III Conversaciones Siso-Villacián
Presentación
Cuando nos decidimos por el lema Exiliados de la palabra para esta Tercera Conversación Siso-Villacián, tuvimos presente su doble implicación, esto es, la que afecta tanto al loco como a la psiquiatría en su exilio de la palabra. La imagen del exiliado, es decir, la persona que se ha separado de la tierra que le vio nacer, de las gentes con las que creció y, a menudo, de su lengua materna, se presta como pocas para dibujar el drama de los grandes locos y también el vagabundeo que ha emprendido la propia psiquiatría positivista.
Conforme a este parecer, por razones muy distintas, el loco y la psiquiatría coinciden en una renuncia común que les ha llevado a darse la espalda y a emprender caminos asintóticos. Tanto más la psiquiatría se ha dejado arrastrar por los cantos de sirena del cientificismo —exagerada tendencia a conceder valor a las nociones pretendidamente científicas—, tanto más sus progresos y logros la separan de su verdadera esencia. Al renunciar a la palabra y al lenguaje, la psiquiatría reniega también del trato con el loco y elude con arrogancia sus cometidos más humanos. De este modo, entre el loco y la psiquiatría se ha erigido un muro de silencio que aproxima al primero a la demencia y convierte a la segunda en una técnica de la conducta al servicio del buen orden social.
Sin embargo, también el exiliado es alguien que añora lo que perdió, como ilustra James Joyce en su pieza homónima o como leemos en los ensayos de María Zambrano. Desde la soledad a la que obliga la distancia, aunque no sea más que en algunos fugaces instantes, el loco y el psiquiatra evocan con pesar aquellos tiempos en que podían dialogar y formaban pareja. Mas la decisión que mueve al loco a exiliarse del lenguaje, del deseo y del vínculo tiene, no obstante, un fundamento ontológico distinto al que asiste a la psiquiatría y a la psicología positivista.
Es la apuesta por una «defensa radical» —según los términos de Freud— lo que lleva al loco a poner tierra de por medio, errando en pos de una guarida que le permita cobijarse de las inclemencias de lo real. Tras el cataclismo que supone el nacimiento a la locura, el psicótico empaqueta sus escasos enseres y hace apresurado acopio de cuantos cascotes ha podido salvar del ya derrumbado edificio del lenguaje, su morada natural. De dar con la buena fórmula, esos cascotes habrán de proporcionarle los elementos significantes que le servirán para construir su nuevo y solitario refugio delirante. Pero en lugar de salirle al paso, tenderle la mano y brindarle la compañía de la palabra, también el psiquiatra aprieta el paso para alejarse en dirección contraria. De esta manera, esa pareja de la que nos habla la clínica clásica y el psicoanálisis se rompe y se aleja en un horizonte de silencio.
Desde la atalaya erigida sobre los conocimientos de la historia de la clínica, la psicopatología tradicional y el psicoanálisis, me parece columbrar el drama que aflige al alienado y también el trastabillar de esa psiquiatría que reniega, ufana, de cuanto la funda como disciplina. Otra es la psiquiatría que el loco merece, necesita, reclama y tiene derecho a que le asista. Otra psiquiatría y otra psicología clínica que estén a la altura de su cometido; otra clínica, en definitiva, que no se complazca de contar como victoria el adensado silencio que la separa de su pareja natural. Si los progresos de la psiquiatría y la psicología clínica consisten en justificar su dimisión de la palabra, otra teoría y otra práctica es la que juzgamos lícito reivindicar a fin de reunirnos, finalmente, con nuestro silenciado compañero del alma.
Tales son los presupuestos que nos reúnen a los aquí presentes. Es una lucha digna, legítima y hermosa. Y por hermosa, legítima y digna, también es verdadera. Justo me perece que los empeños que nos animan alcancen a resonar en muchos de nuestros descontentos colegas. De nuestro buen hacer y del cabal fundamento de nuestro discurso dependerá que muchos exiliados de la palabra, sean locos, psiquiatras o las dos cosas, encuentren una mano que los socorra y una palabra que aligere su fatalidad.
Por José María Álvarez
Fuente: SISO/SAÚDE, Nº 43 – Otoño 2006