Sólo se recuerda lo que tiene la capacidad de sorprender. Es ésta una verdad como un templo encerrada en el templo de la verdad. Una verdad que acomodo, en este caso, a la lectura de un libro reciente, que no nuevo. Un texto que arranca con esta frase lapidaria: «He reunido en este libro una colección de muertos». Y con semejante salida resulta imposible no querer saber qué fin habrá de tener tan mortal carrera.
Al autor lo conocí en persona hace unos meses, aunque él a mí, quizá, no me conozca aún. De fachada quise ver en él un extraño cruce entre Bela Lugosi y Juan Tamariz, el mago. Sin embargo, cuando se lanzó al ruedo de la palabra, en medio de una mesa en la que, a priori, todos lo señalábamos como el convidado de piedra, se nos hizo esa luz que sólo alumbran las mentes preclaras y novedosas, cuando lo son. De repente las palabras tomaron otra dimensión, adquirieron otro tamaño y —casi— se volvieron exactas, que es uno de los síntomas que mejor pregonan la locura. Aquella frase, tomada de un psicótico en plena exégesis de su propia demencia, y escanciada así, en medio de una sala mitad llena, mitad vacía, nos hizo rebullirnos en el asiento: «Me di cuenta de que me estaba volviendo loco el día en el que las palabras se me hicieron exactas». Esa fue la frase que, a pesar de los artículos, nos descubrió de algún modo a Fernando Colina. No es que la frase fuera suya, ni tampoco que él fuera el loco propietario de la misma, pero aquel recuerdo de una de sus innumerables experiencias frente a un portador de la demencia fue el zaguán de un discurso coherente, sensato y, sobre todo, distinto. ¡Pura y plena lucidez!
De locos, dioses, deseos y costumbres se titula la obra que reúne una serie de artículos antologados por el propio Colina. Son recuerdos sorprendentes que semana a semana han ido sustanciando el contenido y el fondo de armario del periódico más provecto de la tierra.
Se trata de una colmena de ensayos en la que uno puede ir libando ideas y pensamientos de alguien que ya ha pensado por nosotros, y que ha sido capaz de ponerle orden y texto al pensamiento de los locos. Bien es cierto que, si hubiera que restarle algún mérito al autor, habría que señalar que lleva veinte años tratando con ellos a diario y dirigiéndoles —eso debe de ayudar algo o bastante—. Y ya se sabe que la paremiología popular, como el diablo, es sabia más por vieja que por popular, y no por nada dirá eso de «dime con quién andas y te diré quién eres».
Un pabellón psiquiátrico es, por definición, una musa perfecta. Colina ha dirigido uno por dos décadas y las secuelas son evidentes, pues que a nadie, hoy por hoy, le daría por escribir ensayos tan certeros y profundos en las páginas de un periódico; salvo a él. Sin embargo, haber vivido el ambiente de un sanatorio mental durante tanto tiempo tiene que dejar, necesariamente, impronta y momio como para escribir no ya ensayos, sino un auténtico novelón. No hay más que hacer un breve repaso de la literatura universal para ver que los manicomios, lazaretos y sanatorios son los escenarios perfectos de obras que casi lo son. Así, por ejemplo: Los renglones torcidos de Dios de Luca de Tena; Pabellón de reposo, de Cela; La montaña mágica, de Mann, o el mismísimo Quijote, que está ambientado en ese gran manicomio que es el mundo. Y esto por no hacer la lista extensa y demencial.
Del libro, si se lee con reposo, se extrae mucha savia nueva, varias frases si no célebres, sí, al menos, celebrables, algunas ideas sorprendentes y unas cuantas certezas, las justas —o, como diría aquel paciente de Colina, las exactas, como las palabras—. De locos, dioses, deseos y costumbres es la obra de un «orate» extremadamente cuerdo; un libro para leer, para recordar y para saber que, en cuestión de locos, ni son todos los que están ni están todos los que son. ¡Bon appétit!
Fuente: ABC