Este texto es un recorte del Capítulo 5 de mi tesis de Doctorado titulada Os escritos fora de si: Joyce, Lacan e a loucura. La primera versión de este recorte fue presentada bajo la forma de una conferencia el 10 de julio del 2000 en una de las «Noches de la Escuela Una» promovidas por la Escuela de la Orientación Lacaniana (EOL), en Buenos Aires. La segunda versión cobra la forma del presente texto, dirigido a la «Colección Diva» y al Jornal da Delegaçao de Santa Catarina da Escola Brasileira de Psicanalise [EBP]. Agradezco a los colegas de la EOL (especialmente a Adriana Abeles, Ricardo Seldes, Silvia Tendlarz y Jorge Banyos Orellana) así como a colegas de la EBP como Marcela Antelo y Liege Goulart, que me estimularon en ese recorrido que va desde la conferencia a la publicación de este escrito.


Mientras la crítica literaria se esfuerza, hasta hoy, en descifrar el texto joyceano, mi tesis es que Lacan prefirió extraer lo que ese texto cifra: la locura de Joyce. Para delinear —e incluso dilucidar— ese enigma, busque recrear los probables rastros que orientaron a Lacan en su formulación, en una especie de re-lectura de los posibles pasajes que el habría señalado, por ejemplo, en la biografía firmada por Ellmann, de la correspondencia escrita y recibida por Joyce, y de los relatos de recuerdos legados por uno de los hermanos y por diversos amigos del escritor. Me permití, entonces, crear un acceso (ficcional) a la biblioteca de Lacan, resaltando lo que podría haberle servido de guía (inclusive documental) para la formulación del enigma sobre la locura de Joyce [1].

La locura de Joyce es un enigma porque en la crítica que tuve oportunidad de investigar, en la célebre biografía que Ellmann dedico a Joyce y, aún en toda una serie de diarios, memorias o ensayos en los cuales su hermano Stanislaus y amigos íntimos buscan evocar los trabajos y los días de este escritor [2], no hay indicaciones, ni afirmaciones precisas, sobre si Joyce habría sufrido algún tipo de locura.

No hay —en los principales relatos extraídos de la vida de Joyce— cualquier pasaje que nos permita constatar un desencadenamiento de la locura. Y como el psicoanálisis de orientación lacaniana nos permite aprehender la existencia de locuras no-desencadenadas, es importante destacar que, al menos en principio, en la inmensa cantidad de datos que se acumuló sobre la vida de Joyce, más allá de no existir cualquier señal de desencadenamiento, las pocas indicaciones relativas a la posible estructura psicótica de Joyce pueden ser apartadas, con mayor o menor intensidad, en nombre de otras justificaciones, diferentes de aquellas atribuibles a la locura de este escritor, y más próximas al rigor con el que un artista trata su obra. Sin embargo, es exactamente al uso joyceano de la obra que Lacan va a recurrir para interrogar sobre la locura del escritor, mostrándonos por qué no hubo desencadenamiento y porque las posibles indicaciones de una estructura psicótica, en Joyce, son de difícil constatación, aun estando presentes.

Destacada por el propio Ellmann, la «tendencia al litigio» que, a veces, movía a Joyce [3] podría, de un modo general, aproximarse a la querulancia, presente en delirios de persecución conectados, predominantemente, «a una ocasión exterior determinada, a un cierto perjuicio real o supuesto» [4] que justificaría la insistencia psicótica en algunas quejas o reivindicaciones. En el caso de la vida de Joyce, los principales «litigios» en los que se vio envuelto tuvieron siempre su obra como causa y, por ese lado, aun cuando fuesen favorecidos por alguna dimensión patológica, no pueden ser disociados de la lucha de un escritor para defender el rigor y la libertad de su creación. Joyce jamás consiguió publicar sus libros sin algún tipo de controversia, de querella o de disputa [5].

Por otro lado, una cierta configuración persecutoria no deja de organizar el célebre exilio de Joyce con relación a Irlanda, su tierra natal, pues el escritor, basándose en algunos acontecimientos relacionados con él o con su obra, mantenía firmemente la creencia de que era «persona non grata» en su propio país. Finalmente, la persistencia y la intensificación de la creencia de que seria agredido en el caso que algún día retornase a Irlanda, pasaron a organizar y a reforzar el exilio de Joyce por el resto de su vida. Estaba tan afectado por esa posición de «perseguido» que, cierta vez, llegó a interpretar que el hecho circunstancial de que su esposa e hijos se vieran involucrados en un ataque durante la Guerra Civil irlandesa había sido no un acontecimiento corriente de un conflicto social, sino algo que estaba «realmente dirigido contra el mismo» [6].

A lo largo de la biografía de Ellmann y de algunas cartas escritas por Joyce, encontramos también pasajes referentes a crisis depresivas vividas con mayor o menor intensidad. Aunque la presencia de la depresión en un sujeto no sea, necesariamente, un indicativo de una estructura psicótica, la locura puede perfectamente en algunos casos, tomar esa forma. Mientras tanto, si nos regimos por los pocos registros que tenemos de las crisis depresivas sufridas por Joyce, verificamos que ellas, tal como la mayoría de los litigios en los que se vio envuelto, estaban relacionadas, casi siempre, con alguna perturbación capaz de amenazar su propia invención como autor.

Los episodios depresivos más intensos coincidieron con las resistencias y reservas suscitadas por la escritura de Finnegans Wake, desde su versión previa titulada Work in progress. Joyce, sintiéndose presionado hasta por su protector y hermano Stanislaus y por amigos fieles como Erza Pound y Harriet Shaw Weaver, va a producir lo que el propio Ellmann llamó «una de las ideas mas extrañas de la historia literaria» [7]: empezó a considerar seriamente la posibilidad de que otro escritor, James Stephens, fuese el encargado de finalizar su libro [8]. Los motivos para esa elección le otorgan aun mas extrañeza: James Stephens es poeta y, así como el propio Joyce, había nacido en Dublín; «JJ y S», o sea, las iniciales presentes, respectivamente, en los nombres de James Joyce y de James Stephens, evocarían la forma como sus patricios coloquialmente designan el whisky irlandés «John Jameson and Son» y compondrían «una sigla encantadora debajo del título» del libro [9], más allá de permitir una combinación entre el nombre propio de Joyce y aquel de Stephen, personaje que rehace un trayecto bastante considerable a lo largo de la escritura joyceana.

A partir de 1932, o sea, después de la muerte del padre —cuyo impacto fue matizado por la alegría del nacimiento de su nieto—, otro factor pasa a conmover radicalmente a Joyce: el desencadenamiento y la progresiva gravedad de la locura de su hija Lucía. El escritor prefería atribuir tal perturbación a la vida nómade y a la variedad de lenguas que el mismo impuso a sus familiares, por haber elegido el exilio y su integra dedicación a la literatura [10]. Joyce prefería decir que su hija era, en verdad, portadora de una increíble «clarividencia» y, mas allá de ofrecer pruebas de ese poder, también lo detectaba en el mismo título de Finnegans Wake que profetizaba el despertar de Finlandia para el mundo y en algunos párrafos del Ulises [11].

En el Seminario titulado «Le sinthome» Lacan menciona ese «diagnóstico» que Joyce dio a su hija, pero prefiere destacar como el propio Joyce está implicado en esa forma de lidiar con la locura de Lucía: «… el le atribuye alguna cosa que está en la prolongación de… su propio síntoma» [12]. Es importante notar que, al referirse a la relación entre Joyce y Lucía, es el término síntoma [symptôme] que Lacan utiliza. No hay, mientras tanto, al contrario de lo que se procesa en varios pasajes y en el propio titulo del Seminario, la convocación de la grafía antigua de ese término, o sea, Lacan no evoca, en ese contexto, el término «sinthoma» [sinthome]: no se trata, aquí, de la ligadura tramada en la obra o, en un contexto más amplio, donde no encontraríamos apenas el trabajo joyceano, no se trata de lo que se depura como lo mas exclusivo, lo mas individual en un síntoma. Es justamente la ausencia de exclusividad que, a mi modo de ver, posibilita la prolongación de un síntoma de alguien en el síntoma del otro. Así, la locura o, joyceanamente hablando, la «clarividencia» de Lucía está en la prolongación de un síntoma que afecta a su padre. Este síntoma de Joyce, según Lacan, es el siguiente: «en relación a la palabra, alguna cosa le era impuesta» [13]. Ahora bien, «no se trata de un síntoma exclusivo de ese escritor» porque la «imposición» de la palabra es, conforme el mismo Lacan nos enseña, un desdoblamiento de la dimensión «parasitaria» propia de la palabra que, como tal, afecta a «todo» ser humano.

A pesar de no ser mencionado por Lacan, me parece decisivo destacar un dato que refuerza esa prolongación que se realiza entre la «clarividencia» atribuida a Lucía y las palabras impuestas a Joyce. Al darle a la hija, como primer nombre, «Lucía», el escritor asociaba su elección a la Santa patrona de la visión —Santa Lucia en italiano (que fue el idioma del cual Joyce derivó el nombre de sus hijos)— Santa Lucia. Así, la «visión» se le impuso a la hija de Joyce desde el nacimiento y, en el auge de su locura, esa imposición le retornara, vehiculada nuevamente por su padre, a través de la atribución que el, tomando en serio lo que ella decía, comenzó a hacerle de una «videncia», cuya claridad no estaba menos inscripta en el nombre elegido para la hija, pues «Lucia», en italiano, se traduce también como «luz». También es notable que la locura de Lucía se vuelve manifiesta y se agrava en el mismo periodo en que la salud de los ojos de Joyce empeora considerablemente y que el se encamina, cada vez más, por ese «libro de la noche» titulado Finnegans Wake.

Todos estos acontecimientos, que giran alrededor del «diagnóstico» joyceano de Lucía, se pueden entrelazar así: un padre tiene su visión y su trabajo invadidos por una niebla espesa, pero consigue vislumbrar su frágil hija, perdida en las manifestaciones no menos oscuras de las palabras impuestas y, para intentar salvarla de la noche de la locura, para intentar redimir su falta en tanto padre, Joyce— al modo de un Orfeo con su Eurídice— recurre a la palabra, cuya dimensión impositiva también lo afecta, pero encontrando resguardo en su obra. Ese padre, consumido por el dolor de Lucía y casi ciego, busca, una vez más, la exactitud fulgurante conquistada en el uso riguroso de la escritura: nombra el estado de su hija con un desdoblamiento del nombre que ya le había dado —«Lucía, la Clarividente»— y esa denominación no deja de ser, también, una apelación frente a la oscuridad que, tal como su obra, «progresivamente» se hace cargo de sus ojos porque, en ese mismo periodo, los problemas de visión de Joyce se agravan a punto de dejarlo prácticamente ciego.

El breve comentario lacaniano sobre el «diagnóstico» conferido a Lucía por Joyce termina sosteniendo que el escritor «testimonia, en ese mismo punto, la carencia del padre» [14]. La no-simbolización de esa carencia, la experiencia real de esa falla es lo que los psicóticos testimonian. Gracias a una biografía relativamente reciente, es posible constatar que John Stanislaus, padre de Joyce, encarnaba una falta frente a su tradición familiar: la descendencia que el genera— contrariamente a lo que ocurrió con sus antepasados— no se concentra mas en un único hijo, cuya exclusividad mantendría intacto un «orgulloso y no común linaje familiar de sucesión de primogénitos hombres» [15]. Finalmente, su primer hijo, a pesar de haber sido un varón, fallece pocos días después de haber nacido y, mas allá, Joyce va a ser no solamente el «segundo» hijo, sino también el mayor de toda una «serie» de hermanos.

En sí misma, esa falta paterna no puede ser tomada como un fundamento para la locura de Joyce. Aun, en su desdoblamiento sobre la estructura de las relaciones entre John Stanislaus y James Joyce, insiste una determinada «ambigüedad», que puede ser un índice del fracaso en la simbolización de lo que Lacan llamo «carencia paterna»: John Stanislaus se rehusaba a sentir culpa por haber quebrado la secuencia familiar que recibió como un legado y, «al mismo tiempo*, trataba a Joyce como el hijo único, aunque el fuese apenas el segundo y el mas viejo sobreviviente entre varios otros que lo sucedieron.

Si John Stanislaus fue quien «quebró la secuencia de la cual la generación de sus ancestrales» tanto se enorgullecía, Joyce será aquel que, a lo largo de su obra, cada vez más intensamente, va a enfrentar y, sobre todo, suplementar la no simbolización de una «carencia*, de un agujero encarnado por el padre. Se trata de un suplemento porque esa obra no se propone como un símbolo que complementaria la falla paterna: ella se teje como un «síntoma» que, teniendo al padre como un pivot, permite a Joyce imponer al mundo su nombre y, así, forjar su propia versión de lo que puede hacer las veces de paternidad [16]. Gillet, a su modo, ya anticipaba la concepción lacaniana de la obra joyceana como un «síntoma suplementario*. Especialmente al afirmar que esa obra ira progresivamente a explorar y renovar «el eterno «misterio» de la Creación, de la Genesis, de la Paternidad» pues Joyce encontraría en ese misterio, «el fondo de todo, el propio «abismo» de la existencia y del destino» [17]. Al desdoblar, en su obra, tal misterio, al servirse de ella para atravesar tal abismo, Joyce descompone, en el ejercicio mismo de la escritura el dominio retórico con el que su padre busco responder a partir de una recusación, la falla encarnada ante la tradición familiar. Afirmaría, por tanto, que Joyce «retoma» y «reconstruye*, de una forma bastante singular, y aun individual, lo que Gillet «lacanianamente» designo como «enigma de la generación y de la transmisión del ser» [18].

Considerando que la simultaneidad de la muerte del padre y el desencadenamiento de la locura de la hija no deja de confrontar a Joyce con lo que Lacan llamó «carencia del padre», me parece interesante evocar parte de una carta que el escritor dirigió a Miss Weaver. Joyce le relata el último pedido que su padre le habría hecho a través de un amigo. Luego de mencionar esa solicitación, el escritor hará referencia al modo en que la voz del padre lo afectaba: «me parece que «su voz*, de algún modo, «entro en mi cuerpo o en mi garganta». Últimamente más que nunca— especialmente cuando suspiro» [19]. La precisión «últimamente más que nunca» reitera la imposición de las palabras que, aun antes de la muerte del padre, ya afectaban al hijo escritor: la muerte vendría apenas a reforzar tal imposición. Por otro lado, considerando el agravamiento de los problemas oculares de Joyce, tal vez no sea excesivo evocar la proximidad fónico-escritural entre sight [«ver», «visar»] y el verbo sigh que Joyce usa para resaltar como la metamorfosis de la voz paterna afecta al hijo, sobre todo, cuando él «suspira».

Así, la muerte de su padre, la pérdida progresiva de su visión y la «clarividencia» atribuida a Lucía van a enfrentar el cuerpo— y no tanto la obra de Joyce— con la dimensión impositiva de esos objetos que Lacan llamo «voz» y «mirada» y que, en una estructura psicótica, pueden comparecer como indices reales y decisivos para la consolidación de un diagnóstico. Es importante aun destacar que Joyce llegó a mencionar efectos corporales menos intensos para Eugene Jolas, como la voz del padre le era impuesta a partir del vacío puesto en evidencia por la muerte de este ultimo: «escucho a mi padre hablando conmigo» [20]. Pocos años después, durante una de las peores crisis de su hija, Joyce presentara lo que el propio Ellmann llamo de «alucinaciones auditivas» [21] y estas van a ceder luego después que acate la recomendación médica de retomar el trabajo con Finnegans Wake [22].

Fue sobre ese su último libro que Joyce, cierta vez, dijo a Mercanton que la locura realizada ahí le traía tantas objeciones porque las personas no estaban de acuerdo con que él hubiese «traducido en impresiones auditivas las imágenes del sueño, que pertenecen a la vista» [23]. En otros términos, en Finnegans Wake, la «locura» fue haber dado voz a lo onírico donde la noche de los neuróticos alucina los secretos que los locos, por su parte, exponen en plena luz del día, o en el caso de Joyce, en el destello blanco de la página. En otro ángulo, el de la «Pasión del Padre*, el parasitismo de la voz de John Stanislaus en la garganta y en el cuerpo del hijo, la irrupción de alucinaciones auditivas durante una de las peores crisis vividas por Lucía hicieron centellear, en el proprio cuerpo de Joyce, la locura, pero, ahora, desatada de los escritos fuera de si que el compusiera.

Sostendría finalmente que, en el ejercicio y en el uso de su escritura, Joyce ata la propia locura enfrentando con rigor y como «poeta de su propio poema», la dimensión real de la palabra impuesta a su vida y a su obra, a su locura y a su literatura. Por lo tanto, junto con el lenguaje, la identidad fonatoria, la diferencia de las lenguas, la psicosis de la hija, la voz y la carencia del padre, lo que Joyce en sus escritos, a modo de una Circe, disuelve y metamorfosea son, también, las marcas de su propia locura. Por eso, sea a partir de lo que nos fue legado por su fraterno guardián, sea en su extensa correspondencia, sea, por fin, en los conmovedores recuerdos que le fueron escritos por su propia iniciativa o por el vacío dejado por su muerte, no encontramos —antes del enigma formulado por Lacan— registros precisos sobre la locura de Joyce.

Contraponiendo la escasez de estos registros a la enorme cantidad de datos que se acumula respecto de Joyce, la cuestión lacaniana sobre la locura del escritor se impone como un «enigma». Finalmente, en la tesitura formada a lo largo de su proceso escritural, a partir de las palabras que le son impuestas, Joyce «localiza» y, como es característico a todo procedimiento enigmático, Joyce también «cifra» el goce que, en los casos como el de su propia hija, invadiendo los cuerpos sin depararse con alguna amarradura, acaba reduciendo el alcance de la transmisión de los escritos fuera de sí y generados en la «extraña» vecindad entre la literatura y la locura.

Notas

[1] Para mayores detalles y una exposición de mayor alcance sobre «La locura de Joyce», cf.: Laia, Sergio, Os escritos fora de si: Joyce, Lacan e a loucura, Tesis de doctorado, Belo Horizonte, Faculdade de Letras da UFMG, 2000, p. 355-373, 249-286. Resalto que, a lo largo de esta tesis o, por un circuito más reducido, aquí en este texto, pude modificar considerablemente mi posición en relación a lo que yo mismo, bajo el título de «O artista e obra: o caso James Joyce*, había escrito y publicado, entre el 19 y el 20 de octubre de 1998 en los números 17, 18 y 19 de Ornicar? digital. Así, el propio avance de mi investigación fue responsable por tal rectificación.

[2] Para una posible localización de estas referencias a la vida y a la obra de Joyce, cf.: Laia, Sergio, Os escritos fora de si…, op. cit., p. 355-373.

[3] Ellmann, Richard, James Joyce (1959), New York, Oxford University Press, 1983, p. 502.

[4] Lacan, Jacques, De la psychose paranoiaque dans ses rapports avec la personnalite (1932), Paris, collection «Points», Seuil, 1980, p. 28. Las referencias psiquiátricas de Lacan para el «delirio de querulancia» son Kraepelin y, también, lo que Serieux y Capgras van a llamar de «delirio de reivindicación».

[5] Ellmann, Richard, James Joyce, op. cit., p. 421-422, 441-443, 497, 502-504, 666-667. Ver también: Beach, Sylvia, Shakespeare and Company (1959), London, Plantin Publisher, 1987, p. 34-76, 84-98, 163-212; Beja, Morris, James Joyce: a literary life, London, Macmillan, 1992, p. 94-95.

[6] Ellmann, Richard,James Joyce, op. cit., p. 535 [subrayados míos].

[7] Ibid., p. 591.

[8] «Carta de James Joyce a Miss Weaver, 20 de mayo de 1927»: cf. Gilbert, Stuart (Ed), Letters of James Joyce, London, Faber and Faber, s.d., p. 253-25. El propio James Stephens, en 1946, evoca el impacto que la propuesta joyceana le causó: Stephens, James, «The James Joyce I knew», en Mikhail, Edward Halim (Ed), James Joyce: interviews and recollections, London, Macmillan, 1990, p. 108-111.

[9]«Carta de James Joyce a Miss Weaver, 20 de mayo de 1927»: cf. Gilbert, Stuart(Ed), Letters of James Joyce, op. cit., p. 253-254.

[10] Cf. Hutchins, Patricia, James Joyce’s world, London, Methuen and Co. Ltd, 1957, p.169; Ellmann, Richard, James Joyce, op. cit., p. 611, 650.

[11] Para la mención a la «clarividencia de Lucía*, cf. Ellmann, Richard,ames Joyce, op. cit., p. 675. Para la «dimensión profetica» de la obra de Joyce, ver p. 677 de esa misma biografía.

[12] Lacan, Jacques, «Le Seminarie, Livre XXIII, Le sinthome» (1975-1976), texto establecido por Jacques-Alain Miller, Ornicar ?, revue du Champ freudien, Paris, n° 8, 1976, p. 17.

[13] Ibid.

[14] Ibid.

[15] Jakson, John Wyse, Costello, Peter, John Stanislaus, Joyce: The voluminous life and genius of James Joyce’s father, New York, St. Martins Press, 1997, p. 113.

[16] Para los esfuerzos de Joyce en hacer con que su nombre se impusiese al mundo, cf.: Laia, Sergio, Os escritos fora de si…, «op. cit., p.111-243. Para mayores detalles de cómo la obra de Joyce hizo las veces de lo que Lacan llama «Nombre del padre», ver, en esa misma tesis, p. 287-337.

[17] Gillet, Louis, Stele pour James Joyce, Marseille, Sagittaire, 1941, p. 153 (subrayados míos).

[18] Ibid., p. 153 (subrayados míos).

[19] «Carta de James Joyce a Harriet Weaver, 22 de julho de 1932 ; cf. Ellmann, Richard, Letters of James Joyce, vol. III, London, Faber and Faber, 1966, p. 250.

[20] Jolas, Eugene, «My friend James Joyce*, in Givens, Seon (Ed), James Joyce: two decades of criticism, New York, Vanguard Press, 1948, p. 9.

[21] Ellmann, Richard,Letters of James Joyce, op. cit., p. 685.

[22] Ibid.

[23] Cf. Mercanton, Jacques, «Les heures de James Joyce»,1967, Avignon, Actes Sud/L,Aire, 1988, p. 54.

Por Sergio Laia
Traductora: Maria Spektor
Revisión: Alicia Calderón de la Barca

Fuente: AMP/WAP— ORNICAR? Digital