Este texto de Carlos Fernández Atiénzar, se compone en realidad de tres trabajos agrupados bajo el título de Lo generacional, el pueblo y la melancolía.

El primero de ellos, La herencia y la pérdida fue presentado en las Jornada de Puertas Abiertas «Universidad y Psicoanálisis» organizadas por la Universidad Complutense de Madrid, en el marco del Máster Psicoterapia Psicoanalítica, el pasado 25 de abril de 2017. Los otros dos, La culpa y Las tres generaciones, fueron presentados en el marco del servicio de docencia del Hospital Río Hortega de Valladolid, como parte del programa de conferencias abiertas al público y a los facultativos del hospital, el pasado 15 de diciembre de 2017.

Agradecemos al psiquiatra y psicoterapeuta Carlos Fernández Atiénzar esta colaboración con la web de «La Otra».


La herencia y la pérdida

Dice Recalcati:

Para heredar algo del Otro, para ser realmente un heredero, no es suficiente con recibir pasivamente un legado ya constituido, sino que es necesario un movimiento subjetivo de reconquista… (Recalcati, M., 2014,132).

El estilo y la forma de escucha con el que trabajamos haciendo terapia, influye en el curso de esta y además es totalmente subjetivo, ya que surge de la elección de un modelo teórico por parte del profesional, por mucho que este modelo aparente una objetividad o esté validado por una supuesta fortaleza científica.

A su vez, en el decir del paciente, cuando habla de su historia familiar, se escucha los padres/familiares interiorizados que este tiene, que nunca coinciden con los reales, pero que son los que influyen verdaderamente en su psiquismo y en su vida; al igual que todos los hijos no son iguales para los padres, nunca los padres tienen nada que ver como los piensa un hijo u otro, volviendo de nuevo a la subjetividad.

Desde el modelo médico actual, la mayoría de los psiquiatras coinciden en afirmar que las depresiones melancólicas o endógenas y las psicosis maniaco-depresiva (actual trastorno bipolar), presentan en su etiología una fuerte carga genética de raíz biológica y son los cuadros que presentan más antecedentes familiares de trastornos depresivos, suicidios y trastornos mentales diversos, seguido de la esquizofrenia. También se observan mayor frecuencia de casos, aparentemente, en zonas rurales y aisladas, donde la endogamia se hace más patente.

Se establece, al menos en los trastornos más graves que están en relación con la locura, el modelo más puramente médico de enfermedad con una etiología, una evolución, un pronóstico, un diagnóstico y un tratamiento, habitualmente farmacológico. Si ya sabemos lo que va a pasar y cómo va a evolucionar el proceso, nos podemos olvidar con más facilidad del sujeto que tenemos delante.

La primera objeción y cuestionamiento es fácil; el tremendo reduccionismo del sujeto, ya que se toma a este por un cuerpo y se trata el déficit o exceso de tal o cual neurotransmisor, muchas veces necesario pero insuficiente, si miramos al paciente con otros ojos. Y esto ocurre en la práctica con preocupante frecuencia, prescindiendo incluso del modelo biopsicosocial que tanto le gusta apelar a la Medicina, pero del que luego se desentiende con prisas, ya que lo psicosocial se obvia la mayor parte de las veces. Se borra de un plumazo las dinámicas psíquicas, las elecciones personales, la historia individual y, por supuesto, el Inconsciente.

Si recurrimos a la escucha médica actual, recogiendo sin más los antecedentes familiares de enfermedad mental, y no nos acercamos a la historia subjetiva que el paciente ha construido sobre sus orígenes, perdemos al sujeto que tenemos delante y tomamos al paciente como un objeto pasivo al que corregimos y modelamos según las guías estandarizadas de tratamiento. Quién sabe, si además viene bien para defendernos de la pulsión de muerte tan manifiesta de algunos pacientes graves y que se pone en juego en la transferencia.

Desde un punto de vista más psicoanalítico/humanista, la lectura sobre la herencia es diferente; efectivamente hay una transmisión que influye en la psicopatología, pero no es el factor genético biológico el causante de los trastornos, sino los lugares que cada sujeto ocupa en el entramado familiar, las identificaciones que se dan con un familiar o simplemente el rol asignado al miembro familiar, consciente, o la mayor parte de las veces, inconscientemente. Hay una transmisión generacional de una historia que se va construyendo de manera subjetiva entre los miembros familiares. Si no apelamos al sujeto, el determinismo, biológico o psíquico, desahuciará al paciente a un final ya supuesto.

En la melancolía hay una repetición mortífera de identificaciones masivas y globales a un miembro familiar que sufrió alguna tragedia, alguna historia triste; esas marcas que filian a veces a las familias de forma negativa, esos decires habituales; «en nuestra familia los varones se mueren jóvenes o de tal enfermedad», «los de la rama materna acaban en el Psiquiátrico…», esas familias malditas de los pueblos… una filiación que lleva la marca de Tánatos y que determina el imaginario familiar. Pero también en esas familias, hay miembros que hacen su vida, que se quitan de encima esa marca negativa. ¿Por qué unos miembros de la familia no padecen ese trastorno?, ¿por qué pueden hacer su vida, por qué se desmarcan de ese sello familiar? Es importante fijarse bien en ellos, ya que siempre tendemos a poner de relieve lo negativo, el sello de enfermedad. Pero hay que observar también los indicios de salud y de vida, ya que nos puede dar pistas sobre lo que les está sosteniendo/curando.

Creo que no hay una transmisión al azar, de una probabilidad mayor o menor de padecer tal o cual trastorno, sino que hay una elección subjetiva a ocupar un lugar en la historia familiar; un lugar propio y nuevo o un sinlugar ajeno, repitiendo mortíferamente una historia antigua y de otro.

En la historia familiar de bastantes melancólicos, si escuchamos con esmero, en el decir del paciente y cómo cuenta o le han contado sus ancestros la historia familiar, encontramos algún suceso en conexión con la pérdida y la tramitación de ésta. Pero hay una particularidad; no es una pérdida cualquiera, es una pérdida cuando no toca. Un evento traumático inusual, difícil de simbolizar; un accidente, un suicidio, una guerra, una ruina, un desarraigo, un éxodo…Algo que descoloca el orden y hiere de muerte el narcisismo familiar. Al herir este narcisismo, el sujeto se siente indigno y el suceso se oculta por vergüenza, pudiendo generar un secreto familiar (lo no dicho, pero sabido) que tiene en el Inconsciente su mejor aliado, ya que se transmite a las siguientes generaciones un sentimiento de culpa, una deuda pendiente de la que alguien se hace cargo inconscientemente y que paga con su propia vida de diversas maneras (no tiene porqué quitarse del medio)

Sin embargo, quizá lo más importante no es la pérdida en sí misma, sino la forma de tramitarla; si el duelo es la forma neurótica de tramitar la pérdida, en la melancolía la pérdida se tramita de forma narcisista, es decir no se subjetiva/simboliza, porque va en contra de la misma naturaleza del narcisismo, que no puede perder nada; es la completud, la omnipotencia… Y aquí interviene muy significativamente la estructura familiar. En estas familias, muy ligadas al campo y a la tierra, hay un significante que tiene mucho que ver con la posesión y la indiferenciación. Los vínculos suelen ser posesivos y cosificantes. No ha lugar para el amor y las generaciones venideras son prolongaciones corporales de la madre, con una función de manutención endogámica que no tolera la salida a lo social. Todo queda en casa. El gran matriarcado. De hecho, muchos cuando se deprimen, tienen la certeza de estar arruinados para siempre y creen que las generaciones posteriores sufrirán las deudas que ellos han dejado. La completud y la omnipotencia está en función de acumular y retener todo lo posible, sea dinero, tierras o hijos. La tierra es muy cruel y demanda su parte de la deuda. La gente del campo lo sabe y si además, esa tierra es pobre y yerma, exige mucho más sin haber lugar para los vínculos amorosos. La vida es una cuestión de trabajo sacrificado, arraigo y cierta endogamia, en la que las generaciones venideras no pueden hacer su vida, porque la deuda hay que pagarla. La tierra tiene que ver con los orígenes, la vuelta al paraíso perdido y también donde vuelven los muertos.

Familias muy adheridas entre sus miembros. Familias que dicen «ser una piña», con mucha dificultad para diferenciarse; se hace así patente la endogamia. Familias con marcas y agujeros sin simbolizar que señalan su identidad de esta forma. Esa dificultad de tramitar las pérdidas y las separaciones, se transmite de una generación a otra. Se hereda algo no elaborado, una deuda por saldar, una identificación a algo que es de otro y no se ha podido subjetivar en las generaciones anteriores.

La culpa (como la cosa transmitida)

Dice Nietzche:

«El deudor es culpable».

El melancólico (y otras patologías del vacío) no tienen lugar —o muy poco— en el deseo del Otro. Ese lugar ocupado genera culpa y vergüenza precisamente porque no se siente merecedor de ocuparlo. Esta culpa también nos resuena a venganza y a reproche por no haber sido amado y cuidado como esperaba, esa herida narcisista incurable y egoísta que el melancólico nunca podrá suturar. Es ese el pecado que el melancólico no se perdona, pero que a la vez tampoco perdona al otro.

Solemos pensar que la culpa viene después del pecado, pero Freud subvirtió el orden; en Delincuentes por sentimiento de culpa explica magníficamente como el sentimiento de culpa está antes que el pecado. Es más, induce a cometerlo. Así la culpa inconsciente se liga, se limita de alguna forma, sale a la luz y no mortifica tanto. Además, el delito incluirá la penitencia. El melancólico se coloca así como merecedor de esa penitencia porque cometió el mayor pecado posible: haber nacido. Haber nacido sin un lugar propio, sin un lugar en el deseo del Otro o un lugar prestado por un muerto pretérito. La culpa derivada de una deuda imposible que se adquiere con el que le otorgó la vida. El melancólico no ha entendido que la vida fue un regalo, porque probablemente el Otro pide cuentas porque tampoco entendió que es regalar. No entendió que los hijos nacen para perderse simbólicamente y hacer su vida y que hay deudas que no se pueden pagar porque no son deudas, son regalos y dar la vida es el regalo por excelencia.

La culpa equivale a la deuda, según explica Nietchze en su Genealogía de la moral, donde hay un deudor y un acreedor. Ese sentimiento de deuda acompaña al melancólico de manera perpetua, y no es una deuda simbólica, como heredamos todos de nuestros padres y la pagamos siempre a medias, responsabilizándonos de la vida regalada. La culpa melancólica es grandilocuente, real, heredada y va en contra de la vida; Para pagar esa deuda, el melancólico se posiciona de forma sacrificial, ofreciendo su propia vida, aniquilándola no solo en forma de acto suicida, que es la expresión más clara. Hay muchas maneras de estar muerto viviendo; anorexias, yonquis, alcohólicos, locos y ese lugar tan familiar de salvador de la familia. Si exploramos con atención, en los genogramas de los pacientes, aparece con cierta frecuencia ese lugar de salvador; el que sostiene todo el peso de las deudas, cargas, traumas y secretos de la historia familiar, aparentemente en un acto de sacrificio, al no poder hacer su vida ni formar su propia familia ni mirar hacia delante. Aparece siempre pegado al sistema familiar, aparentemente sano, pero frágil como el cristal, que se desmorona cuando la piña del sistema familiar se rompe por algún motivo. Otras veces el lugar se ocupa como loco o en forma de desecho, marginado y excluido. El salvador también se desecha cuando se atreve mínimamente a salir de ese lugar asignado inconscientemente por el sistema familiar. Esa deslealtad es imperdonable. Y pagará los platos rotos de los demás miembros. Es interesante pensar que ese lugar es elegido por el propio sujeto, aunque ofrecido por el sistema familiar. Dicho de otro modo; hay una responsabilidad subjetiva en los lugares que ocupamos; el melancólico tiene un vacío, pero es él el que elige hacer lo que le venga en gana con él. Si no nos posicionamos así, pensaremos al paciente como un objeto pasivo a merced de la capacidad salvadora del médico/terapeuta todopoderoso o de la evolución ya determinada previamente por la enfermedad.

El melancólico no es responsable de romper su matrimonio. Es culpable del comienzo de una guerra o del hambre en el mundo. El intenso narcisismo que emana el melancólico se expresa así en esos delirios de culpa observables en la clínica. La culpabilidad necesita una condena o un perdón y ese es otro síntoma de irresponsabilidad, ya que estos dos actos dependen del otro que tiene que cargar con esa responsabilidad. Como dice Lacan «lo que tú haces, sabe lo que eres». La única forma de prevenir la culpa es ser responsable con el otro, pero como hemos visto, el melancólico ya es culpable, y lo tiene que demostrar una y otra vez. La condena o el perdón alivian en parte esta losa perpetua que oprime al melancólico, pero que también endosa a los demás. Porque el melancólico, siempre endeudado, en un afán de dar sacrificialmente, sin que nadie le pida, llena de deudas al otro, que nunca tendrá para pagar lo suficiente.

Las tres generaciones. El gran trauma

Cuando loa abuelos dicen, los nietos deben escuchar atentamente.

Haydeé Faimberg dice y entiende por telescopaje o encaje de las generaciones, la aparición en el curso de la terapia, de un tipo de identificación inconsciente alienante —ya que son solidarias con una historia que pertenece en parte a otro— que condensa tres generaciones (la de los abuelos, padres y la del propio paciente) y que se revela en la transferencia. En el decir del paciente, en realidad quien habla es otro. El paciente está reviviendo, inconscientemente, una historia de otro, algo ajeno y pendiente, porque las dos generaciones anteriores no lo han podido subjetivar. Afirma el autor, que este fenómeno se puede observar bien en psicóticos y en supervivientes de situaciones traumáticas y catastróficas, aludiendo a las consecuencias del nazismo en pacientes de la tercera generación.

Serge Tisseron dice que aquello indecible (los secretos familiares), en una primera generación se transforma en un innombrable en la segunda y en un impensable en la tercera. Aquello que no puede ser nominado por una generación, no puede ser representado verbalmente en las generaciones siguientes imposibilitando el proceso de historización simbólica. Y como sabemos, lo que no se puede pensar, se actúa. El sujeto revive/actúa un vacío, reflejo de los silencios y secretos transmitidos. La transmisión del sentimiento de culpa adquiere aquí un protagonismo indiscutible, manifestándose en la forma más puramente melancólica o en delirio acusatorio de tipo asténico (los antiguos delirios sensitivo-paranoides de Krestmerch)

Cada nación, cada lugar, tiene sus traumas y miserias particulares; en España sucedió algo a la primera generación, nuestros abuelos, que no debemos obviar, negar o silenciar. Parece obligado tener que pasar página de un trauma, aunque éste no se haya tramitado bien. La guerra civil, la larga posguerra y el éxodo rural de los 50, dejó muchos agujeros, silencios y vacíos por el camino. No es difícil pensar los secretos guardados por vergüenza y culpa que puede generar una guerra civil, porque el enemigo, cuanto más cercano, más conecta con algo familiar y propio. Es menos traumático hacer una guerra a distancia que hacerla en casa.

Sergio del Molino describe en su ensayo La España vacía el desprecio, el olvido y el abandono de los pueblos de la España interior, profunda, pobre y yerma y cómo se ha creado un abismo mental entre ese mundo y la gran ciudad. El Gran trauma de los 50, cuando los pueblos de la España interior y pobre —las dos Castillas, Extremadura, Aragón, parte de Andalucía, La Rioja y parte de Galicia— se vaciaron tras el éxodo a las ciudades, provocó una fractura inmensa entre lo rural y lo urbano.

La pérdida de las raíces, la nostalgia del pueblo, la culpa por la partida, la desmemoria que acompañó a nuestros padres y abuelos en la gran migración, en forma de melancolía añorante. Una fractura, en un intento de superar un trauma, pero que cerró en falso la herida. Creímos que alejándonos de lo rural con cierto desprecio y convirtiéndonos en modernos de un plumazo, íbamos a olvidar el trauma de nuestros abuelos y padres. Porque España aún sigue hablando en rural, y no deberíamos sentir vergüenza por ello.

Dice Julio Llamazares:

Porque mi padre tiene algo de hombre triste, de hombre fuera de lugar, de persona con la cabeza en un sitio y el cuerpo en otro […] contempla la ciudad como si fuera forastero a pesar de llevar allí media vida… desde que salió de allí, del pueblo, se sintió extranjero en todos los sitios donde vivió […] nunca volvió a hablar de este valle, ni de su pueblo… recordarlos le producía dolor, de ahí que siempre hablara tan poco […]. Pero le comprendo bien, como comprendo su deseo de querer regresar a su pantano, en las montañas en las que aprendió a vivir, para hablar en silencio con sus recuerdos como seguramente hizo durante años…» (Llamazares, J., 2015; 100).

Dice Sergio Del Molino:

Los españoles crecieron en grandes ciudades, pero en la intimidad, su lengua materna, sus cuentos de noche y las palabras vernáculas que les recordaban a sus abuelas, pertenecen a la España vacía…estaban en la ciudad, pero paseaban por el pueblo. El país puede pasar de ser campesino a ser urbano en dos décadas, pero las personas necesitan varias generaciones para adaptarse. Abandonan el campo, pero el campo persiste en ellos, en sus hijos y en sus nietos. (Del Molino, S., 2016, 79)

La guerra civil y el éxodo a la ciudad fracturó no sólo a la sociedad, fracturó también la memoria, y en cierto modo trastocó la transmisión de la historia familiar entre las generaciones. ¿Cómo? A través de culpas, vergüenzas, silencios, secretos y desmemoria se creó un vacío que se transmitió a hijos y nietos. A veces esos vacíos se pudieron rellenar con algunos mitos.

Continúa Sergio Del Molino:

Conforme pasa el tiempo, los españoles se alejan más y más de sus orígenes rurales y las mitologías familiares que componen esa España vacía mental también se diluyen, pero se hacen más fuertes, porque los mitos son más mitos cuanto más brumosa es la narrativa… la infancia es una patria poderosa, pero la infancia de los padres y de los abuelos lo es mucho más. Como la España vacía no hay indicios de que se vaya a llenar, con la desaparición de miles de pueblos, la mitología se va a robustecer, pero también van a persistir los estigmas del gran trauma [] Hay llaves imaginarias en muchos salones de España. Llaves que siguen pasando de generación en generación, como la conciencia de una fuga. Y los nietos y biznietos miran mapas de regiones devastadas. Distorsionamos los recuerdos para mantenerlos vivos y legarlos a nuestros hijos. Hay un país en España que ya no es, pero a veces parece más fuerte y sólido que el país que es, tan negado así mismo, tan arrugado en sus propias vergüenzas [] son demasiados siglos de mirar al campo con el mismo desprecio y prejuicio, que ha creado esos mitos negativos sobre la España negra y criminal, la España pobre y embrutecida, la España seca y fea y la España reaccionaria. Miradas inspiradas en la heterofobia. Ninguna incluye al otro en la observación, ninguna intenta comprender lo mirado y forman parte del tópico con que los españoles sobreentienden la España vacía (Del Molino, S., 2016, 251, 81).

Pensar que en las zonas rurales el índice de trastornos mentales es mayor que en las ciudades, se puede considerar otro mito. Quizá la manifestación de los trastornos en los pueblos, es más pura, menos envuelta, más terrenal. La melancolía es más desnuda y triste, pero en definitiva todos venimos del pueblo. Nuestros ancestros, nuestra herencia es campestre. En la gran ciudad, la manifestación del vacío adquiere otros aspectos. La gran migración de los campesinos a la ciudad, rodeó a ésta de barrios periféricos. En Madrid, durante los sesenta, setenta y ochenta, se alumbró Vallecas, Móstoles, Leganés y demás barrios sureños de Madrid, el gran pueblo por antonomasia, ya que el verdadero mito creado es la ciudad. Madrid se hizo de múltiples pedazos de patrias pertenecientes a la España vacía. En los ochenta, las calles de Madrid se llenaban de modernos, y un aire de vida se respiró en esa época. Pero también coincidió con el consumo de heroína en España que adquirió tintes de plaga e importancia sanitaria de primer orden. Parte de los hijos y nietos de la gran migración caían en la droga, en el alcohol y otras adicciones, que están en relación directa con las patologías del vacío como las denomina Recalcati, junto con la anorexia y la melancolía. Aquí la sustancia/cosa es contingente; el caso es llenar un vacío melancólico de vino, heroína o comida, da igual. Un yonqui de verdad, un alcohólico fetén, son muertos vivientes. La vida ya ha pasado por ellos lo suficiente y a los treinta ya tienen cincuenta. Es la manifestación de una melancolía nostálgica y culposa que viene de otro lugar, probablemente de los silencios, olvidos y vacíos de generaciones pretéritas.

El vaciamiento de los pueblos, la pérdida de los orígenes y el desarraigo, dejó una marca. Con un añadido; quizá no hubo una verdadera elección cuando nuestros padres y abuelos se fueron del pueblo; quizá la miseria de la posguerra, quizá la vergüenza de mirar al vecino que perdió un familiar por delación, quizá los muertos de la guerra, una inquina, un ajuste de cuentas,… quizá la culpa y la vergüenza empujó a la gente a migrar, la vergüenza de los perdedores y las humillaciones pasadas, la culpa de los vencedores, si los hubo; hay algo que tiene que ver con la pérdida de la dignidad que sucede en lo traumático, como lo es una guerra, cuando sale a relucir una dimensión inquietante, mortífera y miserable del ser que en condiciones normales está muy escondida. Por eso en una guerra, lo primero que se suele perder es la dignidad, para no perder la vida. Esto conecta directamente con la melancolía y su temática de indignidad siempre presente con más o menos intensidad. Cotard, en la descripción de los delirios de negación o nihilistas, siempre terminaba sus casos de melancolía con la referencia a ese sentimiento de indignidad. También la indignidad se pudo transmitir de una generación a otra, como la culpa y la vergüenza. Somos la tercera generación, los nietos de la guerra y la posguerra, y el silencio, la desmemoria y el olvido, desde luego no ha sido el bálsamo cicatrizador de las heridas. Si miramos a la España actual, tenemos muchos datos que corroboran la no tramitación del trauma.

También en lo rural se puede observar con más desnudez la fractura social entre ricos y pobres. En la ciudad están las multinacionales, en el campo, los cortijos. En 1984, ocurrió algo muy singular en el festival de Cannes; se proyectó una película de catetos, como decía su director Mario Camus. Una película discreta y pequeña, que logró arrancar el aplauso unánime del público, en una especie de catarsis emocional colectiva. En la última escena de Los santos inocentes, Azarías ahorca al señorito en un acto de venganza e ira acumulada, tras la muerte de la Milana, cazada por el señorito Iván, frustrado por no haber tenido un buen día de caza. El aplauso en la sala fue unánime. Ese final restablecía la justicia, en una película donde los señoritos y los esclavos vivían con inquietante naturalidad su condición. Unos, la de ricos humillando permanentemente la dignidad de los pobres, y otros dejándose humillar. Paco el bajo, representando la posición del pobre que agacha la cabeza siempre, resignado y triste. Iván, el señorito altivo, triunfador y seductor que azuza el deseo de Paco por ser el elegido, el secretario de caza más eficaz, el mejor perro de presa, que es desechado cuando se lesiona el tobillo. Y Azarías, el verso libre, el retrasado, el sucio y desahuciado, el loco que quizá sin saberlo, en un acto brutal, restituye la dignidad del pobre. El desheredado que no perdona la ofensa ejercida a su objeto de amor tierno que es la Milana. La novela de Delibes retrata la vida de un cortijo extremeño en la década de los sesenta, y cuenta a la vez, una historia universal, mil veces contada, y otra muy singular, muy nuestra, por eso nos toca; porque la vivieron algunos de nuestros abuelos. Por eso la película tuvo tanto éxito sin esperarlo. El melancólico Delibes conocía como nadie ese mundo, ese campo pobre y mísero e indigno. Y una de las formas de restituir la dignidad perdida, es simbolizarla y sublimarla a través del cine y la literatura, contando un cuento con final feliz pero cruel. Ahorcar simbólicamente al señorito significa hacer un poco de justicia social. Lo único que le queda al pobre, es llevar con dignidad su pobreza para quizá poder salir de ella. Igual que el melancólico debe de llevar con dignidad su tristeza y su vergüenza, aunque eso signifique establecer una lucha titánica con la pulsión de muerte. En esa película también había un decir muy familiar. Dice Régula: «a mandar que pa eso estamos».

Si perdemos los orígenes, nos perdemos a nosotros mismos, como le sucede al melancólico, que no tiene historia propia, sino que repite un vacío o la historia trágica de otro. Y es en la recuperación de la memoria, cuando podemos historizarnos, con más sentido si cabe, cuando hay un suceso traumático que ejerce su influjo mortal cuanto más se silencie y oculte. ¿Cómo podemos restituir la memoria y los agujeros vacíos? A través del lenguaje, en el decir, no lo que se dice, sino cómo se dice. En el decir de los ascendientes nos reconocemos, pero a la vez podemos crear algo nuevo con los pedazos y los rotos, podemos llenar el vacío melancólico con palabras tristes, podemos asignar mejor la culpa y también recuperar la dignidad arrebatada.

Dice Sergio del Molino;

 «En el habla de la abuela, los nietos encontrarán una mitología, un origen… con las palabras que ella se crió, las mismas expresiones, los mismos giros, con los cuentos que contaban… lo que queda, lo que se transmite, es ciertamente, un decir [], los nietos, aunque no hayamos huido del pueblo, hemos crecido en las calles imaginarias de muchos de ellos, hemos crecido entre palabras que los abuelos trajeron del campo e incrustaron en las paredes del salón» (Del Molino, S., 2016, 241,244) 

BIBLIOGRAFIA 

  • Camus, M., Los santos inocentes, película, 1984
  • Cotard, J., Delirios melancólicos; negación y enormidad (1880). Madrid, Ergon, 2009.
  • Del Molino, S., La España vacía, Madrid, Turner, 2016.
  • Freud, S., Los que fracasan al triunfar. Delincuentes por sentimiento de culpa (1916). Obras completas, vol. 2, Madrid, Biblioteca nueva, 2012.
  • Kaës, R., Faimberg, H., Transmisión de la vida psíquica entre generaciones. Buenos Aires, Amorrortu, 2006.
  • Kretschmer, E., El delirio sensitivo de referencia, 2000, Ed Triacastela, Madrid.
  • Lacan J., Seminario 7. La ética del psicoanálisis. 1959-1960., Buenos Aires, Paidós, 1988.
  • Llamazares, J., Distintas formas de mirar el agua, Barcelona, Alfaguara, 2015.
  • Nietzche, F., Genealogía de la moral, Madrid, Alianza Editorial, 1996.
  • Recalcati, M., El complejo de Telémaco, Madrid, Anagrama, 2014.
  • Recalcati, M., La clínica del vacío, Madrid, Síntesis, 2008
  • Tisseron, S. y otros, El psiquismo ante la prueba de las generaciones, Buenos Aires, Amorrortu, 1997.