VI Jornadas «La Otra Psiquiatría» – La melancolía

Segunda mesa

Escribe Burton en su inclasificable Anatomía (I, 3, p. 379) que «la torre de Babel nunca produjo tanta confusión de len­guas como la variedad de síntomas que produce el caos de los melancólicos». Mientras que Freud, con otro lenguaje muy diferente y varios siglos más tarde, insistió en algo pare­cido: «La melancolía muestra diversas formas clínicas a las que no se ha logrado reducir todavía a una unidad, y entre las cuales hay algunas que recuerdan más las afecciones somáticas que las psicógenas». Si nos dejamos guiar por estas dos muestras, podemos decir que quien quiera definir la melancolía probablemente haya perdido el juicio. Sin embargo, aunque su complejidad nos desborde estamos con­vocados a estas Conversaciones para identificarla y defen­derla frente a un enemigo común.

La melancolía es, junto con la histeria, la enfermedad del alma más antigua que conocemos, pero así como la melan­colía se repite cabezonamente con una sintomatología reco­nocible, bien descrita desde los orígenes de nuestra cultura, la histeria se camufla de continuo bajo nuevos síntomas gra­cias a su plasticidad desbordante, a su mimetismo y a su capacidad para ocupar los espacios no simbolizados de la sociedad. Tan dotada para la simulación se muestra, que hoy se ha disfrazado con ropas invisibles, ha borrado su nombre y ha logrado desaparecer como categoría conceptual. La ciencia, una vez más, ha caído en la trampa y, seducida por sus halagos o contrariada por su adustez, ha extraviado el deseo de verdad de un modo vergonzante. En nuestra disci­plina hoy domina un positivismo activo y encogido que final­mente ha usurpado todos los saberes psicopatológicos y ha alejado entre sí los dominios, antes complementarios, de la naturaleza y la cultura.

La melancolía y la locura fueron sinónimos durante siglos en nuestra civilización occidental. Bajo su nombre se represen­taba cualquier forma de enajenación, pero también se iden­tificaba ese padecimiento específico que Hipócrates definió de un modo sucinto: «Si el miedo y la tristeza se alargan en el tiempo, degeneran en melancolía». De hecho, la melan­colía es la única enfermedad mental cuyo nombre se entron­ca en el lenguaje común. El pasado noble de la melancolía, del que habla Starobinski, da cuenta de este acontecimiento. La melancolía fue la enfermedad del alma por excelencia hasta la época moderna y sigue aspirando a un importante papel en los conflictos de la humanidad. A fin de cuentas, reproduce un malestar donde todos nos reconocemos.

Recordemos que la melancolía fue atacada desde el naci­miento de la psiquiatría. Esquirol intentó enseguida, con audacia neológica, recurrir al nombre de «Lypemanía» para identificar la forma melancólica de sus monomanías. En el Diccionario de ciencias médicas de 1819 se expreso con inútil contundencia: «La palabra melancolía, consagrada en el lenguaje vulgar para expresar el estado de tristeza de algu­nos individuos, debe ser dejada a los moralistas y a los poe­tas que, en su expresión, no están obligados a tanta severidad como los médicos». Es evidente que, sin que se conociera aún el alcance de la medida, estamos ante una declaración de principios de la desvalorización que se avecinaba, pues demuestra con claridad que, más aún que por la amplitud vaga del concepto, lo que molestaba a los neófitos de la nueva ciencia era el origen filosófico o literario de la palabra, dominios de los que ya excluían temerariamente, aunque con menos virulencia que en el presente, la seriedad y el rigor que reconocen en las ciencias positivas pero que exclu­yen de las ciencias humanas.

No obstante, aquí dejamos constancia de la obstinación de la melancolía por permanecer entre nosotros y defender con­tracorriente el lirismo de la tristeza. Es verdad que la melan­colía, con el apoyo de Freud, que fue su valedor a lo largo del siglo XX —siempre el psicoanálisis aparece como contrapun­to y a la vez sostén de la psiquiatría—, ha mostrado enérgica­mente su resistencia y no ha desaparecido hasta fecha muy reciente. Y no lo ha hecho, por supuesto, para la corriente que aún se muestra permeable al psicoanálisis y se deja ins­pirar por la lectura de Freud. Por lo tanto, la pregunta obli­gada para los más optimistas es si este concepto, tan antiguo como nuestra cultura, no reaparecerá una y otra vez, quizá con otro maquillaje pero sin perder intensidad, para mos­trarnos lo que la historia tiene de novedad pero también de repetición trascendental.

Sin duda, hay que desconfiar de una psiquiatría que supri­me la melancolía. Por eso defendemos aquí su causa. Una causa que aprovecha su triple significado. Como etiología, como motivación y como litigio. Como etiología porque dis­cute el origen orgánico de la enfermedad, la reducción de la sustanciosa teoría hipocrática de los humores a la elemental concepción del humor serotoninérgico. Como motivación porque nos anima a apoyar su obstinación por permanecer, aunque sea ahora con la ayuda del psicoanálisis —que se ha convertido en la reserva de la cultura psiquiátrica clásica— o en estos pequeños grupos residuales, como el que constitui­mos los de la Otra Psiquiatría, que propugna su conserva­ción un cuatro de julio cualquiera. Como litigio porque se trata de sostener una cruzada, anacrónica quizá pero rabio­samente actual, contra el positivismo, que quiere desvalori­zarla y condenarla al ostracismo.

El origen del oscurecimiento y exilio de las categorías diag­nosticas tradicionales lo encontramos ya en el trasfondo de las palabras de Esquirol. En la citada frase de 1819 late el afán de cientificidad, la eliminación de los componentes sub­jetivos de la enfermedad y el rechazo de la inspiración histó­rica, filosófica y literaria que identifican a la psiquiatría que podemos llamar, indistintamente, dinámica, hermenéutica o humanista. Lo observamos más concretamente en la histe­ria, que es la encargada por definición de poner en duda el origen físico del síntoma bajo el que se escuda. Es evidente también en la paranoia, donde el inseparable estudio del carácter paranoico añade demasiado condimento subjetivo al plato del delirio, un exceso de comprensión para los aus­teros hábitos científicos. Y sucede en la melancolía, cuya tra­dición humoral es una provocación en toda línea a las aspi­raciones del reduccionismo positivista.

No viene mal recordar aquí alguna de las ventajas del pasa­do. La teoría humoral, que se basaba en el fisicalismo de la discrasia humoral, no era sin embargo una teoría materialis­ta al uso moderno, pues se acompañaba simultáneamente de consideraciones psicológicas, morales, mágicas, teológicas e incluso astrológicas, con las que se entremezclaba de un modo inseparable. Quizá de una forma insólita para nuestra sensibilidad actual, atenta a otras formas de exactitud y a las exigencias del método experimental, pero sin la sencillez algo lerda, cuando no patética, de la psiquiatría actual. No olvidemos que el ánimo triste era entendido desde una pers­pectiva múltiple que mezclaba las cuatro cualidades (seco, húmedo, frío y caliente), los cuatro elementos (agua, aire, tie­rra y fuego), los cuatro humores (sangre, flema, bilis amari­lla y bilis negra), los cuatro temperamentos (sanguíneo, colé­rico, melancólico y flemático), en armonía todos ellos con las cuatro edades de la vida, las cuatro estaciones y los cuatro puntos cardinales.

La noción humoral de la melancolía nos ayuda a entender la permanente polaridad que presentan las manifestaciones de la tristeza. Pues en su discurso convivían una melancolía noble y otra vulgar, una egoísta y otra generosa, una salutí­fera y otra mortífera. El melancólico era dios y demonio a la vez. Representaba la verdad directa y única que compagina­ba con la ironía y el desenmascaramiento de todas las dupli­cidades del mundo. Su gran potencia especulativa, hija de la profunda naturaleza de su padre Saturno, le permitía enten­derla sin dificultad como un trastorno morboso pero tam­bién como un sentimiento noble, una fuente de inspiración y un armonioso acorde de la locura. La bilis negra obligaba al pensamiento a penetrar y explorar el centro de las cosas, pero también lo elevaba a las zonas más altas porque se correspondía con el más lejano y espiritual de los planetas.

Recordemos, como escribía Hálderlin, que «se puede caer en la altura tanto como en el abismo» (Ensayos). A fin de cuentas, cabe decir, como resumen de estas tensiones, que el proceso creador estaba constitutivamente ligado, como el sufrimiento y la angustia, a la dimensión de la nada y la sole­dad, que es el espacio por excelencia de la melancolía.

Así las cosas, la melancolía ha sido desplazada por una nueva categorización de sus manifestaciones: la depresión y el trastorno bipolar. El auge de la depresión, que se remon­ta a los años setenta, siguió la misma estrategia que más tarde prolongó el trastorno bipolar. Para ello comenzó por simplificar el trastorno hasta reducirlo a una descripción sin matices pero con aires de objetividad. Después, siempre que la ocasión lo permite, da falsamente por supuesto que el tras­torno se encuentra perfectamente identificado y que todos coincidimos a la hora de reconocer la esencia y los límites del concepto. Por último, se ensancha todo lo posible la exten­sión real de aplicación, para lo que se agravan artificialmen­te sus manifestaciones más leves y se suavizan las más inten­sas. De esta manera, las barreras entre depresiones mayores y menores desaparecen, del mismo modo que deja de resul­tar pertinente diferenciar entre trastornos bipolares psicóti­cos y neuróticos. Todos se vuelven iguales, lo que autoriza a extender el diagnóstico lo más posible y con ello las posibili­dades de prescripción, que es de lo que finalmente se trata. Basta con añadir a estas condiciones un canto a la adheren­cia al tratamiento, a la necesaria prolongación del mismo con vistas a garantizar el efecto terapéutico, y, si es necesa­rio, defender un tratamiento precoz y preventivo que evite el inicio del proceso, para que de este modo el círculo mortal de la estulticia y el bochorno profesional completen la deca­dencia del estudio psicopatológico.

Recordemos que Freud aún comentaba en Duelo y melancolía que «es también muy notable que jamás se nos ocurra con­siderar el duelo como un estado patológico y someter al suje­to afligido a tratamiento médico». Sin embargo, es evidente que las formas normales de tristeza se han ido borrando poco a poco de la representación social y del discurso médi­co, para ser sustituidas por trastornos depresivos a los que con suma facilidad se califica enseguida de «mayores», se supone que para consolidar mejor su carácter patológico. Al mismo tiempo, los denominados trastornos depresivos lla­mados «menores» o los «breves recidivantes» son desplaza­dos en la clasificación más extendida —DSM— dentro de los «trastornos depresivos no especificados» como formas mar­ginales y, por lo tanto, tácitamente infrecuentes. La posibili­dad, todavía más chocante, de poder especificar un episodio depresivo mayor de «leve», como propone la amenazadora clasificación, resulta aún más reveladora de la intención del clasificador. Este movimiento artificial de agravación se completa con otro paralelo de simplificación, como se cons­tata en la maniobra por la cual la melancolía y las formas psicóticas de depresión se diluyen y quedan incluidas tam­bién en el trastorno depresivo mayor como una simple espe­cificación adicional, bien como criterio de psicosis, en el caso de aparecer ideas delirantes congruentes y alucinacio­nes visuales, o bien como melancolía si la tristeza es cualita­tivamente distinta, hay un empeoramiento matutino y la cul­pabilidad es inapropiada o excesiva. De este modo, la psico­sis se presenta como una simple adjetivación de la depresión, no como algo sustantivo. En cualquier caso, la intención es palpable, confundir los límites de la depresión con la tristeza normal, para ampliar su espectro por arriba, y disolver la depresión propiamente psicótica para que el concepto de depresión mayor alcance también a las zonas más profundas sin perder su unidad diagnóstica.

Recordemos en este sentido un testimonio de la época. En 1966, hace justo ahora poco más de cuarenta arios, Juan JoséLópez Ibor publicó Las neurosis como enfermedades del ánimo. Un libro hondo, elegante, culto, bien escrito, que merece un homenaje —más justificado que la figura del autor— y que debería causar vergüenza a la prosaica psi­quiatría actual, ramplona, comercial e inculta.

Allí, en aquel texto premonitorio, López Ibor defiende una concepción de las neurosis como enfermedades del ánimo cuyo objetivo era muy claro: luchar contra el psicoanálisis y lo que representaba como sostén del concepto de melanco­lía. «Las neurosis, afirmaba con energía antifreudiana, no son, fundamentalmente, conflictos instintivos, sino estados de ánimo patológicos». Esta es la tesis que arguye contra Freud, a quien, en el prólogo, reconoce ser «una auténtico hito en la historia del conocimiento de las neurosis», aña­diendo, con una ambivalencia muy característica, que «lo que ahora se diga, no puede ignorar lo que él dijo y está influido, directa o indirectamente, por él». En realidad, su relación con Freud siempre fue muy obstinada y combativa pero, en el fondo, ambigua. Su primer libro, ya en 1936 (escrito cuando contaba 30 años; vivió de 1906 a 1991) trata sobre lo vivo y lo muerto del psicoanálisis, que después, en 1948, refundiría en el más conocido La agonía del psicoa­nálisis. En él expresó con claridad su sueño de sustituir la psi­codinamia por la timodinamia, no mostrando pudor a la hora de aseverar que «la verdadera psicología profunda es la endotímica».

Pues bien, en Las neurosis como enfermedades del ánimo sostiene lo siguiente: «Cada vez me siento menos inclinado a diagnosti­car una depresión reactiva pura», apuntando de este modo a la biologización paulatina de la tristeza. Algo más adelan­te añadía que «se pueden integrar las depresiones endógenas y reactivas en la misma interpretación, lo cual es posible si se admite el fondo endógeno de todas ellas, como yo propongo, y creo que las terapéuticas actuales lo demuestran clara­mente». Recordemos que acababa de introducirse el Anafranil.

Incluso en un artículo posterior, de 1979, «Equivalentes depresivos», se permite emular a Esquirol y propone un nuevo bautizo de la melancolía: «Las melancolías se llaman hoy depresiones, palabra que resulta menos opresiva y sobrecargada que la de melancolía y que además tiene la ventaja de poder comprender cuadros más leves de la enfer­medad».

Tengamos en cuenta, para completar el paralelismo de su época con la presente, que uno de los ideólogos actuales del trastorno bipolar, Vieta, sostiene alegremente que la fre­cuencia de las depresiones bipolares está subestimada, lo que podemos valorar como colofón de un procedimiento análo­go al que hemos visto para la depresión pero desplazado ahora al trastorno de moda. En efecto, el trastorno bipolar, que se integra en una sola enfermedad sin justificar adecuadamente sus límites, acoge todo tipo de alternancias del humor, desde las oscilaciones que casi responden a una euti­mia a la que no se debería reconocer pretensiones de enfer­medad, hasta llegar a las alternativas propias de la tradicio­nal psicosis maníaco-depresiva. Pero en este caso, como el colectivo promotor del desafuero conoce el espíritu divisor del hombre, al que se pretende calmar para que no dude de su competencia conceptual, establece una subdivisión, en tipos I y II, que no se sabe bien a qué realidad clínica corres­ponde, ni explica las ventajas de semejante separación arbi­traria si no es para camuflar y suplantar la auténtica dife­rencia, la que no se quiere plantear, es decir entre trastorno bipolar neurótico o psicótico.

Ahora bien, el procedimiento tiene sin duda una coartada. Pues, al extender tanto su dominio, se lucha inequívoca­mente contra el estigma, en tanto el trastorno se vuelve tan general que no contamina a nadie con diferencias sociales ni discriminación personal. De este modo, como si el mal de muchos pudiera revertir en consuelo de tontos, la pobreza psicopatológica, derivada de ese continuo que ha olvidado los matices y las diferencias, desemboca en una ventaja inte­gradora y, por supuesto, en un beneficio económico en tanto nos convertimos en potenciales consumidores de píldoras estabilizadoras. Aunque, naturalmente, este beneplácito social supone oscurecer o desplazar la clínica fundada en la sospecha, la misma con que Freud enriqueció la psicopato­logía, para proponernos una clínica fundada en las pruebas y las evidencias. Un ingenuo pero interesado regreso a los ideales de la fenomenología, cuando aspiraba a llegar a una descripción pura que cumpliera con una «vuelta a la reali­dad» inequívoca.

Para defendernos de este maleficio teórico y práctico, que ha hechizado la conciencia de los psiquiatras, venimos a defen­der la melancolía entendida, casi al modo antiguo, como un eje melancólico que recorre todo el espectro psicopatológico. Del mismo modo que la melancolía pre-psiquiátrica era sinónimo de locura y, a la vez, representaba específicamente los momentos tristes de la enajenación, el eje melancólico muestra la tristeza que puede acompañar a cualquier sínto­ma o a la condición humana misma y, simultáneamente, identificarse con las formas de depresión más intensa, tal y como hemos venido reconociendo bajo la denominación de psicosis maníaco-depresiva.

Frente a un modelo rígido, de estructuras clínicas cerradas, alternativas, discretas y excluyentes, se propone este otro, más fluido y líquido, que se independiza de los modelos estructuralistas y tolera tanto compartir lo que tienen de común las estructuras como separar lo que tienen de dife­rente. En suma, ponemos a nuestro alcance una melancolía transestructural y transdiagnóstica que nos provee de una unidad constitutiva y la convierte en el engarce que, prove­niente del fondo de los siglos, une todos nuestros males, aun­que no renuncia a establecer las diferencias correspondien­tes entre estructuras ni desprecia el estudio de los síntomas. Respeta, de este modo, el principio nuclear de la psicopato­logía, que nos propone igualar y diferenciar alternativamen­te, estudiar lo que los casos tienen de semejante y también lo que presentan de diferente.

Cabe esperar de su concepto, así ampliado, que vuelva a permitir la transición antigua desde la melancolía poética y amorosa a la melancolía morbosa, camino que hoy está con­ceptualmente obstruido. Considerada como arquetipo uni­versal del dolor y el sufrimiento, da respuesta al juego conti­nuo de límites y fronteras que se establece entre la locura y la normalidad, construyendo un puente que comunica el extremo más loco del hombre y las afecciones más simples y comunes del alma. Por si fuera poco, del brazo de la melan­colía la tristeza se ofrece bajo una perspectiva moral, no sólo natural como la que hoy impera.

La tristeza, a la postre, es el eco del deseo, su llanto, su sollo­zo. Todo deseo concluye en placer pero también en insatis­facción y pérdida. Observada desde ese ángulo, la tristeza puede entenderse como la respiración del deseo, la expira­ción e inspiración con que alternan la experiencia sucesiva y alternante del placer y el dolor. La melancolía es el centro de gravedad del deseo y sus estrategias. Sin duda, la vida discu­rre como una secuencia de pérdidas y duelos inacabables. Somos melancólicos en cuanto que deseantes, por mortal necesidad. Esta pasión ascética de la melancolía explica la fascinación que ejerce sobre las conciencias con su secreta combinación de placer y sufrimiento. Tentación que los psiquiatras empiezan a olvidar tanto como sus pacientes, con­tribuyendo así con sus discursos a la multiplicación desbor­dante de las depresiones, ejemplo clínico de intolerancia a la tristeza, ese sentimiento sagrado que a veces nos atropella pero que también con frecuencia nos anima. Como si la locura y la tristeza tuvieran razones que la razón médica no comprende. Un mundo sin melancolía, es decir, sin la incli­nación constitutiva de pensar las cosas hasta el final, es un espacio abonado para la emergencia exponencial de las lla­madas depresiones. La depresión se instala entonces como síntoma de la posmodernidad y, según se ha señalado, como cáncer del siglo. Y tras la depresión, siguiendo la tendencia de una degradación permanente de la melancolía, el discur­so medico promociona la serotonina como causa de la enfer­medad, sin darse cuenta del destino irónico que convierte a la discrasia serotoninérgica en una réplica tardía de la dis­crasia humoral, aunque degradada y desprovista de sus conexiones y su grandeza.

La melancolía no es otra cosa que una red mediadora que comunica entre sí el sufrimiento de los hombres. Un mal eterno que se ofrece como matriz de cualquier afección. No ya solo de las que rotulamos como neuróticas, como hemos dicho, en la medida en que, del brazo del deseo, acompañan siempre a la angustia y a todas sus defensas más característi­cas, obsesivas, fóbicas o histéricas. Fijémonos también en que la melancolía recorre y enlaza toda la órbita de las psi­cosis. Bien es verdad que, considerada a este nivel, siempre posee un aire algo descentrado, pues en su forma psicótica, llamémosla o no depresión mayor, trastorno bipolar o, más precisamente, psicosis maníaco-depresiva, da la impresión de ser una invitada intempestiva respecto al resto de las psi­cosis, especialmente si la comparamos con la esquizofrenia, que ejerce de protagonista moderno y principal de la locura. Porque, mientras los síntomas esquizofrénicos cursan con alucinaciones, automatismo y delirio, los melancólicos se muestran demasiado comprensibles para permanecer cómo­damente en el mismo espacio de desvarío. No obstante, la disposición de la melancolía como eje de la psicopatología intenta salvar precisamente ese problema, demostrando su ubicuidad en todos los círculos del malestar. Por ese motivo, no debemos cifrar todo el problema en admitir que a la psi­cosis de la palabra, la esquizofrenia, se opone la psicosis del deseo, la melancolía, en la medida en que una acompaña al desgarramiento y la otra simplemente a la soledad, como si la melancolía no fuera otra cosa que una psicosis más, algo inadaptada a ese ambiente, eso es cierto, pero perfectamen­te identificable y bien diferenciada, sino que también cabe la posibilidad de mostrar la presencia constante de la melanco­lía, bajo cualquiera de sus cualidades y formas, en todas las experiencias psicóticas, ya sean pre-esquizofrénicas, esquizo­afectivas o post-esquizofrénicas. De este modo, la melanco­lía es una psicosis más y, a la vez, el acompañante impres­cindible de todas.

Por Fernando Colina

Fuente: SISO/SAтDE, NЉ 48-49 – Invierno 2009

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