Con razón se ha sostenido que el papel del intelectual no es tanto crear evidencias como combatirlas y arruinarlas con su entendimiento.

La idea de evidencia es uno de los conceptos que, como el de progreso o de verdad, marean nuestro intelecto. No sabemos a ciencia cierta lo que significa cada uno de ellos, pero son blandidos en todo momento y arrojados a la cara de cualquiera. Todo el mundo defiende que su opinión respeta la verdad, se enmarca en el progreso y se basa en la evidencia. Y lo hace a toda costa y como si fuera una coletilla que suscribe lo dicho y lo eleva a la categoría formal y bien presentada que debe acompañar cualquier documento.

Igual que en el pasado las solicitudes impresas concluían con una fórmula retórica, del tipo de «Es gracia que espera alcanzar del recto proceder de V. E., cuya vida guarde Dios muchos años», ahora se reclama de la evidencia como simple franquicia o consigna necesaria. Y aunque sea un salvoconducto imbécil y carente de la más mínima seriedad, te lo disparan para rebatir tus ideas, amparados por la simplificación general, sin más argumento que el manido recurso a una evidencia que nadie demuestra.

Los que en el estudio y la atención de los sufrimientos psíquicos, despreciamos la explicación cerebral a la hora de dar cuenta de los sentimientos, y no los reducimos cuando son patológicos a un ‘síndrome frontal’, padecemos el encarnizamiento de los ‘evidencialistas’ y su ataque a degüello. Un castigo que hay que soportar como un efecto secundario de tipo profesional. A fin de cuentas, la profesión es un fármaco para la vida que a veces solivianta a los anticuerpos.

Sin embargo, cabe recordar que, precisamente bajo la protección de la evidencia, unos psiquiatras pueden afirmar que la esquizofrenia afecta al uno por ciento de la población, mientras que otros lo elevan a diez sin más pruebas. Incluso estos últimos, impávidos ante el incremento de la supuesta enfermedad, aún les parece poco y creen diagnosticar por debajo de la realidad. Por eso suelta esa tremenda frase, portentosamente locuaz, de que ese padecimiento está ‘infradiagnosticado’, y se quedan tan frescos. Como si quisieran emular al Dr. Simón Bacamarte, personaje de El alienista de Machado de Asís, que con su abnegación científica ingresó, incluida su esposa y finalmente a sí mismo, a media población de Itaguaí.

Conviene recordar que entre los criterios de ciencia que ha defendido la epistemología, pocos son tan seguros como el falsacionismo de Popper, para quien un conocimiento solo es científico en la medida en que, potencialmente y pasado un tiempo, se puede demostrar su falsedad. Solo vale científicamente lo que puede ser superado. Frente al dogma de la evidencia, que pretende una validez eterna y universal, la verdad científica se da con un canto en los dientes si algo falla y lo explica mal.

Con razón se ha sostenido que el papel del intelectual no es tanto crear evidencias como combatirlas y arruinarlas con su entendimiento.

Fernando Colina
Crónica del manicomio – El Norte de Castilla