Con un título al que bastan apenas tres palabras para llevar la contraria a la mayoría de los tecnólogos de la razón, a todos sus tecnócratas y a una buena parte del sentir popular, vuelve a la escena editorial Fernando Colina, autor frecuente en las páginas de esta revista desde su época fundacional. A partir de entonces, el nombre de Colina se ha ido afianzando como un significante —juguemos a decir— que remite a cuatro significados: una especial manera de leer y escribir, una especial manera de trabajar, una especial manera de enseñar, y, para quienes le conocemos de cerca, una especial manera de ser. Admítaseme esta diferenciación more didactico, pues difícilmente pueden ir unas cosas separadas de otras en un psiquiatra que no se hurta ni de la clínica, ni de la reflexión, ni de la comunicación de su pensamiento.

La obra que Colina ha ido destilando cuidadosamente a lo largo de los últimos veinte años ha cristalizado en una psicopatología renovada, articulada sobre una fina asimilación de los clásicos de la psiquiatría, del corpus freudiano y de la producción psicoanalítica posterior, en especial –pero no «religiosamente»– de la enseñanza de Lacan. Y no son esas sus únicas fuentes. Títulos como «La elaboración científica» (en González de Chávez, M., coord.: La transformación de la Asistencia Psiquiátrica. Madrid, AEN, 1980), «Foucault o el método invisible» (Revista de la AEN, 1984) o Cinismo, discreción y desconfianza (Valladolid, Junta de Castilla y León, 1991), manifestaron una posición epistemológica previa y paralela que, desde lo más actual (Popper, Gadamer, Foucault, Derrida), recuperaba para la psiquiatría una nutrida lista de aquellos pensadores y literatos que se interesaron por lo más humano de lo humano, en especial los que se empeñaron en ver a los hombres –cuerdos y locos– como son y no como deberían ser (los cínicos griegos, Séneca, Cicerón, Montaigne, Nietzsche; y, en lo literario, la larga lista de escritores comentados por Colina en «Márgenes de la psiquiatría»). Hijos de tales fusiones, desde 1981 fueron apareciendo en esta revista «Del amor y otras psicosis», «Juegos psicóticos», «Diez tesis sobre el saber delirante», «Vosotros pensaréis como yo», «Con Burton: tristeza voluntaria e involuntaria», «Paranoia y amistad», «El poder y las psicosis» y «Esquizofrenia amorosa».

El libro que comentamos, El saber delirante, es en cierto modo una revisión sistematizada y un compendio de las ideas desarrolladas en los trabajos mencionados y en media docena de seminarios dictados en Valladolid. Su cañamazo lo constituyen tres ejes que el autor explicita desde el capítulo introductorio: 1) el síntoma como creación subjetiva, en su doble vertiente de defensa y doloroso goce; 2) el lenguaje, no sólo como instrumento sino más bien como medio al que se nace, que nos precede y conforma, condicionante de una siempre desmochada comunicación con los demás y con el otro interior con quien compartimos nuestra escisión estructural; y 3) la historia, no en su estaticismo positivista sino como historia de las mentalidades del enloquecer, historia de la subjetividad y del deseo. A lo largo de sus veintiún capítulos, la mayoría inaugurados con preguntas de apariencia a veces venenosamente inocente («¿Podemos definir el delirio?», «¿Hay automatismo carnal?», «¿Es delirio la alucinación?», «¿Es lógico el delirio?», «¿Está escrito el delirio?»), queda balizado de un modo tan inteligente como eficaz el mapa siempre inconcluso de las psicosis.

Todo mapa es potencialmente un campo de batalla. El que traza Colina es la palestra en la que llevan combatiendo más de doscientos años los Psychiker y los Somatiker, y huelga decir que el autor opta por el bando que no se ha «desentendido de estudiar uno de los contenidos medulares de la disciplina: los fundamentos para conocer, escuchar y hablar con el delirante, encrucijada de la clínica donde nos corresponde perfeccionar el trato con el psicótico. Menester éste subestimado del trato que constituye la raíz central del tratamiento y su condición preliminar». Hay por un lado una «psiquiatría impersonal», que se cree científica aunque ignore muchas veces los humildes y limitados fundamentos de la ciencia, que sólo se interesa por catalogar y prescribir (quizá, en el fondo, más por lo segundo), que se refugia ansiosamente en el instrumental de una presunta objetivación; frente a ella, hay otra psiquiatría del sujeto, quizá la «psiquiatría romántica» de la que hablaba Colina en distinta ocasión («Locura e Historia», prólogo a F. Colina yJ. Mª Álvarez, eds., El delirio en la clínica francesa, Madrid, Dorsa, 1994), una praxis que no se deja reducir a los avances de las neurociencias, que se ocupa de aprovechar la subjetividad del clínico como herramienta útil procurándole una formación rigurosa de su saber hacer y de su saber estar ante la subjetividad del paciente, «aspirando con nuestro saber a hacernos entender por el suyo, sin tropezar de continuo con la formulación delirante en la que permanece cautivo». «Háblales de lo que tú solo has visto», tal era el consejo que el sabio cuentacuentos Gobinda daba a un joven Rudyard Kipling, y que éste supo escuchar pues ya intuía que lo interesante siempre tiene que ver con la vida, la muerte, el ser hombre o mujer, el amor o el destino; o sea, lo interesante aparece cuando «sólo hablamos de nosotros mismos», pero entonces el hablante debe ser de una especial y rara calidad.

Esa es la carencia estructural del Leviatán unificador que está apisonando a la psicopatología actual hasta reducirla al estado lamentable que hace clamar al autor. Afortunadamente, su combativo malestar se ha plasmado en este libro. Sin duda facilitará la difusión de El saber delirante, además, el que esta vez Colina haya empleado un estilo más ligero que el de alguno de sus escritos anteriores, aun a riesgo de que algunos lectores no perciban tras su aparente y serena sencillez el esfuerzo y la enseñanza del camino que hay que recorrer para escribir un libro así, un libro de recopilación y reflexión que, más que resumir, condensa los saberes y actitudes que nuclean y legitiman el ser psicopatólogo, partiendo inexcusablemente de un profundo respeto por el sujeto enloquecido. Quizá como decía Pontalis de Harold Searles, «loco por la locura, pero sin perderse en ella ni glorificarla», Colina ha sabido encerrar en esta breve monografía toda una tesis sobre las psicosis que nadie se debería perder.

Por Ramón Esteban Arnáiz

Fuente: Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, vol. XXII, núm. 82, junio, 2002, pp. 131-133