Por Fernando Colina
Sobre si uno nace o se hace se discute sin cesar. En cambio, sobre si uno se hace pasivamente, al son que van marcando los acontecimientos, o se hace conforme a su propio plan, es cuestión sobre la que se ha dejado de hablar. La idea de construirse según un diseño, de forjarse paso a paso la personalidad y de esculpir la propia estatua, que fueron modelos de conducta durante siglos, se ha difuminado un poco. Y cuando resurge lo hace con torpeza y arrastra un aroma y un soniquete religioso bastante molesto.
Hace tiempo que los ideales sobre el modo de diseñarse han ido languideciendo. El cuidado de uno mismo se ha volcado en el aspecto físico, tanto estético como de salubridad. Hablarle a alguien de que cuide su alma resulta bastante ridículo y, además, ya no existe un lenguaje común para entenderse sobre estos aspectos. Más bien no hay lenguaje. Si uno siente la necesidad, porque le duele el espíritu o se nota víctima de un desequilibrio, prefiere refugiarse en la religión, donde todo se lo dan hecho, o ponerse en manos de un psicólogo, que va a orientarle y a decidir por él.
En la escuela ya sólo se aprenden saberes pero no te enseñan a ser. Hoy en la calle uno aprende lo que quiere tener o a quien le gusta imitar, pero poco que suene a lo que se debería hacer. El concepto de planificarse conforme a un proyecto de dominio de sí, de rectificación de los errores, de presencia de espíritu y de belleza moral, es una tarea lenta que, en este ambiente de prisas, no tiene muchas posibilidades de prosperar.
La vida, es cierto, empuja a cada quien de acá para allá siguiendo el viento fatal de los genes y los azares de la realidad, pero conviene aprender las reglas de navegación y conocer los recursos de la propia nave para no perder el rumbo, para poder identificar los límites y prepararse de continuo a rectificar. Meditar no es recogerse para pensar en Dios, rezar y esperar lo mejor de la Gracia y la Providencia.
¡Qué les aproveche a quienes así lo crean! Meditar, más bien, es repetir una serie de preguntas y avanzar alguna respuesta apropiada sobre qué he hecho, bajo qué ideales, con qué repercusión social, qué secretas intenciones guardo, qué víctimas causé y de qué manera cuido el encanto personal.
Se ha dicho que el siglo pasado fue el siglo de la esquizofrenia. La mente del hombre moderno, que no aguantó más las tensiones crecientes entre el espíritu y la materia, entre la ciencia y la espiritualidad, se rompió en dos, por lo que oyó voces extrañas en su interior y fraguó delirios más veces de lo conveniente. Este siglo que nace anuncia males diferentes. Acaba de empezar y ya se ha profetizado por algunos que las enfermedades mentales va a variar. Los esquizofrénicos lo serán cada menos porque nosotros, que ya nos vamos acostumbrando a la escisión personal, lo seremos cada vez más pero sin llegar del todo a enfermar. Por el contrario, se nos advierte sobre la creciente patología de gentes sin rumbo, de personas que han enfermado porque no saben de dónde vienen ni a dónde van, que han perdido completamente la capacidad de meditar. Son sujetos impetuosos, que se sienten siempre víctimas inocentes y les cuesta entender la palabra responsabilidad, que carecen de recursos para disfrutar del goce de la lentitud y de la lujuria de la austeridad, que siempre eligen mal a los amigos y que no conciben proyectos ni someten el deseo a una dosis dulce de voluntad. A estos males los han llamado “trastornos límites”, porque ni siquiera como diagnóstico se atreven a ocupar un lugar. Viven en las fronteras de todas las enfermedades y están llamados a ser los representantes genuinos del destierro del hombre actual.