostiene nuestro trabajo, y nuestro estilo de vida, aportando además su gran experiencia como clínico y desplegando su vocación de escritor.
Asimismo me resultó inevitable no evocar la presencia de algunas damas de la locura, mientras avanzaba la lectura de este libro, pues las mujeres que el autor nos acerca son mujeres corrientes de esas que no pasan a la historia, valientes porque eligieron la palabra y no optaron por la ignorancia, pues como señala el doctor Palmer «no hay mucha gente que esté dispuesta a querer admitir estas verdades que se han sabido desde siempre. La mayoría encuentra sosiego en la ignorancia, un narcótico mucho más poderoso que todas las sustancias que se han descubierto».
No leí pues este libro a solas, me acompañaron en su lectura Lol V. Stein, Lucía Joyce, Lisbeth Salander, algunas son personajes literarios, otras, mujeres reales. Todas locas. Pero sobre todo, Virginia Woolf. La escritora sufrió de locura toda su vida, y pudo dejar huella simbólica del sufrimiento que esto le procuraba. Durante todo un verano padeció una singular alucinación auditiva: percibía que los pájaros piaban en griego!! Ella no tuvo a su doctor Palmer, aunque un amigo de su padre, psicoanalista, Alix Strachey se preguntaba por qué Sir Leslie Stephen, padre de Virginia, no la había convencido de ir a encontrarse con un analista para tratar sus crisis nerviosas. Parece ser que temían que una terapia le privara de su creatividad. No fuera a convertirse en una persona «normal».
Sigmund Freud y Virginia Wolf se encontraron en enero de 1939, pero no fue hasta después de su muerte en agosto de ese mismo año que Wolf declara: «Estoy devorando a Freud». Tarde quizá.
La escritora se suicidó en marzo de 1941. Como legado dejó una carta a su esposo, dice así:
Querido:
Estoy segura de que me vuelvo loca de nuevo. Creo que no puedo pasar por otra de esas espantosas temporadas. Esta vez no voy a recuperarme. Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que estoy haciendo lo que me parece mejor. Me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en todos los aspectos todo lo que se puede ser. No creo que dos personas puedan haber sido más felices hasta que esta terrible enfermedad apareció. No puedo luchar más. Sé que estoy destrozando tu vida, que sin mí podrías trabajar. Y sé que lo harás. Verás que ni siquiera puedo escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirte que… Todo el mundo lo sabe. Si alguien pudiera haberme salvado, habrías sido tú. No me queda nada excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo.
No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que lo hemos sido nosotros.
V.
Para finalizar, tras una excelente primera página encontramos un magnífico libro que invito a leer tranquilamente. Hoy, nuestro querido Vicepresidente del Ateneo, Enrique Gómez, comentaba en las Redes Sociales que este libro es junto a Ordesa, de Manuel Vilas, es «el libro que más me ha impresionado en el último año». Que estas palabras vengan de Enrique Gómez a quien consideramos el lector entre los lectores de este Ateneo, me hacen pensar, que efectivamente no es mi pasión de psicoanalista quien ha leído El caso Anne, sino una lectora que descubre un gran libro, y por eso, gracias Gustavo por tu escritura.
Ángela González
Presentación de Fernando Martin Aduriz
Acostumbro a opinar de una película en estos términos: «cuenta una historia», y ese es la mejor calificación que se me ocurre otorgar. Contar historias es el asunto.
Los diarios de Andrés Trapiello llevan un mismo exordio todos, es una frase de Galdós en Fortunata y Jacinta: “«Por doquiera que el hombre vaya, lleva consigo su novela». Ese es el tesoro al que no renunciamos, las historias que vivimos cada día.
Recuerdo la anécdota de ese hombre con su carro y sus mulas que en la noche oscura, en medio de la niebla, penetra por fallo en el sistema, por error no imputable a él, en el aeródromo de Villanubla, en la provincia de Valladolid. De pronto un avión va a aterrizar y se cruza con nuestro protagonista y su carro y sus mulas. Todo queda vapuleado, y las mulas muertas. El buen hombre salva la vida, es un superviviente como la protagonista de la novela que presentamos. Las autoridades le piden silencio para evitar escándalo y le pagan todos los desperfectos, a la vez que le conminan a renunciar a contar lo sucedido, para evitar el escándalo que a las autoridades militares les supondría que se supiera eso, que cualquiera con un carro ha podido penetrar en un recinto de seguridad militar. Pero en ese punto el protagonista de la historia dice que no, que ni hablar, que él no quiere que le paguen nada si a cambio le privan de contar esa historia, quizá la historia más sugerente de toda su vida. Este relato se lo escuché a Gustavo Martín Garzo en medio de una presentación de una de sus novelas, y desde entonces no puedo por menos que estar de acuerdo en que lo valioso, el auténtico tesoro de nuestras vidas es poder contar nuestra historia, en hacer el relato de nuestros entusiasmos y nuestras decepciones. Evoco aquí unas líneas de Vargas Llosa en su diálogo con Magris (La literatura es mi venganza):
Ese mundo de la ficción, creado por los primeros contadores de historias, de los que somos descendientes los novelistas, creó un orden artificial, pero que nos permitió organizarnos, vivir y empezar a entender el mundo real. Eso sigue ocurriendo. Cuando las novelas son realmente logradas, nos subyugan, nos arrancan de esta vida que es caos y confusión, y nos hacen vivir en la experiencia mágica de la lectura la ficción como una realidad.
Por eso en la novela que hoy presentamos es seguro que si algo contiene es una historia, que si no es verdad, es verosímil, lo que se puede pedir a una buena novela. Y también se puede pedir que el escritor esté lo suficientemente desprendido de sí mismo (Carta sobre el poder de la escritura), y que eso sea coherente y compatible con lo que sentenciara Unamuno en Cómo se escribe una novela: «Sí, toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo, es autobiográfico. Todo ser de ficción, todo personaje poético que crea un autor hace parte del autor mismo».
En el libro de hoy vemos que el protagonista indiscutido es el doctor Palmer, personaje salido de la imaginación (Wittgenstein decía que hay escritores que escriben con la cabeza y escritores que escriben con la mano) del psicoanalista Dessal. Gustavo Dessal es el doctor Palmer, genial creación, que esperamos tenga continuidad, no quisiéramos decir adiós al Doctor Palmer con el caso Anne, sino creer que con el Caso Anne nace el Doctor Palmer para quedarse una temporada a contarnos historias. Hace poco al presentar en una actividad del Ateneo la última novela de Peridis, (La Reina sin reino) tuve en cuenta que Peridis es un seudónimo de José María Pérez y que inventa personajes en sus novelas, pero la trama nace de la biografía del autor, quien vive su infancia en una casa situada enfrente de un convento caído, y buena parte de su historia va a transcurrir levantando ese convento caído y reconstruyendo lo que hoy es el Monasterio de Santa María la real de Aguilar de Campoo. Y estudiando la vida y la obra de Fernando Pessoa es muy destacable que el genial poeta portugués tuviera que inventar nada más y nada menos que 136 autores ficticios, heterónimos que han dejado en segundo plano al ortónimo Pessoa, con la ventaja añadida de no perder del todo la autoría, de no perderla para los manuales de literatura, pero de sostenerse en ese desdoblamiento de la personalidad literaria, y vital.
En ese sentido es el que puedo sostener la tesis de que algún día, alguien en las calles de Madrid pueda decir: «mira por ahí va paseando el doctor Palmer», o que en el Ateneo de Palencia dentro de unos años anuncien que viene a Palencia el doctor Palmer.
Eso es un escritor, eso es un psicoanalista, un cazador de palabras (p. 29), dicen Dessal y Palmer. Un recolector de residuos también (p. 29). Un escuchador de historias que un día pasa a contarlas él mismo. Alguien que no promueve la autoestima, ni la competitividad, ni la asertividad, ni el optimismo, ni el espíritu de superación (p. 30).
Un superviviente dirá el doctor Palmer. No entiendo definición más ajustada a la posición del psicoanalista, que ha sobrevivido a los continuos ataques a su quehacer, dirigidos algunos por los propios psicoanalistas, empeñados en coaligarse con quienes a lo largo de la historia han querido reducir el psicoanálisis a una psicoterapia del yo, a una reeducación emocional, a una guía de conciencia, un entrenador en el mercado psi, sin la exigente ética del psicoanálisis transmitida por la enseñanza de algunos supervivientes refugiados en la enseñanza valiente de Jacques Lacan.
Creo que este libro muestra muy bien a un escritor en estado de gracia hablando de su vida de superviviente, de haber nacido en un país y sobrevivido en otro, guiado como Joyce con esas tres armas de la astucia, el exilio y el silencio, las únicas que se autorizaba a usar. Un cazador de palabras, aplicando con cada caso una política de los restos muy recta: mejor las palabras inconexas, las piezas sueltas, los sin sentidos, los actos fallidos, los divinos detalles. Por eso hace decir Dessal al doctor Palmer que «conforme fueron pasando los años, un creciente pesimismo en el género humano me ha permitido ejercer mejor mi oficio. La dignidad de las personas reside en su drama, en el hecho de que su existencia es siempre un proyecto fallido… Por eso son de mejor pronóstico los derrotados, los débiles, los que admiten su fracaso, porque al menos tienen el coraje de preguntarse a sí mismos la razón de ese conjunto de acciones insensatas que componen su vida…les enseño a mantenerse a flote en la incierta tempestad de cada día» (p. 60). Este libro encaja en el espíritu de este Ateneo de Palencia recién refundado (1876-1926-2016), cuando proclama en el preámbulo de sus estatutos que el sueño romántico no es nostálgico sino de lucha. Es perseguir un ideal, y dar cabida a los sueños del corazón.
Hablaré del autor, a quien desconocer un poco, en el sentido de Octavio Paz dirigiéndose a Fernando Pesooa, el desconocido de si mismo. El autor era para mí un desconocido total hasta 1999. No encuentro mejor modo de presentarle en Palencia, que en unas escenas que obtengo de mi memoria, en el sentido de Magris, memoria no como antídoto contra el olvido, sino para ampliar y hacer más grande la vida. En estas escenas puede intuirse un retrato.
Una. Asamblea en Madrid, levanta la mano desde la puerta del Circulo de Bellas Artes, con un maletín en la otra, y se dirige a un auditorio tumultuoso que construía paso a paso con la guía de Jacques Alain Miller una nueva escuela de psicoanálisis, y me llegan unas palabras que resonaron muchos años después, estamos en 1999, sus palabras fueron: «el pase me recuerda a esos tiempos del colegio en que superabas las pruebas con mayor o menor nota o no pasabas de curso, dependiendo de qué profesores te examinaban».
Dos. En su consulta, barrio de Salamanca, Madrid, mi hijo de 10 años espera en la entrada mientras yo paso a explicar las razones que me llevaban a solicitar la entrada como miembro de la recién fundada escuela de psicoanálisis del Campo Freudiano. Leyendo el libro evocaba la capacidad de Dessal para imitar al Doctor Palmer.
Tres. Una llamada de teléfono. Dessal me pide en noviembre de 1999 que visite en París a la hija de Lacan, Judith Miller, que quiere conocerme, había hablado en La Habana con unos colegas nicaragüenses y ella no me conocía aún. Fui a París, y tuve la suerte de entablar una conversación inolvidable. Una frase de El caso Anne me ha llevado de nuevo a esa habitación de la Rue Assas, rodeado de los cuadros de Picasso, que poblaron las paredes de las habitaciones de Jacques Lacan. La frase es de la página 195: «Lacan había aprendido muchas cosas de los grandes maestros de la psiquiatría, y las sostuvo hasta su último aliento. En particular, que no existe mayor lucidez que la que brota de la locura».
Cuatro. En un tren camino de Paris, coincidimos en el mismo vagón de cuatro literas. Lee a Sándor Márai, de quien me habla con admiración, y por ello es conocido en nuestros círculos, como el introductor en Castilla del novelista húngaro.
Cinco. De nuevo en un tren camino de París, coincidimos con Pérez Reverte y su mujer. Ya una celebridad, pensamos pedirle un autógrafo, qué menos, está en la mesa de al lado del restaurante del tren hotel, pero Gustavo afirma rotundo: «no, que me pida a mí el autógrafo». Nos morimos de la risa. Hoy lo entiendo mejor. Tras la irrupción del doctor Palmer, Reverte debiera de controlar la testoesterona, y conocer los efectos benéficos del saber perder sin identificarse al perdedor.
Y seis. El momento más divertido. Estamos esperando junto a varios colegas en la sala de espera de Laurent, entonces nuestro Dr. Rubashkin. Vamos a supervisar nuestros casos más complejos, y me refiere la anécdota de un famoso psicoanalista amigo de todos nosotros. Acababa de escribir un libro y se lo trataba de dedicar a su psicoanalista, una eminencia del psicoanálisis mundial. Entonces resulta —esto sí que es una historia— que empieza a escribir la dedicatoria, pero rectifica y tacha la palabra que va a poner, después sigue escribiendo pero de nuevo rectifica y tacha, y así dos o tres tachones más, hasta que se desdibujan la dedicatoria que ya no se sabe si es una dedicatoria o justamente una declaración de guerra, la expresión más irónica de una transferencia negativa, nudo inaugural del drama analítico, vestigios que no se borran ni años después de haber finalizado un análisis si ha finalizado así, en plena transferencia negativa.
Gustavo Dessal (Buenos Aires, 1952) , ha escrito varias novelas, Micronesia, Operación Afrodita y otros relatos, Más líbranos del bien, Surviving Anne: A Novel, Principio de incertidumbre, Clandestinidad y Demasiado rojo.
Las ciencias inhumanas, El retorno del péndulo (junto a Bauman, el sociólogo polaco) y Psicoanálisis y discurso jurídico son tres de sus ensayos.
Finalmente, este nuevo libro de Dessal evoca esas breves líneas de Claudio Magris en su obra cumbre, El Danubio, cuando visita Viena y habla de Bergasse, 19, la consulta museo de Freud, y destaca que allí aún restan unos pequeños objetos que Freud usó como un maletín de médico. Entonces Claudio Magris, el genial escritor de Trieste afirma rotundo: «Los herederos de Freud no son los vaporosos ideólogos que utilizan con espectacularidad el psicoanálisis como un cliché, sino los terapeutas que, con paciencia, ayudan a alguien a vivir un poco mejor. Ese modesto y tranquilizador maletín de piel me hace pensar en todos aquellos a quienes debo la escasa seguridad que poseo, la mínima y necesaria capacidad de convivir con mis oscuridades».
Fernando Martín Aduriz
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