Sérgio Laia, psicoanalista miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis y profesor de la Universidad FUMEC en Brasil, investiga los destinos que se impusieron a la obra de Joyce en los cinco capítulos que componen Los escritos fuera de sí.
En el primero, «La hechura de una doblez», el autor sitúa la obra de Joyce en el panorama de la literatura universal, advirtiendo —de acuerdo con Foucault— que la obra joyciana surge en un momento concreto y que la locura irrumpe en el mundo de la creación. Tal sucede a finales del siglo XIX, en un período en donde la confluencia entre literatura y locura se imponen al cuerpo del mundo. Así, Artaud, Van Gogh, Nietzsche y Roussel construyen su obra poniendo de manifiesto un agujero en el campo del lenguaje, precisamente cuando la palabra del loco estaba siendo retenida hasta el punto de alcanzar su más patético aislamiento bajo la forma de enfermedad mental.
Joyce descubre una forma de luchar con las palabras, diferente al uso tradicional, despojando de sentido al lenguaje hasta encontrar la materia corporificada en el sonido de las palabras. Éstas —con su forma tradicional violada— adquieren en la obra joyciana cuerpo en el escrito, y lanzándolas fuera de sí se muestran, a sí mismas, como portadoras de un goce, de una satisfacción localizable en la propia trama de la escritura. A este respecto, Sérgio Laia puntualiza que las palabras «tramadas» por Joyce están dispuestas de forma que producen un agujero en nuestro saber, en nuestra manera de luchar y leer el texto. De esta manera, en Joyce el verdadero héroe, el que toma cuerpo en el texto, no es sólo un personaje, sino la palabra.
En «Vida y obra», título del segundo capítulo, señala el autor que escribir es para Joyce dar vida a las palabras: Joyce le da un cuerpo de un modo análogo y al mismo tiempo subversivo con relación a los escritores que crean personajes y narraciones. Y siguiendo aquí a Barthes, considera que en los textos de Joyce el escritor no se coloca como un supuesto propietario del lenguaje, alguien que domina las palabras para decir, a través de ellas, lo que entiende, o lo que está descrito por cierto ideal de belleza, de buen gusto e incluso de encadenamiento de la narrativa. En este sentido, Sérgio Laia se enfrenta al desafío de investigar los entrelazamientos de la locura y de la literatura en Joyce. Renuncia para ello a la asociación entre vida y obra, señalando de acuerdo con Lacan que Joyce goza de su obra, pues el autor hace un uso muy especial de su propia creación, uso que escapa a toda concepción psicológica. Se trata, por tanto, de analizar la obra como un campo de goce al que el autor intenta amarrar la trama de su vida. Esta es la única vía para poder sostener que en la literatura —especialmente desde finales del siglo XIX, cuando ésta se aproxima a la trama que el lenguaje toma en la locura— los escritores y, de un modo general, también los artistas —locos o no— ceden su iniciativa a lo que se les impone del lenguaje. El peso de las cosas pasa a hospedarse en el cuerpo mismo de las palabras.
Los aspectos que acaban de apuntarse son ampliamente investigados en el siguiente capítulo, titulado «La tesitura de las palabras impuestas a Joyce». La palabra «tesitura» fue elegida expresamente por el autor —no le parecía adecuada «textura»— por tratarse de un término utilizado en el campo de la música, destacando así el interés de Joyce por el «sonido» de su escritura. Laia rastrea en este capítulo la escritura de Joyce, su obra y su arte, para mostrar cómo se va transformando el lenguaje, desde Stephen Hero a Finnegans Wake, en un torrente, en una corriente de palabras, letras y agujeros que permiten despojar al lenguaje de sentido y hacer entrar en el texto la voz y la mirada. Stephen Dedalus es el personaje a través del cual Joyce «trata de descifrar su propio enigma», como señaló Lacan, para quien Joyce encarna el síntoma, que es lo contrario de significantizarlo. Los argumentos hilvanados por Lacan en «Joyce el síntoma» muestran la relación pura que cada uno mantiene con la lengua, lo que supone para todo el mundo un traumatismo particular: el sonido de la lengua nunca es armónico, adaptado a la persona; de eso uno no puede curarse. La lengua hace del ser que la habita y que la habla un enfermo, un discapacitado; lo único que está permitido hacer con ese traumatismo es una obra.
Joyce parece buscar lo que Lacan denominó lalengua, es decir, esa dimensión ajena a todo proceso dialogístico o comunicacional, caracterizada por un fuerte flujo de malentendidos, de juegos de palabras, de juegos homófonos. La concepción lacaniana de lalengua tiene mucho que ver con el work in progress de los escritos joycianos y con los titubeos y balbuceos infantiles, porque en ella los sentidos se cruzan y se multiplican sobre los sonidos y sobre la lengua propiamente dicha, dando lugar a un proceso de descomposición fonética y de invención de palabras, a una dimensión del goce en el uso convencional del lenguaje.
En este capítulo el autor muestra cómo la obra de Joyce es la respuesta en forma de suplencia ante una carencia del padre. Este aspecto puede advertirse ya desde las epifanías, escritos que según Lacan anudan inconsciente y real como respuesta a un desamarre: el desprendimiento de la relación imaginaria evidenciado en la metáfora de la paliza que sufrió Stephen a manos de sus compañeros de colegio.
Si el inconsciente siempre supone un saber, un saber hablado, ese saber se manifiesta al sujeto como extraño, incluso como desconocido. El inconsciente se manifiesta como un saber cifrado para quien está sujeto a sus efectos y el psicoanálisis se ofrece a resolverlos a partir del sentido. La obra de Joyce, sin embargo, supone una frontal objeción a esta dimensión del sentido. Si la epifanía enlaza lo real y lo inconsciente, tal aclara Sérgio Laia, la falta puede ser reparada. Pero eso no implica la supresión de la falta, razón por la cual la reparación impone un enigma, una opacidad que siempre permanece.
El nudo, en el seminario Le Sympthôme, es una escritura que no debe nada a la conexión entre significante y significado. Por esa razón afirma Lacan que el nudo cambia completamente el sentido de la escritura. El nudo separa la escritura de la palabra.
Al vaciar el campo de la representación, al escapar de la figuración imaginaria de una narrativa, al tomar por materia las palabras y no tanto el enredo ni la composición de personajes, y, por fin, al componer una trama que hace valer la satisfacción y el goce ya incrustados en el propio nombre de su autor, la obra de Joyce fue analizada por Lacan como un síntoma, capaz de representar lo más singular del síntoma (en el libro hay un error tipográfico cuando dice «capaz de representarlo», lo que permite un equívoco sobre quién es representado).
Por consiguiente, Lacan considera al síntoma en la dimensión de la nominación («nombramiento» dice en el texto) y concibe la obra del artista como nombre propio. Si el autor puede hacer de la obra un nombre, «yo afirmaría —escribe Sérgio Laia—, a partir de la enseñanza de Lacan, que la obra puede ser tramada como otro nombre propio del autor», una especie singular del síntoma que como tal es anulación del símbolo y al mismo tiempo una creación a partir de una falta relativa al registro de lo simbólico. De esta forma Joyce acaba por convertirse en una referencia fundamental para abordar a Joyce «como un desabonado del inconsciente».
¿Joyce está loco? es la pregunta que entreteje los argumentos del capítulo cuarto («La locura de Joyce»). Es también la pregunta que Lacan se plantea en el Seminario XXIII, la cual debe ser leída —según Laia— como un enigma. Según Lacan, Joyce es un desabonado del inconsciente… aunque jugando sólo con el lenguaje. Y aunque los locos puedan considerarse también desabonados del inconsciente, si nos atenemos a la trama de los delirios, comprobaremos que éstos son mucho más jugados por el lenguaje, tragados por las propias palabras, engullidos por el uso que hacen de la lengua.
Joyce, como desabonado del inconsciente, pone en evidencia que en la medida que es autor, con su obra extrae el joy, el goce incrustado en el apellido heredado de su padre. La literalidad laberíntica de la obra de Joyce es goce extraído, goce que fluye, recortando palabras, imponiéndole logismos, rasgando la narratividad y el sentido.
Finnegans Wake no es para leer, es para oír y contemplar. Es un escrito que no trata de ninguna cosa, pues es la cosa en sí: cuando el sentido es dormir, las palabras se adormecen, cuando el sentido es danza, las palabras danzan, tal como apreció S. Beckett. En su cúmulo de sentido, la palabra corroe el propio sentido y no designa cosa alguna, salvo ella misma como palabra. Cuanto más joycianas son las palabras, más se escapa el sentido a través del agujero que éstas, como nombres, abren. Aunque la fuga de sentido aproxima la obra de Joyce a la locura, en modo alguno la convierte en un delirio porque en esa obra «James Joyce» se impone como un nombre, como una «identidad textual»; se fija como referencia.
El último capítulo, intitulado «El padre, el Hijo y el Espíritu de la Letra» nos muestra cómo el personaje de Stephen, en el que Joyce intenta descifrar sus enigmas, permanece enredado en la presencia avasalladora de la madre, en el vacío detectado en el lugar del padre. A diferencia de lo que ocurrió con su hija Lucia, James Joyce no sucumbió a la locura porque su obra impone el nombre de Joyce como propia referencia.
Fuera de sí aunque amarrados y, por qué no decirlo, «afiliados» al nombre «Joyce» sus escritos en los que se construye esa otra ficción —no sin una «espiritualidad» particular— continúan imponiéndose hasta hoy en día como un flujo enigmático. Eso sucede porque, a su modo, como un sinthoma, se sirven, se inventan y pasan a lo largo de lo que, en el propio ámbito de la ley, fue tramado como Padre, como Hijo e incluso como la dimensión alusivo-metafórica que normalmente caracteriza el Espíritu… de la letra.
Sérgio Laia muestra en este libro de qué forma el traumatismo contingente que produce la lengua es un acontecimiento singular, es decir, distinto para cada persona; expone también cómo extraer algo que pueda servir de lección y que sirva para las demás, esto es, cómo hacer del síntoma una obra.
Por José R. Eiras
Fuente: Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, vol.27 no.1 Madrid mar. 2007