José María Álvarez,
La invención de las enfermedades mentales
Madrid, Gredos 2008
615 pp.
De nuevo, José María Álvarez como autor. En esta ocasión para presentarnos un libro viejo y nuevo a la vez. Viejo porque proviene de su primera incursión de largo aliento en la escritura. Allá por el año 1999 terminó el producto de su pasión: la primera edición de este texto.
Aquello fue producto de su primera locura, que siempre es la locura por excelencia de cada uno, la que nos acompaña toda la vida, la que condensa toda la alienación infantil que nos identifica con su sello familiar y no nos abandona nunca. Locura barcelonesa en su caso, cuando José María Álvarez rebuscó en las bibliotecas catalanas a la caza de los artículos originales de la psiquiatría clásica. Eran los tiempos de una locura inexplicable del autor. Una locura como todas las locuras, pero más extravagante por familiar y cercana. ¿Qué hacía aquel hombre allí, en aquel lugar y en aquel momento? Quizá como Montaigne, su gran ídolo de hoy, sabía de lo que huía pero no lo que buscaba. En cualquier caso, nadie se explica aún cómo un joven proveniente de la campiña leonesa, licenciado y doctorado en Psicología por no se sabe qué razón, se apasionó por los testimonios de la psiquiatría clásica para ordenarlos, clasificarlos y sacar a luz los vínculos secretos que los unían. Esos vínculos que hoy es capaz de diseccionar con tanta habilidad como lo hace, por poner un ejemplo, en el capítulo IV de esta obra (pp. 281-402), cuando nos presenta las cinco versiones del desgarramiento de la identidad, las de Bleuler, Ballet, Chaslin, Clérambault y Freud, ofreciéndonos un ejercicio intelectual sobresaliente, que por sí mismo nos explica lo que abarca, esconde y manifiesta eso que llamamos esquizofrenia. La primera edición de aquel libro tuvo mala suerte, aunque la venta salió adelante. Se publicó en ediciones DOR, en la colección dirigida por Manolo Desviat. José María Álvarez todavía no era un autor conocido en los medios psiquiátricos, a lo que hay que añadir que la editorial quebró poco después.
El libro es nuevo también porque el autor y el texto lo son. José María ya es un autor consagrado que ha pasado por todas las pruebas de fuego profesionales. Alguien que ha alcanzado la madurez (él mismo sendefine como menos recargado, más sencillo y preciso en su disposición) y ha decidido reimprimir de nuevo el texto pero ahora enriquecido en su desarrollo («mejorado, corregido, ampliado y actualizado», según sus palabras), alojado en una editorial de postín y rubricado por un capítulo final que es una auténtica exposición de principios teóricos y clínicos. Quien quiera conocer los fundamentos de un estudio presente de las psicosis deberá empaparse con sus «reflexiones sobre las psicosis a la luz de la clínica y la historia», tal y como las expone en su último capítulo (pp. 505-570).
En las dos ocasiones he tenido el privilegio de ser invitado a prologar el libro, cosa que no me canso de agradecer. En la primera ocasión me pareció que su texto brindaba la oportunidad de ensalzar las relaciones de la clínica con la historia. Pensé que para los estudiosos de la historia aquel libro era un estallido de sencillez, de documentación y de buen sentido que me recordaba el tiempo que los de mi generación habíamos perdido leyendo cosas inútiles, sin maestros, sin formación, siguiendo a quienes confunden la historia con la simple cronología de los hechos. Tiempo malgastado estúpidamente, que no conducía a nada y que tan sólo satisface cuando nos percatamos de que, pese a todo, conseguimos liberarnos de aquella trampa.
Aquí, en cambio, están los conceptos enlazados en su lógica interna, justificados sus límites, su evolución, el perfil de las controversias que ilustran y de las ambiciones personales, profesionales e incluso patrióticas que guían a sus autores. No se contenta con alinear opiniones más o menos eruditas u originales según un orden cronológico, sino que nos enseña el modo como unas ideas vienen determinadas por las anteriores, descubriéndonos la manera como la ciencia psiquiátrica ha tomado posesión de su dominio en un ambiente de confrontaciones y fidelidades entre las distintas escuelas.
Subrayaba yo por entonces que el clínico se limita en general a leer y levantar acta del trabajo de los eruditos, sin sacar provecho de las dificultades historiográficas con las que aquéllos se enfrentan y sin buscar otro objetivo que un elegante barniz bajo el que presentarse bien vestido en su medio profesional. La escuela de la historia les sirve en general para satisfacer una curiosidad auxiliar o mejorar su vitola personal, casi como un lujo superfluo, pero no para aprender de los errores del pasado o inspirarse en sus aciertos. Raramente el clínico encuentra en los conocimientos históricos una plataforma desde la que elevarse para mejorar su ejercicio en la cabecera del psicótico, ni capta en las dificultades y maniobras conceptuales del historiador una fuente crítica inmejorable para su labor. José María Álvarez me parecía, en este sentido, el extremo opuesto. Toda su reflexión despertaba un reflejo directo en la experiencia personal y ayudaba a captar el sentido y el alcance de los síntomas. Junto a la erudición, que tranquilizaba la curiosidad del lector ávido, se palpaba la realidad de la locura que vemos día a día. En especial se asimilaba, como nunca hasta ese momento, el perfil de los diagnósticos, sus contornos y el especial escepticismo con que deben observarse las categorías diagnósticas y las terminologías al uso. A mi juicio, el libro estaba muy por encima, por rigor y categoría, y en especial por su proyección clínica (es, en el fondo, un libro de psicopatología) de los textos que hasta aquel momento me habían servido de referencia: Porter, Lantéri-Laura, Bercherie sobre todo, con sus Fundamentos de la clínica.
Para esta segunda ocasión el tiempo ha pasado y ha corrido a su favor. José María se ha vuelto el abanderado de la otra psiquiatría. Las cosas ya son distintas y más profundas. Ya tiene un marco social donde ubicar su intento de «reanudar el diálogo con el alienado y de pensar de otro modo la locura». En este marco hay que entender el trabajo arqueológico insustituible que nos brinda.
El texto, por otra parte, viene al mundo en un momento muy importante, cuyas características he intentado recoger en el prólogo donde subrayo que la teoría psicopatológica se ha convertido en un campo árido y simplificado hasta límites impensables. Hoy, digo en mi presentación, no comprendemos a los enfermos, ni nos interesa mucho hacerlo, ni desarrollamos los modelos necesarios para conseguirlo. Sabemos asistir a los psicóticos pero no descifrarlos ni tratarlos en su sentido lato de trato más que de tratamiento. En cierto modo, la psiquiatría actual ha renunciado a entender a la gente. Para algunos de nosotros cada vez es más costoso soportar el discurso de la disciplina –nuestro propio discurso–, como si hubiera que dar la razón a Bellow cuando, en Herzog, llama reductores de cabezas a los psiquiatras por su consabida estrechez de miras.
La psiquiatría actual, añado, está dominada por lo que podríamos llamar paradigma de la indicación, que da cuenta con directa exactitud de la pobreza psicopatológica contemporánea. Lo que rige el conocimiento, según este nuevo paradigma, es el ámbito de indicación de los medicamentos y el discurso al que obliga. Bajo esa propuesta, precisamente, se ha ido diluyendo la psicopatología. No sólo seguimos inmersos en el modelo nosológico, mejor o peor disfrazado, sino que, por añadidura, han dejado de interesar las enfermedades precisas. La vaguedad de términos como trastorno o similares es más útil que nunca, pues facilita que el diagnóstico sea lo más impreciso posible, que se extienda a los mayores campos imaginables y que se prolongue en el tiempo todo lo que pueda. De este modo, se amplía la indicación del psicofármaco mientras se tiende conceptualmente a cronificar las enfermedades todo lo que den de sí, logrando que la sintomatología no prescriba y que, al tiempo, no se deje de prescribir. Las estructuras clínicas se estiran como goma de mascar, buscando que el tratamiento dure indefinidamente y alcance al número más amplio de personas. Se entiende, por consiguiente, que los estados límites y el trastorno bipolar sean hoy los principales protagonistas del nuevo paradigma, pues son las afecciones de fundamentos y límites más imprecisos y, por lo tanto, las que mejor colaboran con esta estrategia indicativa. Pero no sólo se estiran las indicaciones hacia adelante sino que también se propone hacerlo hacia atrás. La eclosión de los tratamientos precoces ha permitido adelantar la edad de las prescripciones, tratando de imponer con mil argumentos una suerte de vacunación neuroléptica, que no se sabe si beneficia más al supuesto paciente o a la economía de la empresa que promueve y financia la iniciativa.
Pues bien, en la dirección opuesta a lo que acabo de referir se encaminan los grandes temas de José María Álvarez: el estatuto de la certeza, el axioma delirante, los fenómenos elementales, la discontinuidad, las estabilizaciones, la arquitectura del delirio, la responsabilidad del loco y los polos de la psicosis. Todo ello expuesto en su soberana diacronía, desarrollado con el apoyo de casos relevantes, como Aimée o Wagner, y culminado en ese caso monográfico por excelencia que él llama su Caronte particular (capítulo V), que le conduce en barca a los infiernos de la locura y que a este paso nos conducirá a todos detrás de él; se trata del admirado profesor de psicosis, genio del delirio, magistrado de los Tribunales y autor de unas memorias irrepetibles: Daniel Paul Schreber. A aquel hombre que puso a raya a un Dios sediento de goce que sólo mantenía trato con cadáveres, ha dedicado muchas horas José María hasta urdir este tratado de clínica ateológica que hoy nos admira y nos une a él en una conexión nerviosa que casi es una conjura contra la psiquiatría positivista.
Concluyo estos comentarios citando el párrafo final del libro, que por su concisión y belleza formal me parece el mejor epítome de la obra: «El análisis del delirio nos enseña que detrás de esas ideas, tan raras como amadas, alguien bracea para aferrarse a la vida. ‘Nadie por sí mismo tiene fuerza para salir a flote —escribió Séneca—. Precisa de alguien que le alargue la mano, que le empuje hacia afuera’. Nuestro cometido consiste en tenderle la mano e indicarle la buena dirección adonde dirigir sus esfuerzos» (pp. 569-570).
Así pues, agradezcamos a José María su libro, felicitémonos por su existencia y dediquemos algo de nuestro tiempo a la lectura de La invención de las enfermedades mentales.
Por Fernando Colina
Fuente: Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, vol. XXVIII, núm. 102, 2008, pp. 485-488