Prólogo: El recuerdo de un cuadro

El sábado llovía en Cádiz. Al hacer mi primera salida en una semana para comprar lo básico, la luz me recibía apagándose. El gris que arropaba el cielo parecía haber matado los colores y había dejado a la ciudad y lo que en ella bullía en blanco y negro. Eso me hizo recordar el Guernica de Picasso.

Creo que estaba cursando 1º de BUP cuando nuestra profesora de arte dedicó una clase a explicar la obra más famosa del pintor malagueño. Recuerdo que me encantó porque fue la primera vez que comprendí que la pintura puede transmitir una profundidad y una comprensión que las palabras a veces no alcanzan.

Una de las cosas que se me quedaron grabadas fue la interpretación que doña Maruja, nuestra profesora, dio de los colores elegidos por Picasso. Nos dijo que el pintor había utilizado el blanco y negro porque eran los colores de los periódicos, los colores de la prensa. Picasso durante la guerra ya llevaba años establecido en París, así que sus noticias sobre el bombardeo de la ciudad le llegaban por los periódicos. Al utilizar únicamente el blanco y el negro, Picasso nos contaba la masacre del día de mercado en Guernica como si su cuadro fuera un periódico cuya lectura se abriera al mundo entero, independientemente de la lengua.

En esa época la prensa escrita era la que mostraba el mundo a los que estaban lejos de lo que pasaba, era la que funcionaba tanto de medio de información como de lazo entre los pueblos. Por eso pienso que Picasso, al utilizar los colores de los periódicos, trataba de encender la unidad del mundo frente a esa carnicería a través de la compasión que suscita el horror, un horror que sólo el hombre sabe provocar en el hombre.

Hoy la carnicería, al menos en el hemisferio rico, no viene de la guerra, sino de la biología política. Hoy la prensa escrita ha decaído y lo que funciona como información y lazo entre los pueblos está saturado de todas las tinturas brillantes que permite internet. La muerte, el pánico y el terror son accesibles para todos a todo color.

Pero el sábado, el Cádiz en blanco y negro que me envolvía, me recordó la prensa, los efectos – no todos positivos – que esta sigue produciendo y el mensaje del Guernica de Picasso, y me recordó que lo que estamos viviendo es otro giro más en una rueda que acompaña a la humanidad desde que decidió agruparse en comunidades.

Así que, como el confinamiento no le deja más remedio a uno que ponerse a pensar, me apetece escribir algunas reflexiones sobre dos acciones muy presentes esta semana: los aplausos a los profesionales cuyo trabajo les obliga a abandonar su hogar (sanitarios, transportistas, funcionarios, etc.) y la masividad de las frases convertidas en hashtags como #quedateencasa o #yomequedoencasa.

I: Aplausos desde el terror

Creo que el fundamento principal del que nacen los aplausos, los que convocan a las ocho de la tarde a muchas personas en sus balcones y ventanas, es el miedo a la muerte. A la propia, pero, sobre todo, a la muerte de aquellos a quienes amamos.

Una persona muy querida para mí, al leer mi posición publicada en Facebook, me preguntaba por qué en vez de eso los aplausos no se fundamentarían en la alegría de compartir cinco minutos de existencia en una ventana. No le faltaba razón, pero yo no puedo compartir ese punto de vista en su totalidad, puesto que para mí esa alegría es un disfraz o, más propiamente, una consecuencia, pero no es la causa. En otras palabras, si la causa es el miedo a la muerte, la consecuencia es la alegría de compartir un tiempo con otros. Creo que es la mejor consecuencia que pueden tener los aplausos y, para mí, la más bonita. La causa de ellos, sin embargo, es bastante más oscura e igual de humana.

Pero ¿por qué el miedo a la muerte es la causa de los aplausos dedicados a los distintos profesionales que se ven obligados a abandonar el confinamiento?

En primer lugar vamos a comentar lo obvio. Es comprensible que los medios de comunicación estén centrados casi en exclusiva en la información sobre la pandemia y el estado de alarma instaurado por el Estado. No obstante, esa información se nos suministra subrayando sobre todo los datos relativos a la mortandad y a las posibles catástrofes sobre el sistema sanitario o la economía. Si a esto le sumamos el amplificador de las redes sociales en sus formas habituales (bulos, alarmismo, repetición constante), tenemos un aullido que nos está bramando sin descanso a la cara la certeza de morir de la enfermedad o de hacer morir a otros por ella – en especial a los más queridos o vulnerables –, la certeza de que el sistema sanitario colapsará haciendo imposible la atención a cualquier emergencia y logrando que nosotros o quienes amamos muramos en agonía y desamparados, y la certeza de que, aunque pasemos esto, la recesión económica nos condenará a un futuro oscuro en el que moriremos de hambre abandonados en la intemperie.

Como estas certezas son aulladas sin descanso, el ruido dificulta la reflexión, y su ininterrupción nos impide ver que esas supuestas certezas no dejan de estar sostenidas en sesgos y probabilidades, por lo que, más que certezas, son posibilidades – las peores, sí –, pero sólo posibilidades.

De cualquier modo, este chillido convierte en certeza la posibilidad de morir por la pandemia o por sus consecuencias. El miedo a la muerte que siempre nos acompaña queda así avivado en una hoguera gigantesca obligada a contenerse entre las cuatro paredes del confinamiento. La llamarada del reconocimiento a los profesionales que brilla en el aplauso, está alimentada por el ascua incombustible de que, nosotros y los nuestros, vamos a morir en los próximos días o en los próximos meses.

El aplauso, cargado de las mejores intenciones, deja ver en su fondo la impotencia. El gesto simbólico es de lo poco que se puede hacer cuando se está encerrado con la certeza de la muerte. Aplausos en los que resuena la transmutación de la impotencia en reconocimiento.

El segundo motivo por el que el miedo a la muerte es la causa del aplauso no es tan obvio y necesito del psicoanálisis para poder explicarlo.

En los seres humanos está presente un anhelo, casi una necesidad, de que exista algo o alguien que garantice nuestra existencia, algo que nos asegure la vida. El ejemplo más tradicional es Dios, pero ha habido otros y hoy es la tecnociencia la que para la mayoría funciona como dicha garantía.

Lo que el psicoanálisis descubre es que en realidad eso que necesitamos como garantía de nuestra existencia, no toma la forma de una entidad concreta (Dios o la ciencia), sino que su forma es la de un lugar. Necesitamos que exista un lugar que nos garantice la vida y nos libre de la muerte.

Al ser un lugar, en él podemos colocar diferentes entidades: Dios, la ciencia, los transportistas o los profesionales sanitarios.

El clima aciago de confinamiento y peligro nos impulsa a situar en ese lugar a aquellos que no tienen más remedio que salir para que la parálisis del país no sea del todo mortal. De esta manera los profesionales que las personas sitúan en ese lugar de garantía, funcionan en el imaginario colectivo como los únicos protectores de la existencia individual.

A través de las personas que ocupan ese lugar de garantía, uno puede esperanzarse en la idea de que hay alguien que vela por él más allá del amor que otorga la familia, la pareja o los amigos, que existe alguien más allá de su vida que le protege, sobre todo, de su muerte y de la de los suyos.

El problema es que ese lugar tan acogedor sólo existe en el interior de cada uno. La prueba de ello quizá esté en cómo esta pandemia está paralizando el mundo a pesar de las leyes humanas, divinas o científicas, lo cual muestra que el lugar que garantizaría nuestra existencia no es real o exterior a nosotros, sino construido por necesidad de estructura en el psiquismo de cada uno. Es un lugar necesario para pacificar el desamparo de la soledad y la muerte, pero es un lugar ficticio – aunque no por ello inoperativo o irrelevante–.

Es debido a esto que, en los aplausos a los profesionales, lo que escucho es el anhelo desbocado de que ese lugar sea real, de que ese lugar exista externamente a nosotros y podamos así protegernos de la muerte. Cuestión que en sí misma no es mala, sino profundamente humana.

Ahora bien, esto tiene una consecuencia, a saber, posicionar al personal sanitario, de transportes o de atención a las necesidades básicas en un lugar de responsabilidad desmedida, poco menos que divina, y, por tanto, imposible de llevarse a cabo, pues todos los profesionales somos humanos y no dioses. Es por ello que también leo otra gran impotencia desesperada en esos aplausos, la impotencia provocada por desear que ese lugar que protege nuestra existencia sea real y sea llevado a cabo por los profesionales a los que se aplaude, a la par que en el fondo uno escucha en su interior sin querer oírlo que eso es imposible.

Por tanto, el miedo a la muerte y la necesidad de que exista alguien que garantice la vida y proteja de la muerte – ocupando un lugar que no es real pero que deseamos que lo sea –, hace que no pueda leer en esos aplausos la alegría que comunican, sino el terror humano que los hace rugir. Hace que lea en esos aplausos el miedo a la muerte como su fundamento.

Por otro lado, teniendo en cuenta los tiempos que corren, donde gran parte de los actos simbólicos son barridos sin que calen en la memoria, el encomiable reconocimiento que destilan los aplausos, por desgracia, acaba siendo demasiado volátil, casi inservible, si lo que está de fondo es el deseo de que exista siempre alguien infalible que nos cuide más allá de nuestro círculo cercano. Este deseo se ahoga en su propia imposibilidad.

Lacan toca la cuestión de lo imposible. Y cuando Lacan habla de lo imposible, una de las ideas que se desprenden – es mi lectura – es que lo imposible marca una dirección. Es decir, parafraseando lo que Eduardo Galeano afirmaba sobre las utopías (que también son imposibles), mantengo que lo imposible no existe para ser alcanzado, sino para caminar. Por ello, el primer paso hacia esa imposibilidad de lograr que haya alguien que nos asegure la vida y nos proteja de la muerte, consiste en luchar ese reconocimiento expresado por los aplausos en otros escenarios más amplios y alejados que las palmas de nuestras manos, y no cuando se presenta la amenaza de morir que nos atenaza en la cercanía.

II: El crimen potencial de salir a la calle

La frase yo me quedo en casa y sus declinaciones en los hashtags #yomequedoencasa o #quedateencasa se han vestido de una totalizante y maciza masividad. En la televisión, en la prensa, en las redes sociales y en los comentarios que las personas hacen en ellas, en las páginas web, en las imágenes y en las frases de los famosos, de los influencers, de los políticos, están presentes esos hashtags y la frase que abrazan. Son estas palabras las que dominan, totalizando los discursos que hacen referencia a esta pandemia.

¿Y quién puede dudar de la importancia de quedarse en casa? Máxime cuando el punto de partida de esta recomendación obligatoria es una decisión estatal que ha paralizado el país en un estado de alarma, el cual, por cierto, la ley contempla. Es verdad que hay personas que no obedecen esta obligación, bien porque la ley – afortunadamente – permite excepciones, bien por otros motivos que incumplen flagrantemente el Real Decreto.

No voy a entrar en un debate sobre si es necesario o no un estado de alarma, no me compete. Tampoco voy a tratar de desarrollar una reflexión que apoye o se oponga a la infinidad de justificaciones que motivarían el incumplimiento de la norma de quedarse en casa (ya sean legítimas o ilegítimas), pues me desviaría de lo importante.

Lo que me gustaría aportar es una meditación sobre la masividad de la frase yo me quedo en casa y los posibles efectos de la masividad de esa norma. Efectos que a mi juicio son la infantilización de los que somos adultos y la potencial conversión de un acto en un crimen. Estos efectos, repito y subrayo para que quede bien claro, no provienen en sí mismos de la orden de quedarse en casa – que aquí no se discute ni se cuestiona –, sino de la totalización de esa orden en cualquier referencia discursiva o comunicativa hacia la pandemia que estamos sufriendo.

El axioma del que parto es la idea de que cuando algo, especialmente un discurso, se vuelve masivo – y por tanto invasivo, omnipresente y totalizador –, se convierte en un mandato de obligado cumplimiento, pero no exclusivamente en el sentido legal, sino sobre todo en el sentido moral. Tan solo hay recordar el punto en el que estábamos antes de la pandemia respecto a la obligación de ser feliz. Las frases hay que ser feliz o hay que disfrutar han maximizado su presencia desde las últimas décadas hasta el día antes del estado de alarma. Presentes en cada diálogo, en las redes sociales, en los anuncios de cualquier producto, se masivizaron. Y al hacerlo pasaron de ser una orientación o una recomendación a convertirse en un ideal moral que exigía su culminación. Había que ser feliz o no ser. Sin excepciones. La brutal condena moral (sobre todo autoimpuesta) por no lograrlo era, en ocasiones, devastadora. Lo mismo ha ocurrido con el quédate en casa masivo.

El discurso masivo y omnipresente se transforma en un imperativo moralizante y moralizador. Por ello, la picaresca, que podía llegar a divertir en los primeros días del estado de alarma, se ha convertido bajo la égida de este mandamiento moral masivo en un pecado, y de los capitales.

Esta masividad, que convierte una norma en un designio moral inquebrantable sin excepción posible, nos infantiliza.

La repetición incansable del quédate en casa como un absoluto que no tiene en cuenta ni las excepciones que la propia ley permite, implica asumir que el otro es un inconsciente, un inmaduro, un crío al que, por inexperto, hay que educarle a fuerza de repetición inagotable, pues se supone que ese ser infantil no sabe que es peligroso salir a la calle. Como si los que somos adultos y asumimos la responsabilidad de nuestros actos, tuviéramos que necesitar de esa masividad y de la policía para cumplir una norma, ya no estatal, sino de sentido común.

Resulta doloroso que personas adultas entren sin darse cuenta a alimentar la fuerza que transforma una norma en un mandato moral que infantiliza, cebando esa masividad que convierte a la mayoría en inmaduros y transmuta una norma legal en un imperativo moral.

Evidentemente, si la totalización del mensaje quédate en casa ha logrado una completa infantilización imputada a la mayoría, entonces es obligatoria una vigilancia tutelada constante de esa misma mayoría por esa misma mayoría. Como el quédate en casa ha abandonado su hogar legal por la residencia moral, esa vigilancia tutelada ya no compete a las fuerzas del orden, sino a todos y a cada uno de nosotros, transformándonos, primero, en policías y, posteriormente, en jueces y verdugos de aquellos que no acaten el supremo mandamiento del confinamiento, independientemente de que la salida a la calle esté permitida por el Real Decreto o no lo esté.

Es por ello que estos últimos días he tenido testimonios en consulta de cómo algunas personas han sido insultadas desde las ventanas por completos desconocidos a causa de acudir de forma urgente a su cita conmigo, por salir a comprar o por pasear al perro. El colmo de la tristeza son los insultos a un niño diagnosticado de autismo por salir a la calle en Leganés. Aquí dejo el enlace:

https://www.elplural.com/sociedad/insultos-nino-autismo-salir-calle-pleno-confinamiento_236130102

De esta forma la masividad que totaliza un discurso – en este caso comprimido en la frase quédate en casa – convierte el acto de salir a la calle en un crimen potencial. La violación del imperativo moral que no tiene en cuenta las excepciones legalmente establecidas, pasa de considerarse un delito legal a afirmarse como un crimen moral. Crimen moral vigilado por la mayoría – transformada ahora en agentes de policía tras las cortinas –, y juzgado y condenado por esa misma mayoría, estancada en la rutina inane del confinamiento.

Para reforzar esta consecuencia de la masividad de un discurso, acude en auxilio otra frase también totalizada, el yo me quedo en casa. Dicha sentencia, sin explicitarlo pero sosteniéndolo firmemente, abre una brecha salvaje que diferencia entre un yo o un nosotros, considerados moralmente buenos por acatar el mandamiento masivo del confinamiento, y entre un tú o un ellos, considerados moralmente condenables por no obedecer ese imperativo moral, nuevamente sin tener en cuenta excepción alguna.

La masividad del quédate en casa, producida por el martilleo sin pausa tanto de los medios tradicionales como de publicaciones online compartidas por gente encerrada en casa para gente encerrada en casa, es lo que contribuye a aumentar el odio a lo distinto de una forma para nada silente, sino descarada y sin tapujos. Siendo encarnado lo distinto por las personas que salen a la calle independientemente de su justificación legal.

Llegados a este punto tal vez sería interesante, por irónico, hacer una comparación entre los aplausos desde las ventanas que reconocen al personal que nos cura y nos proporciona alimentos básicos saliendo de casa, y las miradas condenatorias y los insultos proferidos desde esas mismas ventanas al transeúnte que abandona su domicilio.

Para tratar de poner un poco de orden en este remolino de ideas, voy a esquematizar en una serie de pasos las consecuencias de la masividad del quédate en casa:

  1. El mensaje de quedarse en casa se ve y se escucha en todos los lugares. Estas palabras dominan, como si fueran sus cimientos, las comunicaciones relacionadas con la pandemia. El mensaje se vuelve masivo.
  2. La masividad del mensaje consigue convertir un decreto legal en un mandato moral.
  3. El mensaje masivo transformado en mandamiento infantiliza a las personas, pues su reproducción constante presupone que la mayoría de la gente es tan inmadura que necesita una repetición continua para cumplir la norma.
  4. Si la gente es así de inmadura, es necesario una vigilancia sin descanso para evitar el incumplimiento. De esta forma la masividad del mensaje nos transforma en policías.
  5. Tras transformarnos en policías, la masividad del mensaje, nos convierte en jueces del acto de salir a la calle.
  6. Así, a causa de la masividad del mensaje y su transformación en mandato moral, el incumplimiento de la norma pasa de ser un delito legal a convertirse en un crimen moral.

A través de este encadenamiento se instaura la siguiente gradación ante el acto de salir a la calle: primero críticas, luego insultos, invito al amable lector a deducir cuál sería el siguiente término.

La masividad del mensaje de quedarse en casa ha conseguido que la mayoría de la gente perciba como un crimen incluso las salidas a la calle permitidas por la ley. Esa es la consecuencia de la masividad de una idea, la de convertirla en un imperativo absoluto con cero excepciones. Dicho imperativo absoluto nos convierte a la mayoría en niños inmaduros que han de ser tutelados, reprendidos y amonestados, ya no sólo por la ley del Estado o por las fuerzas del orden, sino por cualquiera.

Si tú que lees esto, compartes la concatenación lógica de estos argumentos, probablemente te aterrorice al igual que a mí la idea de que cualquiera se vea con el derecho de reprender, amonestar y condenar a quienes no hacen lo que él hace, y además se crea justificado en nombre del bien común.

Aún así, uno podría pensar que la masividad de ese mensaje es adecuada, precisamente porque siempre hay gente que se comporta como inmadura o que son adultos infantilizados muy reales, porque siempre hay inconscientes. Puede ser. Sin embargo, esa masividad totalitaria no distingue entre justos y pecadores, sino que asume que todos los que se desvían son inconscientes o inmaduros, para seguidamente considerarlos peligrosos. Ya estamos en un plano que excede con mucho el terreno sanitario, pues alcanza el campo de lo moral. Y si son peligrosos, el siguiente paso es exigir mucha más mano dura (como ya se está haciendo por las redes sociales), después exigir mayor reclusión y, en el ultimísimo extremo, se perfila la idea de su eliminación. Vuelvo a remarcar, independientemente de si la salida a la calle está justificada o no por el Real Decreto.

Epílogo: Los únicos escudos frente a la muerte

Visto el panorama que ha producido la masividad de la idea de quedarse en casa, creo necesario recordar una de mis citas preferidas del filósofo francés Michel Foucault. En la conferencia que funcionaba de clase inaugural como profesor del Collège de France, El orden del discurso, Foucault afirmaba que “es necesario concebir el discurso como una violencia que se ejerce sobre las cosas, en todo caso como una práctica que les imponemos”.

Aparte de anunciar lo que en estos momentos estamos viviendo debido a la masividad del discurso del confinamiento, esta frase para mí funciona como una brújula muy valiosa, en especial estos días.

Si el discurso es una violencia que se ejerce, entonces ahora más que nunca es obligada la prudencia al hablar o al manifestarse públicamente. No porque uno pueda ser malentendido y vilipendiado (que también), sino para negarse a ser un mero transmisor pasivo de un mensaje que se coagula en una masividad absoluta, con todos los efectos de violencia que ya hemos visto que produce.

Romper la cadena que repite el mismo mensaje no debería implicar la violación impune de un decreto legal, sino darle su lugar a la ley reconociendo sus excepciones y, al final, humanizando una situación que de por sí es bastante agobiante.

Si el discurso masivo produce formas de violencia que acaban instaurando ciertas prácticas bastante cuestionables, es necesario pausar el ruido de ese discurso, pararse a pensar. Sólo con esta pausa ya el pánico disminuye considerablemente y se puede disolver la totalidad anónima transformada, a su pesar, en policía y juez.

Pararse cuesta. Sobre todo cuando todo es ruido y empuje al movimiento, empuje a la transmisión de lo mismo. Por eso tal vez haya personas que justifiquen su contribución a la masividad del discurso invocando su derecho a expresarse. En este caso es necesario recordar que al justificar algo en base a un derecho, se está apelando indirectamente también a los deberes. Si el derecho es la expresión, el deber es el pensar. Entendido aquí pensar como un acto reflexivo y no como la expulsión acelerada por la boca de lo primero que pase por la cabeza. Sólo si este deber se tiene en cuenta, es lícito apelar al derecho de expresión. Más que nada porque si uno justifica su contribución a la masividad del discurso únicamente a través del derecho a la expresión, es imposible que se dé cuenta de que no son suyos ni la expresión ni el discurso que la sostiene.

Hablar reflexionando es de las pocas luces con las que contamos en esta penumbra pandémica. La reflexión y la ruptura de la masividad discursiva son de las pocas cosas que tenemos para seguir manteniendo dormidos monstruos que no deberían volver a despertar, monstruos que no deseamos, monstruos de los que no nos damos cuenta y que pueden volverse en nuestra contra, monstruos que ya están agitándose en su lecho y quieren abrir los ojos. Los mismos monstruos que la masividad discursiva tiene en el horizonte. Monstruos como los que planean en lo descrito en este maravilloso artículo:

Estamos en guerra, pero yo no soy su soldado

Por tanto, ante el pánico y la repetición de lo mismo, reflexión, prudencia e ideas que erosionen la masividad.

Pero no sólo nos rodea el pánico, la muerte sigue siendo real, seguimos estando confinados porque en esta pandemia la muerte se propaga rápido.

Ante la muerte, sólo dos escudos. Los únicos escudos de siempre. Amor y humor. El amor que no pide endiosar a los profesionales, sino que se despierta ante el acompañante, sea este quien sea. Y el humor. Cuanto más golpea la muerte, más necesaria es la risa. Memes, chistes, bromas. Siempre es mejor estar unidos también por la risa que exclusivamente por la muerte.

Por Jesús Rodríguez de Tembleque Olalla
Psicólogo clínico del equipo de Ágalma

Fuente: Ágalma