Los locos no matan a nadie, y si lo hacen en alguna ocasión, es cuando siguen el ejemplo de los normales. Porque los cuerdos, los llamados cabales, somos los autores de matanzas, exterminios y un sinfín de crueldades acreditadas por la historia.

No hace muchos días, con ocasión de un salvaje crimen, me llamaron de una emisora local para entrevistarme. Alguien había descuartizado a su madre, guardado los pedazos cuidadosamente empaquetados y se los había ido comiendo ricamente de cuando en cuando. Querían conocer mi opinión sobre la psicología del caníbal.

Me disculpé como pude, con dificultad, por la insistencia y lo escabroso del asunto, pues sé que en esas tesituras solo se me ocurre algún que otro disparate. Pero con el paso del tiempo, me hice dos preguntas, quizá más sensatas, que me hubiera gustado dirigir por mi cuenta al periodista.

La primera alude a mi sorpresa al comprobar que nos siguen interrogando a los profesionales sobre los procesos mentales de cualquiera. Hemos demostrado tanta ignorancia y formulamos comentarios tan insulsos y burocráticos, plagados de test, prescripciones y diagnósticos al canto, que se me ocurre recomendar que harían mejor los interesados en dirigirse a gentes menos especializadas, entre vecinos, funcionarios e industriales, porque entre ellos encontrarán más enjundia a la hora de valorar los hechos cotidianos y las grandes cuestiones de la vida. En especial, les dirigiría hacia camareros, dependientes y guardias, que son personas con mundo, y sobre todo a literatos, que es gente aguda, avezada y que no se debe a escuelas, a verdades anticipadas y a teorías aparatosas. El talento emocional y la penetración psicológica están de su lado.

La segunda se refiere a algo más importante. A cuestionarnos por qué se entiende que un crimen tan cruel tiene que ser obra de un loco, como se deduce a la hora de consultar a un psiquiatra. ¿Qué idea tienen de los locos? ¿Qué es un loco? ¿Quién lo es? De buenas a primeras, cuando sucede algo irreal y en el límite de la humanidad, llaman a un especialista pensando que está familiarizado con esos personajes. ¿Habrás tratado a caníbales?, oí al otro lado del teléfono. ¡No, nunca! me oí responder asustado.

Siempre es el mismo sambenito el que cae del borde de la locura, en especial cuando los llamados cuerdos tienen miedo de sí mismos. No es que recurran en sentido estricto a un chivo expiatorio en quien descargar la culpa, pero dejan deslizar la autoría hacia otro lado, tras una frontera que se supone bien definida.

Los locos no matan a nadie, y si lo hacen en alguna ocasión, es cuando siguen el ejemplo de los normales. Porque los cuerdos, los llamados cabales, somos los autores de matanzas, exterminios y un sinfín de crueldades acreditadas por la historia. Lo que demuestra no solo que el mal es banal y compromete a cualquiera, como propuso en referencia a una circunstancia determinada Hannah Arendt, sino que la diferencia entre locos y normales no es tan clara como se espera. De hecho, el asesino caníbal me despierta más dudas sobre su buen apetito que sobre los desequilibrios de su cabeza.

Fernando Colina
Crónicas del manicomia – El Norte de Castilla, 9/03/2019