III Conversaciones Siso-Villacián
Mesa redonda II

«Y el ser del hombre no solo no puede ser comprendido
sin la locura, sino que no sería el ser del hombre si no
llevase en él la locura como límite de la libertad».
J. Lacan

El caso clínico que aquí presento retrata con cierta nitidez los cami­nos asintóticos por los que comúnmente transitan el discurso psi­quiátrico y la palabra delirante del psicótico. Si bien el primero inter­preta la alienación como una condena derivada de la separación del vínculo con lo social, la palabra del loco demuestra precisamente que el sujeto libre emerge en los límites del lenguaje del Otro, ahí donde lo social falla para nombrarle. Por ello el hombre loco, dice Lacan, representa el verdadero hombre libre, un sujeto cuya estructura pone de manifiesto las fronteras del lenguaje para representar completa­mente al ser y cuyo compromiso surgirá de la voluntad por forjarse una identidad que cicatrice su desnuda existencia. De ahí que la locu­ra, en los límites de su libertad, a veces descubra un mar de calma allí donde antes sólo hubo tormenta. Mientras tanto, el profesional que se ocupa de ésta todavía se debate entre soportar el sin-sentido del enun­ciado delirante o hacer valer la razón de su propia cordura. Así, en ocasiones pareciera que el psicótico se ve confrontado a un aprieto doble frente al cual debe dar cuenta. Primero tratando de inventar una solución que coagule el vacío enigmático tras el desencadenamiento y posteriormente, una vez logrado esto, teniendo que saciar la deman­da de la institución que se ofrece en su auxilio.

«Lo esencial, ¿no es acaso que puedan existir
esquizofrénicos que estén bien de salud?».
J. P. Coudray

Circunstancias del encuentro

Evi es una joven de treinta años a la que tuve oportunidad de atender durante el mes y medio que estuvo internada en la unidad psiquiátri­ca en la que trabajo. Por ello, lo que aquí presentaré no se correspon­de con la descripción longitudinal de una cura sino, más bien, con la enseñanza obtenida como testigo de un saber desplegado en el testi­monio de esta paciente. Ella me hizo partícipe de la solución que había encontrado frente a su vacío en ser y, al mismo tiempo, me reveló dónde debía situarme para no ir en contra de los recursos con los que había logrado un lugar en su existencia.

Tras un largo periodo de tiempo en el que Evi se había mantenido más o menos estabilizada, el reciente fallecimiento de su padre y la posterior intromisión de un tío paterno en su vida acabaron por rom­per el equilibrio excéntrico que había conseguido en la trama de su locura persecutoria.

A pesar de sus controversias delirantes, Evi siempre había vivido con su padre. Incluso, cuando éste enfermó, ella fue quién se hizo cargo de su cuidado y de atender las tareas domésticas. Por ello la muerte del padre supuso para este sujeto la pérdida de todo contacto con ese otro mundo que habitaba en su delirio. Quedó sola en casa y no quiso que ningún familiar fuera a visitarla. Ante esta situación el tío resol­vió tramitar su incapacitación con la idea de que la administración se hiciera cargo de su custodia. Él entendía que, si bien no quería que su familia le atendiera porque no los reconocía como tal, después de diez años de enfermedad Evi no iba a ser capaz de hacerse cargo de sí misma. Más aún, alarmado por la importante delgadez que la con­sumía, el tío puso en marcha la maquinaria que finalmente conduci­ría a la paciente hasta la unidad de psiquiatría, haciéndose constar la situación de desamparo en la que supuestamente se encontraba.

Sorprendentemente, el desconcierto de Evi frente al internamiento fue proporcional a la serenidad y el aplomo que procuró mostrar ante los designios de aquellos que decidieron su hospitalización. No era un sujeto sin recursos. Como más adelante veremos, el lugar de excepción en el que ella misma se había inscrito le reportaba una tranquilidad que expresaba de la siguiente forma: «yo llevo una vida normal… duermo, como y salgo a pasear por el parque». Es más, en realidad Evi no era su verdadero nombre sino el significante que columbraba el éxito de su invención delirante y con el cual se hizo nombrar desde el día en que ingresó. No obstante, aunque ésta ya hubiera puesto en marcha sus estrategias frente al vacío, la notable delgadez que presentaba se hacía eco del estrago por el cual estaba pasando.

Según me informó el tío que la acompañaba, desde que el padre caye­ra enfermo y le hospitalizaran, Evi había empezado a adelgazar de forma muy preocupante. Sin embargo, ésta tenía una idea bien dis­tinta al respecto y yo decidí escucharla antes de contradecirla com­placiendo la demanda del tío quien, intransigentemente, me exigía las llaves y los documentos del piso de su sobrina, so pretexto de forma­lizar los papeles de la incapacitación.

El estrago en la solución

Su historia delirante se remonta diez años atrás cuando, tras el primer ingreso en el hospital, su vida sufrió un giro de ciento ochenta gra­dos. Después de un periodo psicopatológico inaugural, del cual no dispongo de muchas referencias, sobrevino un acontecimiento que marcaría un antes y un después en la historia de este sujeto. Según Evi me informó, un día «normal» que había salido de casa a pasear vio que la luna estaba roja, muy roja, «a punto de morir». A lo lejos descubrió que, desde la antena de TVE, sus antiguos perseguidores habían orientado unas lámparas rojas con la intención de acabar con la luna. Ante esta situación decidió actuar con su influencia de mane­ra que, haciendo unos gestos con la respiración, se acabó convirtien­do en «la persona que salvó la luna». A partir de aquel acontecimien­to su existencia empezó a cobrar una nueva significación y un desti­no futuro que la sostendría al resguardo de la persecución a la que previamente se había visto sometida.

Evi era la única hija de un matrimonio ya entrado en edad. Su madre falleció cuando ella sólo contaba con seis años. El padre, que por entonces trabajaba de bedel en la universidad, decidió enviarla con los tíos y después a un colegio interna, porque no podía hacerse cargo de su cuidado. Estudió varios años en el internado de monjas y, tras volver a la casa del padre, completó dos cursos de bachillerato. Des­pués se inscribió en un título de formación profesional para ser admi­nistrativa. Allí conoció a una joven con quien mantuvo una relación muy estrecha, se pegó a ella hasta tal punto que la siguió a cualquier parte con tal de «no estar sola». Así trabajó para ella en un bar duran­te dos años y la estuvo ayudando en un bingo para no perder su com­pañía, a pesar de que con ello no sacara ningún provecho económico. Sin embargo, este idilio amistoso se vino abajo cuando el otro sexo se interpuso entre la amiga y su interés por estar a su lado.

Algo se rompió en Evi cuando un tercero irrumpió en aquella rela­ción. La amiga se echó un novio y pronto ella quiso hacer lo mismo. Sin embargo, mientras la primera consolidó una relación de pareja ella fracasó estrepitosamente. Todos los chicos la dejaron por otra y con la amiga ya no podía estar porque «¿qué íbamos a hacer los tres?». Entonces la soledad le invadió y pronto sobrevino el desenca­denamiento de su psicosis. Después de diez años poco pudo contar­me de aquél angustiante periodo, no obstante, entre las anotaciones del primer ingreso en el hospital descubrí a un sujeto desorientado y desorganizado, invadido por experiencias corporales de fragmenta­ción e injurias alucinatorias. Evi recordaba haber vivido la experien­cia de que alguien le quería cortar las piernas y quitar los ojos hasta que, posteriormente, pudo localizar a sus perseguidores entre los tra­bajadores de TVE. Finalmente acabó siendo internada en psiquiatría y, tras su salida del hospital, Dios le comunicó un saber que en ade­lante apaciguaría la relación estragante que mantenía con su Otro per­seguidor.

Un tiempo después de que abandonara la unidad de psiquiatría, Evi descubrió que era la única «persona» que habitaba en el planeta. Su conexión con Dios le permitió acceder a un saber sobre su existencia y una misión que la mantendrían en los márgenes de todo lazo social, a la espera de que una nueva sociedad pudiera ser creada. En su desarrollo delirante entendió que el motivo por el cual había sido perseguida radicaba en que todos los demás seres de la tierra eran «cocodrilos con piel de hombre», incluso su padre. En cambio, ella y su verdadera familia procedían de otro mundo, del «espacio», allí donde todos eran «personas». Pasó un tiempo indeterminado hasta que Dios le dio un «hoy» —neologismo— a través de las nubes. En ese momento Evi entendió que en un futuro su marido «Luni» llegaría a la tierra para casarse con ella y crear una nueva sociedad de «personas». La relación con los hombres «cocodrilos» era imposible, «sería algo anti-natural», me dijo. Desde entonces vivía a la espera. Un veintinueve de septiembre indefinido él acabaría viniendo. Evi había salvado a la Luna y pronto su marido «Luni» vendría a salvar la tierra de los «cocodrilos» que le habían hecho sufrir tanto. Ese era su destino. «Él es especial», «es una historia bonita» me declaró.

Sin embargo, las últimas vicisitudes que sacudieron su vida, acabaron por romper el equilibrio pacífico que venía manteniendo con su Otro perseguidor. Tras la enfermedad del padre, unos meses antes de que la internaran, Evi empezó a notar que «los trabajadores de TVE» volvían a hacer de las suyas con su cuerpo. Por las noches le oprimían el pecho y a veces le dejaban sin respiración. También notó que la cara se le ensanchaba cuando comía y por ello comenzó a restringir la ingesta de agua y alimentos, interpretando que le querían envenenar. Si bien entendía que no podía dejar de comer porque moriría, el recurso que encontró para regular el agujero que se abría en el Otro consistía en dosificar la comida que se llevaba a la boca.

Dejó de comprar ciertos alimentos con la idea de que unos estaban más contaminados que otros y finalmente acabó perdiendo mucho peso. Había encontrado una solución que, por contra, situaba lo real de su cuerpo al borde del abismo. Así fue como terminó produciéndose nuestro encuentro.

Su relación con la institución psiquiátrica

Durante el tiempo que estuvo ingresada en psiquiatría, Evi no mostró ningún interés por las personas que allí se encontraban. Todo el día lo pasaba pegada a la ventana mirando las nubes y el movimiento de las ramas de los árboles a la espera de que Dios le informara sobre lo que debía o no hacer. Ella le dirigía una pregunta y éste siempre le res­pondía con un dictamen que cumplía fielmente: le interrogaba «¿debo comer esto?»… y él le contestaba «sí o no, está envenenado». Su actitud impasible y la nula combatividad que mostraba dividieron profundamente al personal de la planta. Tras conocer su historia deli­rante, muchos se plantearon que lo principal era valorar cuales eran sus habilidades y de qué tipo de recursos intelectuales disponía para así empezar a organizar una intervención que la incluyera en un pro­grama re-habilitador. Sin embargo, prestando atención a lo que Evi me iba anticipando, sus recursos ya se habían puesto en marcha, si bien lo principal de éstos consistía en tratar de trazar una distancia frente al Otro que evitara lo insoportable del encuentro con su demanda. Sorprendentemente, y aún me sigo preguntando por qué, algo operó durante el ingreso que le permitió a este sujeto encontrar una solución a la experiencia de goce des-regulado y establecer cier­to lazo con el Otro, eso sí, siempre desde la distancia y siendo ella la que tomaba la iniciativa. En mi opinión, la apuesta fuerte de esta paciente estuvo en poder decir que no a los requerimientos que se le hicieron desde la entrada en escena de su tío.

Si bien algunos no entendían el retraimiento y la falta de interés de aquel sujeto respecto a un vínculo social supuestamente «normal», yo preferí mantenerme al margen y escuchar en el síntoma que la traía —la inanición— una forma de tratar con eso que, tras la muerte del padre y la aparición del tío, se volvía a presentar en el Otro como una demanda insoportable de tramitar. Aunque tuviera una función, esta estrategia ponía en peligro su vida. De entrada el internamiento le sir­vió para pacificar algo de esa nueva inminencia amenazante del Otro. Poco a poco empezó a comer más con la explicación de que Dios le había dicho que allí la comida «no estaba tan envenenada como en su barrio». En realidad me desveló que un pequeño lazo con el Otro era posible. De ahí que, aunque su psiquiatra le diera «caballo» ella no había dejado de asistir a ninguna cita durante los diez años que lle­vaba en tratamiento.

A pesar de que para Evi todos éramos «cocodrilos», varios hechos le permitieron encontrar una solución al problema envenenado de la comida. Como los primeros días en el hospital no disponía de ropa con la que cambiarse, otra paciente de la unidad le regaló una prenda suya. En ese momento le señalé que aquel gesto demostraba que con algunos «cocodrilos» era posible tener una relación amable. Así empezó a pasar a los grupos de terapia de la planta para luego venir a contarme la risa que le producía escuchar las historias locas de otros enfermos. Menudas cosas tenían los cocodrilos, a lo que se sumó la carcajada irónica de «bueno, mi padre era un mono». Ante esto, la única indicación que se me ocurrió hacerle fue «con los animales uno puede llegar a llevarse bien».

Días más tarde le concedí que saliera a pasear por la calle hasta que, finalmente, le dejé que pasara los fines de semana en su casa. Por supuesto, dio muestras de poder manejarse perfectamente con las cosas del hogar —como así verificó una asistente social que le acom­pañó un día a su casa—. Eso sí, en cualquier caso, si en adelante Evi necesitaba algo, ella sería la que pondría en juego su propia deman­da. Por ello rechazó la ingenua invitación que le hice para que su psi­quiatra le visitara en planta y la oportunidad que se le ofreció en la planta para asistir al centro de día de pacientes psiquiátricos. También decidió que su tío no interviniera en nada de lo que a ella le concer­nía, cosa que acepté, no sin ciertas reservas.

Con esto y con todo, tras un mes de internamiento involuntario, este sujeto psicótico encontró una solución al desbarajuste que reciente­mente se le había presentificado bajo el signo del alimento envene­nado por el Otro. A modo de conclusión haré referencia a dos manio­bras que indican esa nueva posición que Evi adoptó frente al desaso­siego que le apremiaba. Un día me informó que había hecho un des­cubrimiento formidable, se había dado cuenta de que algunos ali­mentos ya los podía comer sin reservas. Por otro lado, asombrosa­mente, me hizo una petición que yo nunca habría esperado. Quería que alguien le ayudara con las tareas doméstica y que, al mismo tiem­po, le acompañara por las tardes a pasear por el parque cercano a su casa.

No obstante, las preguntas con las que todavía sigo interrogándome este caso son las siguientes: ¿Qué fue lo que funcionó con este suje­to? ¿Qué nos enseña la presentación de este caso? ¿Cómo tratar con un psicótico para que, sin pretender su curación, evitemos dejarle desarmado de recursos con los que significar el vacío que le habita?

Por Juan de la Peña Esbrí

Fuente: SISO/SAÚDE, Nº 43 – Otoño 2006