Estrategias -Psicoanálisis y Salud mental formula cinco preguntas a cinco notables de diferentes ámbitos y disciplinas.

Bajo el título «El lado oscuro de los ideales» nos proponemos interrogar el alcance del eclipse de la función normativa del Ideal dicho en singular, que redundo en el ocaso más o menos marcado de las diversas figuras de autoridad. En este sentido la llamada «minusvalía del Ideal» que se proyecta en la emergencia de múltiples ideales, produce un escenario en el que toman impulso nuevos lazos horizontales y síntomas originales, fundados tanto en la desconfi anza del significante amo, como en la promoción de un disfrute obligatorio, que inaugura el imperativo de volverse «empresario de sí mismo», tomando la expresión de Michel Foucault.

EL LADO OSCURO DE LOS IDEALES

1. Con la declinación del ideal y a distancia de los últimos prestigios del padre, la emergencia de múltiples ideales hechos a medida pareciera presidir el empuje a que cada uno asuma la tarea de «inventarse», encontrar el modo de darse un ser, sin el apoyo de la tradición una vez evaporada la figura del padre.
¿Qué porvenir vislumbra para una sociedad donde parece imponerse la consigna del ¡Hazlo por ti mismo! propia de algún slogan publicitario?

Inventarse, referido a la condición humana, es una hermosa palabra. Estamos condenados a inventarnos. Con más o menos guías o ideales, el destino de cada uno de nosotros implica ingeniárselas con uno mismo para levantarnos cada día, desear, amar, hablar y todas esas cosas, a sabiendas de que vamos directos a la tumba, aunque no sepamos cuándo. Desde luego, eso obliga a un trabajo de invención permanente. O te inventas o sucumbes. El psicoanálisis ayuda mucho a inventarse. Por lo menos a mí me ayudó a eso.
No soy historiador. Sería una temeridad que me pusiera a opinar de cosas que me exceden y sobre las que no tengo conocimientos más que de oídas. Desconozco cuánto ha cambiado la subjetividad en el pasado siglo o en las últimas décadas. Tengo dudas, incluso, de que se puedan evaluar los cambios con tan poco tiempo de distancia. Por lo general, los historiadores se toman el suyo antes de dar su parecer.
Como psicopatólogo sí puedo opinar. Creo que hay algo nuevo en los últimos doscientos años. Se trata de la aparición de un nuevo tipo de pathos, la esquizofrenia, una forma de locura que pone en primer plano la relación del sujeto con el lenguaje, una relación xenopática, esto es, la experiencia del hombre hablado. Que sepamos, las alucinaciones verbales no se habían descrito con anterioridad al siglo XIX. De hecho, el primero en hablar de voces fue Esquirol. Eso indica que el hombre no sólo usa el lenguaje, indica también que el lenguaje habla en él, que es el lenguaje el que lo usa para hacerse oír. Esto sí es nuevo con respecto a los renacentistas, medievales y antiguos. La inspiración de Lacan está ahí, en ese hombre hablado, en ese ventrílocuo, como lo llamaba Jules Baillarguer al describir las alucinaciones psíquicas.

2. Sigmund Freud había acuñado la fórmula: «Los que fracasan cuando triunfan» para referirse a la circunstancia en la que la felicidad del ideal alcanzado, se veía malograda por la incidencia oscura de una culpa. En la actualidad la presencia de una culpabilidad difusa, se liga más bien a la incapacidad del logro de una felicidad devenida obligatoria.
¿Qué consideración le merece esta paradoja?

Su pregunta es muy ingeniosa y apunta una respuesta que comparto. Hoy día, aunque no sólo hoy día, el sentimiento de culpabilidad puede encontrar un filón en la incapacidad del logro de una felicidad que se ha vuelto obligatoria. Estoy de acuerdo, aunque con ligeros matices.
La culpa no respeta tiempo ni está sujeta épocas. Es un ingrediente esencial de la condición humana. Como escribiera Freud en El malestar en la cultura (1929), la omnipresencia de la culpabilidad, expresada mediante autorreproches, remordimientos y otras manifestaciones sintomáticas, constituye una desgracia interior continua. Esta desdicha adquiere características trágicas en la clínica de la melancolía y la neurosis obsesiva. Freud sabía mucho de estas cosas. Era un genio. Para llegar a captar todos los brillos que tienen sus apreciaciones, hay que tener presente un matiz genuino de la lengua alemana. Se da en ella un íntimo vínculo entre la culpa y la deuda, puesto que el sustantivo Schuld alude tanto a una como a la otra, y el adjetivo schuldig designa tanto al culpable como al deudor. De ahí que el lacerante sentimiento de culpa aluda no sólo a una falta o transgresión, sino también al hecho de fallarle a alguien y de no cumplir con los deberes que se tienen hacia él. Por eso mismo, la culpa impone la obligación de pagar y sufrir las consecuencias.
Los matices del desacuerdo de los que hablaba antes se refieren la obligación de la felicidad. Yo no creo que la gente de la calle sienta el deber de ser feliz, como si eso fuera una máxima. En el mundo que vivimos, creo más bien que estamos atrapados en una vorágine de consumo alimentada por la insatisfacción esencial del deseo. El capitalismo ha dado con el quid del deseo humano, la falta, la insatisfacción, y le ha puesto a su alcance abundantes objetos de consumo para satisfacerlo. Pero lo que ha sucedido es que cuantos más objetos tenemos, más insatisfechos estamos. En esto nos diferenciamos, como la noche y el día, de los antiguos. Tocante a este asunto, vale la pena evocar la anécdota referida por Diógenes Laercio en la figura de Sócrates, cuando, hallándose en el mercado ateniense a la vista de hermosos objetos, masculla para sí mismo: «Cuánto hay que no necesito».

3. Desencanto, aburrimiento, depresión, junto a sus enveses de fanatismos, exitismos y manías generalizadas, son diferentes nombres que asumen en el plano subjetivo la dispersión actual del ideal. En el arco que se dibuja entre el derecho y la obligación, el imperio del disfrute parece confinar en la autoexplotación del sujeto.
¿Qué lectura puede conjeturar del mencionado estado de situación?

La dispersión actual del ideal, de la que usted habla, se observa con todo lujo de detalles en la depresión, para centrarme en algo de lo que puedo opinar con más fundamento. La depresión ha triunfado. Es la única enfermedad que está más o menos bien vista, tanto por los enfermos como por la sociedad. Para hablar con propiedad, me referiré al síndrome depresivo, esto es, a un conjunto de síntomas y signos que suelen aparecen juntos y exteriorizan un trastorno reconocible, si bien pueden formar parte de una o varias enfermedades o estructuras clínicas diferentes. Desde un punto de vista general, llamamos depresiones a un tipo usual de experiencia humana que compromete la falta-en-ser, bien mediante la pérdida de alguien o algo especialmente amado o también a consecuencia del hastío que sobreviene al poseer muchos objetos y comprobar que ninguno satisface. Se traduce en el desfallecimiento del deseo y se experimenta en el dolor de existir, esto es, tristeza, aflicción y sin sentido de la vida.
Desde este punto de vista, se puede añadir que en este mundo capitalista y científico, la depresión destaca por la riqueza que genera a su alrededor. En ese sentido, la depresión es el síntoma y la caricatura de los discursos capitalista y científico: en primer lugar, se crea y amplifica la enfermedad (depresiones infantiles, depresiones sin depresión, etc.); en segundo lugar, se diagnostica al paciente enfermo de depresión mediante criterios (seudocientíficos) internacionales elaborados de acuerdo con los grupos farmacológicos y bajo la presión de la industria; en tercer lugar y conforme a lo anterior, se aplica un tratamiento con psicofármacos, medicamentos que se renuevan de continuo y multiplican su precio. Así enfocada, la depresión confluye con lo que tradicionalmente se ha llamado la histeria. Y confl uyen tanto que, a veces, es difícil de distinguirlas. O, dicho de otro modo, una buena parte de la histeria de siempre se manifiesta hoy día a través de las depresiones. El histérico-deprimido, para decirlo con más propiedad, tiene a gala una singular forma de protesta, una contundente manera de decir «no» a las exigencias del capitalismo y al saber de la ciencia: «Me pides que produzca, que sea feliz y que triunfe, pues no puedo; me pretendes curar, pues no puedes».Como se ve, los tiempos cambian pero la histeria permanece. Es una buena noticia.

4. Inmersos en la ideología de la evaluación, es posible advertir que el crecimiento del registro de datos y la consecuente protocolización de la vida, reducen el hombre al régimen de la cifra. Instalada la alianza entre diferentes programas del Estado, las terapias cognitivo-conductuales (TCC) y el pool de neurociencias se pone en marcha un ideal de homeostasis social que es desmentido a cada momento por un «real» renuente al cálculo, que desafía cualquier ingeniería social.
A su juicio ¿cuál podría ser el modo de refrenar y/o contrarrestar, el avance de esta ideología?

No me gusta la homegeneización ni la protocolización de la vida. Por naturaleza, soy poco amigo de ritualizar la vida. Las obsesiones hay que respetarlas, pero no se pueden imponer como medio de vida saludable. En el fondo, de eso se trata, a gran escala, lo que se ha venido llamando la ideología de la evaluación.
Sobre este particular, yo hago la guerra por mi cuenta. Por ejemplo, suelo hablar, tanto en foros especializados como ante gente corriente, de locura, en lugar de psicosis, esquizofrenia, etc. Los motivos principales son dos. Por una parte, la inercia de la retórica de las enfermedades mentales es tan potente que conviene combatirla rebajando la densidad y el poder de los términos que emplea. En el momento actual, el inicio de numerosos tratamientos pasa por someter a los sujetos a un proceso de centrifugación. Con este movimiento giratorio rápido conseguimos a veces librarlos de todas esas adherencias psiquiátricas y psicológicas que determinan su presente y lastrarán su futuro, encadenados como están al grillete de la salud mental, ese instrumento de control desde donde se gestionan las minusvalías, los informes, las incapacidades, las bajas laborales, los ingresos, los tratamientos involuntarios, etc. Por otra parte, el diagnóstico psiquiátrico tiene hoy día un poderío incalculable. Cuando se pone por escrito y se firma que alguien es un esquizofrénico, un paranoico o un psicótico, ese acto marca inexorablemente su destino y a menudo se lo complica aún más. De ahí que se prefi era el término popular locura, el cual contribuye a mitigar ese determinismo fatal y rebaja la soberbia grandilocuente de la retórica cientificista, además de que con él se recupera y restablece el tradicional binomio que hermanaba a los locos y los cuerdos.

5. Los programas de salud mental construidos en torno a una salud mental idealizada, con aspiración universalista, descansan las más de las veces en una querella de ideales que no siempre armonizan entre sí. Entre el afán libertario y el psicologismo ambiente, de pátina cientificista, el ideal siervo de la sociedad proyecta una sombra que choca con el refugio en la enfermedad, la satisfacción paradójica y hasta ciertos síntomas originales del sujeto, que encarnan una solución más allá del pretendido universal.
¿Cómo concibe este problema desde su disciplina?

La salud mental es una enfermedad en sí misma. Quizá no sea la enfermedad más grave, pero sí es una enfermedad. Los que trabajamos en ella tratamos de aligerar la inercia que aplasta la subjetividad y la diversidad. En muchas ocasiones, lo que podría ser un acicate para que los pacientes que nos visitan se alejaran de sus goces mortíferos y dejaran de fastidiarse la vida, se convierte en un problema añadido: diagnóstico mental, es decir, estigma; politratamiento psicofarmacológico del que no será fácil prescindir; terapia psicológica, a veces destinada al adiestramiento para hacer buenos ciudadanos, etc. En otras muchas ocasiones, en cambio, logramos dar un pequeño empujón a los pacientes y, aunque trastabillen, siguen adelante con sus vidas, mejor de lo que estaban.
Donde sí se aprecian los extremos más saludables y más insalubres de la salud mental es con los locos, tanto con los locos de remate como con los más normalizados. Con ellos, los que trabajamos en salud mental adquirimos un papel esencial, para bien o para mal, pero fundamental. Muchos de ellos nos acompañarán hasta nuestra jubilación. En las condiciones que yo trabajo, en el Hospital Universitario Río Hortega de Valladolid, la atención a los locos y a los grandes trastornados es facilitada por el repertorio de servicios con los que contamos, en especial los centros de salud mental, la unidad de hospitalización, el hospital de día, el centro de intervención comunitaria, la unidad de rehabilitación, etc. Creo que hacemos bastante por nuestros pacientes. No suscribo las críticas generalizadas. Nuestro trabajo es prioritario para muchas de las personas que nos visitan, aunque nuestra posición sea difícil e inestable. De puertas para fuera, estamos al corriente de que los ideales imperantes no siempre armonizan entre sí. Pero con el paciente a solas, las cosas cambian porque estamos en una burbuja ajena al ruido de las épocas, las modas y las teorías. Eso facilita las cosas. Ahí podemos ser clínicos y sustraernos a los compromisos que nos obligan con el bien público. Los psicoanalistas que trabajamos en salud mental, poquísimos en España, hacemos la guerra desde dentro. Es algo que vale la pena.

 

Fuente: Estrategias -Psicoanálisis y Salud Mental – Año IV- Número 5 (2017), pp.18-20.