Reseña de Adrià Casanovas sobre la conferencia de José María Álvarez en el Hospital Universitario Río Hortega de Valladolid, 24 de enero de 2019
José María Álvarez volvió a deslumbrarnos este viernes con una conferencia magistral sobre la definición de esquizofrenia dictada en el Hospital Universitario Río Hortega. Aunque la locura es un terreno que el autor ha demostrado conocer de cerca en incontables ocasiones, cuando se trata de la conceptualización de la esquizofrenia parece que el suelo firme cede paso a las arenas movedizas. Como él mismo señaló en la introducción, probablemente la esquizofrenia sea uno de los términos de nuestro campo que aún hoy día, más de un siglo después de su creación, genera más controversias y al cual se le han asignado definiciones más dispares. Así, lejos de pretender sentar una verdad esencial sobre el objeto de estudio en cuestión, José María partió asumiendo de entrada la gran dificultad que supone tratar de cernir la experiencia del sujeto que ha perdido las riendas del lenguaje.
Inició su desarrollo con una incursión en la historia de la esquizofrenia, pero, como nos tiene acostumbrados, no para repetir una sucesión de hitos deshilvanados, sino más bien para trazar una red de influencias entre aquellos autores que más han contribuido a determinar la gestación y evolución del concepto. El término tiene su origen a principios del siglo XX, cuando el psiquiatra zuriqués Eugen Bleuler trató de aunar la tradición más nosológica, inspirado en las aportaciones de Emil Kraepelin, con las ideas provenientes del psicoanálisis de Sigmund Freud. Kraepelin, que partiendo de la ideología de las enfermedades mentales quiso englobar una gran variedad de presentaciones clínicas dentro de una categoría cuya consistencia viniera dada por una misma forma de terminación, inventó la dementia praecox, la cual supuestamente debía conducir a todos los individuos que la padecían hacia el deterioro de sus funciones psíquicas. De esta forma, agrupó los casos de hebefrenia descritos por Hecker y los de catatonía estudiados por Kahlbaum con el diagnóstico más frecuente en los manicomios de aquel momento, vale decir, la paranoia, forzando la definición del tal manera que se deshizo de la locura parcial y con ella hurtó al sujeto de toda posibilidad de restitución. Bleuler, más tarde, reformuló la categoría kraepeliniana (ampliándola a su vez con otras muchas categorías y tipos clínicos) para dotar a su nueva entidad clínica de una unidad que no dependiera de la forma de terminación sino de un mecanismo común, tal como Freud había hecho para edificar su propia nosología. De este mecanismo, al que denominó con el nombre de Spaltung(o escisión de la vida psíquica), derivarían para él las alteraciones más fundamentales de la enfermedad, como son los trastornos de las asociaciones y de la afectividad, la ambivalencia y el autismo. A estos síntomas básicos, presentes en todos los tipos de esquizofrenia, se añadirían aquellos accesorios que podrían no manifestarse, como alucinaciones, sobre todo verbales, delirios, trastornos de la memoria, pérdida de las fronteras temporales y espaciales, trastornos del lenguaje y la escritura, síndrome catatónico, etc. De Freud, además de la idea de un mecanismo como punto de ordenamiento, también extrajo, como se puede ver, uno de los síntomas fundamentales para su definición de esquizofrenia, vale decir, el autismo. Freud había denominado «autoerotismo» a esta característica, es decir, al retiro de la libido del mundo exterior, que junto a la literalidad del lenguaje (el empleo de las palabras como si fueran cosas) y la referencia al cuerpo propio desde una dimensión hipocondríaca (el «lenguaje de órgano»), constituían para el psicoanalista vienés los rasgos más propios de esta forma de locura.
El autor destacó también la propuesta de Kurt Schneider, quien trató de establecer unos síntomas de primer rango (entre otros la audición de voces y determinadas experiencias de influencia) que orientarían directamente hacia un diagnóstico de esquizofrenia. El problema reside, sin embargo, en que esta serie de síntomas que ofrecen una definición muy ilustrativa cuando la psicosis ya está declarada no dan cuenta de los momentos de desencadenamiento de la psicosis.
Prefiriendo no terciar sobre la etiología de la esquizofrenia, sobre la cual se ha especulado mucho pero, lamentablemente, de manera proporcional a la falta de evidencia, José María si se atrevió en cambio a expresar su opinión en torno a la patogenia de esta forma de locura. Y es que, poniendo en duda la posibilidad de que ésta sea una enfermedad de la naturaleza, él prefiere entender su aparición desde una perspectiva que dé cuenta de la influencia de los cambios históricos que, en este caso, habrían sobrevenido con la Modernidad, apoyándose principalmente en la falta de testimonios de alucinaciones verbales (a modo de la injuria propia de la esquizofrenia) previamente al siglo XIX. Desde que Dios dejó de ser el garante del orden universal el hombre se habría visto abocado a una nueva soledad y a una relación más directa con el lenguaje que, desprovisto del Padre que hasta entonces le confería una significación estable, habría adquirido una mayor autonomía imponiéndosele al hombre moderno, en su grado extremo, de manera xenopática.
En su exposición, José María trató de ubicar, partiendo de la concepción que desde hace años viene defendiendo junto a Fernando Colina en torno a los polos de la psicosis, cual sería el polo esquizofrénico puro. Probablemente este intento halle mayor justificación en el plano de la teoría que en la realidad clínica, pues a su vez afirmó que son más bien pocos los sujetos que permanecen en esa posición sin elaborar un delirio que les conduzca ya hacia el polo de la paranoia. Aun así, como característicos de esta forma de locura destacó varios elementos que conservan un alto interés: la pasividad del sujeto ante las experiencias descarnadas de lo real; la perplejidad estática o la vivencia enigmática sin posibilidad de introducir una significación apaciguadora; las vivencias de ruptura del lenguaje y del cuerpo; la soledad más extrema producto de la captura del sujeto en el Uno y su incapacidad de constituir un Otro del lenguaje, así como la experiencia xenopática resultante.
El autor, finalmente, no olvidó los puntos de contacto que se pueden observar entre la experiencia del sujeto esquizofrénico y aquella por la que todos hemos pasado en nuestra infancia. Por un lado, el niño pequeño tendría también, antes de haber transitado por el estadio del espejo, una vivencia del cuerpo que no habiéndose alienado todavía a la imagen especular que lo dotaría de una unidad, se percibiría como fragmentado. Y, por otro lado, la experiencia enigmática ante un lenguaje demasiado real del esquizofrénico también tendría su correlato en aquel primer contacto traumático del niño pequeño con un lenguaje para el cual no ha podido todavía elaborar una significación y lo percibe como una secuencia de ruidos enigmáticos.
Por: Adrià Casanovas
Residente de Psicología clínica del HURH (Valladolid)