Por José María Álvarez y Kepa Matilla

Siempre la clínica ha gravitado sobre las preguntas fundamentales referidas a los signos y las formaciones sintomáticas: qué, cómo, cuándo, dónde, en qué coyuntura, por qué y para qué. A medida que se siguen estas pesquisas, la objetividad de las manifestaciones clínicas da paso a la subjetividad de las experiencias de cada quien, con lo que se trasciende la fría semiología y se puede tomar el pulso al sujeto que palpita en cada una de ellas. Del mismo modo que estas preguntas hipocráticas iluminan el proceder del clínico, también sirven de guía en la elaboración de una explicación teórica. En lo tocante al delirio, materia sobre la que versan estas consideraciones, nos interesamos en esta ocasión por el qué y el cómo, y de forma tangencial por el por qué y el para qué. Responder a la primera de las cuestiones implica formular una definición del delirio y detallar sus características clínicas, aspectos ambos que contribuyen al diagnóstico. En cambio, aclarar la segunda, el cómo se delira, nos aporta una orientación terapéutica imprescindible.

Una de las indagaciones de Lacan en la primera parte del Seminario Las psicosis se centra, en nuestra opinión, en ese cómo del que aquí tratamos. A través de varios motivos recurrentes, en especial la discusión sobre la definición kraepeliniana de la paranoia y la relación entre el fenómeno elemental y delirio, Lacan reafirma sus ideas originarias sobre este particular: «El delirio no es deducido, reproduce la misma fuerza constituyente, es también un fenómeno elemental. (…) Este resorte de la estructura fue tan profundamente desconocido, que todo el discurso en torno a la paranoia que mencionaba recién lleva las marcas de este desconocimiento» [1]. Esta consideración pone de relieve la oposición frontal que mantuvo con la mayoría de propuestas de los tratadistas de esta materia (Clérambault, Kraepelin, Jaspers, Sérieux y Capgras, Genil-Perrin, entre otros muchos), para quienes el delirio se desarrolla y se deduce, con lo que constituye la amplificación de algo previo, llámese personalidad, carácter o constitución. Como mostraremos enseguida, Lacan tiene sobre este particular un punto de vista muy original al que llega a través de Clérambault y de los fenómenos elementales.

I. Qué es el delirio

La definición y caracterización del delirio, asunto que aquí tratamos a vuelapluma, constituye uno de los grandes focos de debate en psicopatología. Tradicionalmente se ha considerado al delirio como idea errónea aunque cabalmente razonada. A lo largo del siglo XIX, a la falsedad del juicio y a la razón suficiente se añadieron dos características más: la convicción rotunda y la falta de conciencia de enfermedad. De resultas de estas características, el delirio fue paulatinamente asimilado a un falseamiento radical de la realidad. Si desde el punto de vista descriptivo estas características nos aproximan a determinado tipo de experiencias que comparten muchos sujetos psicóticos, hasta Freud —si acaso con la excepción de Heinrich Schüle— jamás ningún estudioso había caído en la cuenta de que el delirio tiene una función de reequilibrio, cosa que por sí sola marca un antes y un después en la historia de la clínica mental.

Como indica el propio término, delirar refiere el hecho de salirse de las vías habituales de la razón humana, es decir, apartarse del surco por el que discurre la recta razón [2]. Pero este alejamiento de la carretera principal no implica la pérdida de la capacidad de razonar. Es más, uno de sus sentidos figurados hace referencia a «estar inspirado» [3].

La concepción moderna del delirio está marcada por la impronta que dejara sobre el particular el filósofo inglés John Locke, para quien la locura no implica una pérdida de la facultad de razonamiento. Al contrario, considera que los locos «habiendo unido algunas ideas erróneamente, las toman por verdaderas; y yerran como los hombres que razonan bien pero que han partido de principios erróneos» [4]. Quiere esto decir que los locos no son idiotas, en la medida en que, aunque asocian ideas falsas y de ellas deduzcan proposiciones erróneas, «argumentan y razonan correctamente a partir de ellas» [5]. Quiere esto decir también que, hasta bien entrado el siglo XIX, la locura era sobre todo un trastorno parcial, es decir, una alteración compatible con la presencia de un sujeto y no mera enfermedad.

A principios del siglo XIX, Esquirol concreta la definición del delirio en los siguientes términos: «un hombre está en estado de delirio cuando sus sensaciones no tienen relación con los objetos exteriores; cuando sus ideas no concuerdan con sus sensaciones; cuando sus juicios y decisiones no guardan proporción con sus ideas; cuando sus ideas, juicios y decisiones son independientes de su voluntad» [6]. Como puede apreciarse, la falta de concordancia es la idea fuerte de esta definición, por lo demás muy similar a la que usara para especificar qué es la alucinación, la famosa percepción sin objeto [7].

Pero en esta concepción del delirio faltaban al menos dos elementos que se revelarán fundamentales en las concreciones posteriores sobre esta materia. Ambas se hallan matizadas en los comentarios de Guislain: «[…] los enajenados delirantes no tienen conciencia de su estado. Consideran sus desvaríos como realidades, y creen en ellos con una entera convicción» [8]. Como habíamos advertido arriba, los elementos esenciales que se añadieron a la definición fueron la «conciencia de su estado» y la «certeza inquebrantable».

Seguramente fue J.-P. Falret quien más y mejor contribuyó a hacer del primero de ellos el ingrediente fundamental del delirio [9]. Con respecto al segundo, las opiniones de los especialistas habrían de volverse unánimes, dando la razón de nuevo Guislain, para quien la certeza constituye el «carácter más notable del delirio» [10]. Tanto es así que, como señalan Targowla y Dublineau a modo de síntesis final, la desaparición de la certeza es el «único criterio de curación» [11].

La certeza, la ignorancia de la propia locura y el falseamiento de la realidad, aun siendo elementos descriptivos que especifican de forma correcta la experiencia delirante, acabarían por tornarse confusos, tanto más cuanto que a partir de ellos se fijó la estrategia terapéutica a seguir. Conforme a dicha estrategia se pretendía, a través de medidas de corte educativo, hacer caer en la cuenta al delirante de la chifladura de su delirio. De la inutilidad de esta tarea nos alerta con claridad meridiana la pregunta sobre el cómo, asunto del que trataremos en el epígrafe final.

II. De vuelta a la recta razón

Una de las nociones más confusas y sin embargo ampliamente utilizadas es la de «conciencia de enfermedad» o «crítica del delirio». Pocas cosas satisfacen tanto al terapeuta como el ambiguo reconocimiento del propio delirio. Que sepamos, el sistema delirante puede hacerse añicos pero la certeza jamás desaparece, salvo, quizás, en algunos casos excepcionales ante la convicción implacable de la muerte inminente. Alentadas por la esperanza de que el delirante reniegue de esa palpable experiencia que considera la «verdadera realidad» y asuma la que el clínico le ofrece, sobreviven hoy día aquellas características clásicas de la idea errónea y la falta de concordancia con la realidad. Tan obtusa concepción deja fuera una amplio campo de experiencia delirantes, en especial aquellas de aspecto más normalizado, discreto y rudimentario, como si no se pudiera delirar a partir de verdades incontrovertibles ni los delirios pudieran coincidir con la realidad. Lo cierto es que de perspectivas como éstas deriva un tipo de tratamiento que pretende extirpar el delirio con la ayuda de buenas razones y la toma de conciencia de enfermedad. Tan ingenuo parecer es compartido por la APA, que define el delirio como una creencia errónea derivada de malas interpretaciones de percepciones o experiencias [12]. Dicho en otros términos, se trata de «una falsa creencia basada en una inferencia incorrecta sobre la realidad externa que se sostiene con firmeza, a pesar de lo que casi todo el mundo cree y a pesar de cuanto constituye una prueba o evidencia incontrovertible y obvia de lo contrario» [13].

Se diga lo que se diga, incluso si es Robert Spitzer quien lo hace [14], todos los argumentos que tratan de apuntalar la falsedad del juicio o lo erróneo de las ideas delirantes chocan contra la evidencia que antaño pusiera de manifiesto François Leuret cuando escribió acerca de la complejidad de detallar las características de la idea delirante: «No me ha sido posible, pese a mis intentos, distinguir por su sola naturaleza una idea loca de una idea razonable. He buscado, tanto en Charenton, como en Bicêtre, o en la Salpêtrière, la idea que podría parecerme más loca; después, cuando la comparaba con bastantes de las que circulan por el mundo, me quedaba sorprendido, casi avergonzado, por no encontrar ninguna diferencia» [15].

No menos espinoso y complejo resulta igualmente el asunto de la verosimilitud o realidad de las ideas delirantes. Como botón de muestra mencionamos tan sólo un trabajo presentado por Jules Falret en la Sociedad Médico-Psicológica, resumido con posterioridad por Antoine Ritti en los Annales [16]. Se destacan allí aquellos casos en que un hecho verdadero o verosímil constituye el punto de partida de las ideas delirantes. Uno de ellos tiene como protagonista a un desdichado que en su juventud había sido objeto de una violencia vergonzosa a manos de un hombre. Pasó 26 años sin darle mayor importancia a lo sucedido. Tomando como motivo los vergonzantes hechos realmente acaecidos, de pronto brotaron las ideas delirantes y las alucinaciones, culminados con un asesinato. Tras el acto, las alucinaciones desaparecieron y el enfermo recuperó aparentemente la razón. Son asimismo destacables los casos de folie a deux, de los que se nos dice que «el delirio tiene siempre algo de verosimilitud» [17]. Parecer enfatizado años después por Freud cuando sostiene, en varios de sus textos, que «en todo delirio se esconde un granito de verdad» [18].

III. Momentos fecundos y Wahnbildungsarbeit

Idea errónea, falsa creencia, distorsión de la realidad y convicción inquebrantable son grosso modo los referentes fenomenológicos que se han usado para describir y definir el delirio. F. Colina, en su ensayo El saber delirante, concede más valor a la omnipotencia, el perjuicio y la autorreferencia [19]. Aunque todos ellos ofrecen un boceto de la experiencia delirante, la convicción o certeza es su rasgo definitorio y connatural [20].

Esa certeza, en nuestra consideración, deriva del propio proceso que le da hechura a la elaboración delirante, esto es, de la iluminación, la revelación, la apofanía o los momentos fecundos. Le llamemos de una u otra forma, este tipo de experiencias cuya quintaesencia es la certeza mantienen una relación con el saber de una densidad que no guarda parangón alguno con las creencias o las opiniones [21]. Desde este punto de vista, todo esfuerzo por hacer entrar en razón al delirante es inútil, como también lo es el empeño en que asuma como enfermedad lo que considera su verdad (delirio).

Desde su tesis de doctorado, contraviniendo las corrientes principales de la psicopatología de su época, Lacan atribuyó una importancia sobresaliente a la noción de desencadenamiento en la psicosis. En apoyo de esta perspectiva discontinua, echó mano de lo que llamó «momentos fecundos» del delirio, es decir, un conjunto de experiencias que sobrevienen por lo general al inicio de la psicosis y que habrán de fecundar con su impronta indeleble la formación delirante. Con ello trata Lacan de aclarar cómo se delira. Su posición al respecto no ofrece dudas: se delira «a oleadas» o «de un sólo golpe» [22]. Al final de su tesis doctoral, al tratar de los fenómenos elementales y especialmente las interpretaciones, escribe: «se presentan en la consciencia con un alcance conviccional inmediato, una significación objetiva de un sólo golpe, o, si permanece subjetiva, un carácter de obsesión. No son nunca el fruto de ninguna deducción “razonante”» [23].

Como se ha dicho, contraria por completo al punto de vista que sostiene que el delirio se deduce o se razona, esta concepción pone el acento en la experiencia de imposición y revelación constitutiva del delirio, de ahí su aplastante poder de convicción. Pues si fuera fruto del razonamiento y la cogitación, si consistiera en una mera deducción, cabría esperar conmoverlo y sojuzgarlo con buenos argumentos.

Ahora bien, que los pilares inamovibles del delirio se construyan a borbotones, mediante revelaciones o momentos fecundos es un hecho perfectamente compatible con el trabajo de elaboración delirante, llamado por Freud Wahnbildungsarbeit. Y este trabajo delirante se lleva a cabo mediante interpretaciones, acompañadas en ocasiones de una delicada labor de razonamiento y reflexión. Según nuestro punto de vista, por tanto, cabrían distinguirse dos mecanismos en la conformación del delirio: por una parte, el momento fecundo, la revelación o la iluminación; por otra, el trabajo de la razón destinado a unir los cabos que aporta, de golpe, la revelación.

Según este parecer, creemos que cuando Lacan considera el delirio como un fenómeno elemental, se está refiriendo a lo que aquí describimos mediante el delirio como revelación, iluminación o intuición. Sin embargo, al quehacer laborioso del delirante no cabría considerarlo un fenómeno elemental ya que es algo propio del razonamiento. Esta diferenciación surge en paralelo a otra también necesaria, la que distingue entre la certeza o el axioma delirante y el sistema delirante. Por eso afirmábamos arriba que los delirios, en tanto sistema delirante y razonante[24], pueden hacerse añicos pero jamás desaparece la certeza o el axioma, pues proviene de la revelación. Quizá esta distinción permita captar con precisión cómo persiste la certeza de Aimée («quieren matar a mi hijo») y cae el sistema delirante que la sostenía hasta poco después del paso al acto.

Notas

1. LACAN, J.: El Seminario. Libro 3: Las psicosis, Barcelona-Buenos Aires, Paidós, 1981, p. 33.
2. ESQUIROL, J.-E.-D.: «Delirio», en PANCKOUCKE, Diccionario de ciencias médicas, t. IX, Madrid, Imprenta de don Mateo Repullés, 1822 [1814], p. 161.
3. LANTÉRI-LAURA, G. y TEVISSEN, R.: «Historique des délires chroniques et de la schizophrénie», Encyclopedie Médico-Chirurgicale, París, Elsevier, 37-281-C-1O (1996), pp. 1-10, p. 1.
4. LOCKE, J.: An essay concerning human understanding, vol. 1, Oxford, Clarendon Press, 1894 [1689], p. 209.
5. Íbid p. 210. Esta consideración prevalecerá a lo largo del siglo XVIII, renovada por el médico escocés William Cullen, y se desarrollará con el alienismo. Véase: W. CULLEN, Elementos de medicina práctica, t. III, Madrid, Benito Cano, 1790, pp. 333-335; F. LEURET, Fragments psychologiques sur la folie, París, Crochard, 1834, p. 4 y ss.
6. ESQUIROL, J.-E.-D.: «Delirio», op. cit., p. 161.
7. ESQUIROL, J.-E.-D.: Des maladies mentales considérées sous le rapport médical, hygiénique et médico-legal, I y II, Baillière, París, 1838, p. 80.
8. GUISLAIN, J.: Lecciones orales sobre las frenopatías, t. 1, Madrid, Imprenta de Enrique Teodoro, 1881 [1852], p. 218. En otro pasaje, Guislain afirma: «[…] una aberración notable de la razón, […] un error en las concepciones, un desorden en las ideas que el paciente no puede ni combatir ni hacer cesar; un estado siempre crónico, en el cual el enfermo considera como realidades los fantasmas de su imaginación» (p. 217). Conforme a estas indicaciones, poco más de medio siglo después Sérieux y Capgras definieron la interpretación delirante como un razonamiento falso que tiene como punto de partida una sensación real (SÉRIEUX, P. Y CAPGRAS, J.: Las locuras razonantes. El delirio de interpretación, Madrid, Ergon-Biblioteca de los Alienistas del Pisuerga, 2008 [1909], p. 4).
9. Al comentar la definición aportada por su maestro Esquirol, J.-P. Falret añade que en ella falta lo fundamental, esto es, «la conciencia de su estado, la cual el enfermo jamás recuperará a no ser que el delirio se interrumpa» (FALRET, J.-P.: Des maladies mentales et des asiles d’aliénés, París, Baillère, 1864, p. 355.
10. GUISLAIN, J.: Lecciones orales sobre las frenopatías, op. cit, p. 218.
11. TARGOWLA, R. y DUBLINEAU, J.: L’intuition délirante, París, Maloine, 1931, p. 262.
12. A.P.A.: Diagnostic and statistical manual of mental disorders, 4ª ed., texto revisado, Washington, D.C., American Psychiatric Association, 2000, p. 299.
13. Íbid p. 821.
14. SPITZER, M.: «On defining delusions», Comprehensive psychiatry, 1990, vol. 31, nº 5, sept/oct., pp. 377-397. 15. LEURET, F., op. cit., p. 41. Leuret se pregunta a continuación: «¿Ocurriría lo mismo con las ideas de los sabios? […]; permítaseme decirlo, pues es cierto: [los sabios] tienen algunas veces ideas locas, tan locas como las de los alienados» (pp. 41-42). Continuando esta argumentación, Jacques Lacan llegó incluso a plantear no ya la rareza, sino la acomodación de las ideas delirantes al discurso de la ciencia: «Creer que la ciencia es verdadera bajo el pretexto de que es transmisible (matemáticamente) es una idea propiamente delirante […]» (LACAN, J.: “Nota italiana”, Uno por uno, 1991 [1974], n.º 17, p. 13). Algo parecido se desprende igualmente de las palabras de Esquirol: «¡Cuantas meditaciones para el filósofo que se aparta del tumulto del mundo suceden en un asilo de alienados! Ahí reencuentra las mismas ideas, los mismos errores, las mismas pasiones, los mismos infortunios» (ESQUIROL, J.-E.-D.: ‘Folie’, en Dictionnaire des Sciences Médicales, Tomo XVI, FIS-FRA, París, Panckoucke, 1816, p. 151).
16. RITTI, A. (1878), «Des délires basés sur des faits vrais ou vraisemblables» (resumen del trabajo presentado por Jules Falret en la Société Médico-Psychologique), Annales médico-psychologiques, 19, pp. 106-110, p 106.
17. Íbid., p. 107.
18. FREUD, S.: El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen, Obras completas, vol. IX, Buenos Aires, Amorrortu, 1986, p. 67). La misma expresión puede encontrarse en Psicopatología de la vida cotidiana, 1901, y en Moisés y la religión monoteísta, 1939.
19. Véase F. COLINA, El saber delirante, Madrid, Síntesis, 2001, pp. 74-75.
20. No entramos aquí a considerar la función del delirio ni tampoco la soledad por excelencia del delirante, dos aspectos imprescindibles. Desarrollos más amplios pueden leerse en: J. M.ª ÁLVAREZ, La invención de las enfermedades mentales, Madrid, Gredos, 2008, pp. 507-570; del mismo autor: «Sobre las relaciones del delirio y el crimen a partir del caso Wagner, de Robert Gaupp», en VV.AA., La sociedad de la vigilancia y sus criminales, Barcelona, Gredos, 2011. K. MATILLA, «Clínica lacaniana de los fenómenos elementales en la paranoia: historia y teoría», Frenia, Vol. VIII-2008, pp. 221-258.
21. En las lenguas romances se difumina la vinculación etimológica entre ‘saber’ y ‘certeza’, mientras que en alemán resulta más evidente: wissen (saber) y Gewissheit (certeza).
22. Son muy pocos los autores que habían incidido en este tipo pormenores. Merece destacarse, entre ellos, a Heinrich Schüle, quien, a propósito de la diferencia entre locura sistemática (Wahnsinn) y la melancolía, escribió: «En que el caso de la locura sistemática (Wahnsinn), el delirio se estableció de golpe (der Wahnsofort schon gegeben ist), aunque al inicio sólo fuera un esquema general de pensar […]» SCHÜLE, H.: Specielle Pathologie und Therapie der Geisteskrankheiten, F.C.W. Vogel, Leipzig, 1886, p. 137.
23. LACAN, J.: De la paranoia en sus relaciones con la personalidad, México DF, Siglo XXI, 1979, P. 313.
24. Sirva de ejemplo sobre este particular Schreber y lo que denomina la «coacción a pensar», las preguntas que se le formulan alucinatoriamente: «Así, por ejemplo, a la pregunta antes planteada se daba esta respuesta: “En el orden cósmico debería ese”, por supuesto (scilicet) pensar”» (SCHREBER, D. P.: Sucesos memorables de un enfermo de los nervios, Madrid, A.E.N., 2003, p. 58). Con el término latino scilicet, Schreber destaca el sentimiento del psicótico de que la única obligación que le incumbe es, por supuesto, la de pensar.

Fuente: Virtualia – Revista digital de la EOL, #26 Junio – 2013