VII Jornadas de Jóvenes Profesionales de la Salud Mental

Los tres trabajos que presentamos a continuación:

fueron expuestos el día 1 de diciembre de 2017 en el marco de las «VII Jornadas de Jóvenes Profesionales de la Salud Mental. La Revolución Delirante», dedicadas a «Los discursos en salud mental».
La mesa en su conjunto, titulada «Mesa biológica», trataba de ofrecer un discurso crítico respecto a la orientación biologicista de las enfermedades mentales.


Sobre el biologicismo

En las líneas que siguen trataré de resumir en cuatro puntos las ideas que a mi parecer resultan clave para comprender las consecuencias negativas que se desprenden de adoptar una visión biologicista en la psicopatología y la clínica:

1) Psicofármacos
2) Teoría
3) Diagnóstico
4) Ética

Psicofármacos

El uso de la medicación en la patología mental puede justificarse desde dos ópticas distintas. Por un lado, se puede entender como una forma de reducir el malestar del paciente ayudándole con un fármaco que le permita estar más calmado o le insufle un poco de deseo artificial, lo cual evidentemente puede ser muy beneficioso. Por otro lado, sin embargo, y esto es lo que defiende la visión biologicista, se puede pensar que la medicación actúa sobre unas determinadas disfunciones cerebrales que serían específicas de cada enfermedad mental, lo cual es muy criticable debido a la ausencia de datos que, por mucho que se empeñen algunos en dar por sentados, todavía no han sido demostrados.

A pesar de que el tratamiento farmacológico puede ser de gran ayuda en muchas ocasiones, la orientación biologicista habitualmente lleva a producir una medicalización de problemas que antes eran incluidos dentro de la normalidad o tratados por otras vías sin necesidad de recurrir a los psicofármacos. Este modelo parece estar al servicio de un imperativo social de felicidad donde se intenta evitar cualquier tipo de padecimiento, incluido el sufrimiento propio de ciertos procesos que siempre han sido considerados naturales y necesarios, como por ejemplo el duelo. Así, llegan pacientes a nuestra consulta de salud mental ya medicados porque tras la muerte de un ser querido les cuesta seguir con su rutina diaria.

Por otro lado, se intenta promover una actuación cada vez más precoz ante determinados signos que puedan sugerir una mala evolución de la sintomatología clínica, como por ejemplo lo que se ha denominado «intervención temprana en psicosis». Hay propuestas en esta línea dirigidas a la detección de posibles síntomas prodrómicos, aquellos que constituyen el estado previo al brote, con la idea de aplicar tratamiento farmacológico lo antes posible de forma preventiva. A modo de ejemplo, valga el siguiente fragmento extraído de la revista digital del Consejo General de Psicología, en relación a una primera fase de intervención temprana en la psicosis:

[…] Esta fase previa [un posible estado prodrómico] se denomina estado mental de riesgo e incluye deterioro o reducción de la capacidad de concentración y atención, falta de energía y motivación, presencia de un estado de ánimo depresivo, trastornos de sueño, problemas de ansiedad, retraimiento social, desconfianza, deterioro en las actividades formativas o laborales, irritabilidad, etc.

Con el objetivo de facilitar la detección precoz de este conjunto de factores de vulnerabilidad, se han desarrollado algunos programas como, por ejemplo, el Programa PACE [Personal Assessment and Crisis Evaluation]. Este programa propone una serie de criterios que serían indicativos de una posible población de riesgo o vulnerable a padecer un primer brote psicótico. Se estima que entre el 30% y el 40% de las personas con ese estado mental de riesgo desarrollarán un trastorno psicótico al cabo de 6 meses y hasta el 50% al cabo de un año. Entre los factores de vulnerabilidad para el desarrollo de un primer brote psicótico, se incluyen:

• Tener entre 14 y 30 años.
• Presencia de historia familiar de trastorno psicótico.
• Aparición de una reducción en la Escala de Funcionamiento Global (GAF) mayor o igual a 30 puntos.
• Presencia de síntomas psicóticos atenuados, pero con una frecuencia repetida a lo largo de la semana y durante varias semanas, o algún síntoma psicótico breve, limitado o intermitente durante menos de una semana y resuelto de una manera espontánea. [1]

La medicalización derivada de esta concepción probablemente responde, más que a necesidades reales de tratamiento, a los intereses económicos de las grandes industrias farmacéuticas, que obtienen un beneficio evidente del hecho de que cada vez más gente recurra a los fármacos de forma habitual. Las consecuencias de este proceso son a veces devastadoras. Nos encontramos con gente que ha desarrollado una gran dependencia a la medicación y es incapaz de retirarla, con los consecuentes efectos secundarios negativos. Por este motivo, muchas veces, más que ayudar a paliar los síntomas, la medicación acaba agravando el cuadro clínico. Por otra parte, el tratamiento farmacológico también puede evitar en ocasiones que el paciente atribuya la mejoría a sus propias acciones o cambios subjetivos, reforzando así la dependencia a la medicación.

Teoría

La orientación biológica toma como punto de partida el modelo médico de las enfermedades mentales. Este modelo se sustenta en la idea de que, de la misma forma que existen enfermedades orgánicas tales como el cáncer o las infecciones víricas, también existirían una serie de enfermedades mentales que tendrían su origen en unas alteraciones cerebrales específicas. El hecho de servirse del modelo médico para explicar también las enfermedades mentales conduce a un resultado paradójico, puesto que estas enfermedades deberían permanecer dentro del campo de la psiquiatría únicamente mientras la causa no sea descubierta. Si se llegara a encontrar el supuesto origen biológico, la enfermedad mental dejaría de ser psiquiátrica para pasar al terreno de la neurología, por lo que la psiquiatría estaría destinada a desaparecer.

Por otra parte, las teorías biológicas sobre la causa de las enfermedades mentales tienen su origen en hipótesis formuladas a partir de los efectos que producen los fármacos. Es decir, que a partir de las consecuencias observadas en las personas o los animales objeto de estudio, de ahí se deduce el origen de la enfermedad. Valga como ejemplo este extracto de una conferencia impartida por tres profesores del departamento de farmacología de la Universidad de Alcalá, en el que, alabando la relevancia histórica de la introducción de los psicofármacos, comentan:

«Puede afirmarse que la psicofarmacología y la neurociencia siempre han caminado juntas y se han influenciado mutuamente en los sucesivos descubrimientos científicos. En este sentido, una de las principales consecuencias del descubrimiento de los nuevos psicofármacos fue la posibilidad de postular las primeras hipótesis biológicas sobre la génesis de las enfermedades mentales, dando lugar a la denominada «psiquiatría biológica». Como muy bien relata Colodrón (1999), «en 1952 la ‘psiquiatría biológica’ alcanza, al fin, lo que parecía la tierra prometida». Así pues, los psicofármacos han permitido ir definiendo el proceso neuroquímico sobre el que asienta la enfermedad mental y generar una teoría fisiopatológica sobre la misma. Esta situación se constituyó como un evento singular en la historia de la medicina, pues una gran cantidad de hipótesis etiológicas se fundamentaron en la acción de una serie de fármacos, cuya aplicación a las patologías psiquiátricas fue consecuencia del más puro azar. Se trata pues de una aproximación «farmacocéntrica», según han postulado algunos autores. [2]

A riesgo de sonar burdo, sería como si tras el alivio generado por un paracetamol sobre un dolor de cabeza, de ahí extrajéramos la conclusión de que el origen de la cefalea está en un déficit de paracetamol en el organismo. Pues bien, éste es el tipo de inferencia que se halla en el origen de las teorías biológicas de la psicosis, la ansiedad o la depresión. Incluso si aceptásemos que los neurotransmisores que esta psiquiatría asocia a las diferentes enfermedades mentales estuvieran de alguna forma implicados, eso no les confiere un valor causal, sino que lo único que podría decirse es que se observan ciertas correlaciones.

En esta misma línea, muchas de estas teorías están basadas en modelos que han sido postulados y contrastados inicialmente en animales de laboratorio, para ser trasladados posteriormente a los humanos. Resulta sorprendente que este salto se pueda realizar de forma tan generalizada, soslayando las infinitas diferencias existentes entre una rata criada en un medio experimental y un humano nacido en un mundo simbólico de lenguaje. Esto por no hablar de los cuestionamientos éticos que se le pueden hacer a muchos de todos estos experimentos.

Diagnóstico

Los diagnósticos empleados desde este tipo de modelo son aquellos que están recogidos en las clasificaciones internacionales, principalmente el DSM y la CIE. De la misma forma que las teorías biológicas parten de los efectos farmacológicos, muchas de estas categorías diagnósticas también han sido elaboradas a partir de los distintos tipos de psicofármacos presentes en el mercado y no, como debería ser, en base a criterios clínicos. Así, por ejemplo, las categorías diagnósticas más habituales en la práctica clínica diaria como son las depresiones y los trastornos de ansiedad se han adaptado a la distinción farmacológica entre antidepresivos y ansiolíticos, cuando realmente los pacientes siempre manifiestan síntomas solapados de ambas categorías, e incluso se les suelen prescribir antidepresivos para rebajar la ansiedad.

Por otra parte, este tipo de diagnósticos supone una mera descripción de los síntomas observables y pretendidamente objetivos, lo cual tiene bastantes inconvenientes.

En primer lugar, estos diagnósticos no informan de la subjetividad del paciente. Es decir, los síntomas dicen muy poco de la manera en cómo cada sujeto experimenta su padecimiento, y menos aún de los motivos que subyacen a la manifestación de la enfermedad.

En segundo lugar, la única orientación terapéutica que se desprende de este tipo de diagnósticos es la supresión, de una forma u otra, de los síntomas del paciente. Esto, por una parte, suele resultar poco efectivo debido a que únicamente se está abordando el problema desde lo más superficial y, por otra, puede incluso llegar a ser perjudicial, puesto que la clínica demuestra que en muchas ocasiones los síntomas son defensas que el sujeto necesita, y eliminarlos supone quitarle aquella barrera que él mismo ha construido para evitar algo que no es capaz de soportar. Valga como ejemplo el peligro al que puede ser expuesto un loco que no es capaz de relacionarse si se le fuerza a entrenarse en habilidades sociales y acercarse a la gente como los demás.

En tercer lugar, los diagnósticos realizados únicamente a partir de los síntomas suelen compensar su déficit explicativo con lo que se denomina comorbilidad. Esto es, la coexistencia de varios diagnósticos en un mismo sujeto. Como las categorías de las clasificaciones internacionales no ofrecen una explicación global de su modo de funcionamiento, podemos encontrar pacientes que han sido diagnosticados, por ejemplo, de esquizofrenia y TOC como si padecieran dos enfermedades independientes, con el consiguiente estigma asociado a este tipo de etiquetas y los efectos negativos de la interacción entre los fármacos administrados para tratar cada una de ellas.

Ética

El modelo biologicista lleva inevitablemente a quitarle al paciente su responsabilidad en el proceso terapéutico. Al ser tratado desde un punto de vista biológico, él como sujeto poco tiene que ver en el malestar que experimenta y su margen de acción se reduce a intentar contrarrestar el supuesto desequilibrio bioquímico. Para ello no le queda otra que, en primer lugar, someterse a una psicoeducación basada en los valores impuestos por el terapeuta, que es quien, dado al poder que le otorga su posición, puede convencerle de que padece una enfermedad mental y, en segundo lugar, tomarse correctamente la medicación que éste le prescriba. De esta forma suele promoverse una relación de dominación médico-enfermo donde el experto obliga al ignorante, de forma más o menos velada, a seguir sus mandatos sin darle la oportunidad de que encuentre salidas a su conflicto en base a su propio deseo y herramientas.

Esta lógica halla su mayor expresión en el terreno de la locura, donde aquellos sujetos diagnosticados de esquizofrenia, trastorno bipolar, etc. son comprendidos sistemáticamente como enfermos con menos capacidades que el resto que deben ser medicados de por vida para no seguir el curso degenerativo que se le supone a su patología. Más allá de la adherencia al tratamiento, como decíamos, también se aplica una psicoeducación en la que el loco debe acabar asumiendo lo que se ha denominado «conciencia de enfermedad». Además de la violencia simbólica que supone tratar al paciente en estos términos, el intento resulta bastante ingenuo, puesto que un loco, por definición, nunca va a hacer una verdadera crítica de su delirio, que se le impone como una verdad absoluta. Probablemente, si lo que padeciera fuese una enfermedad orgánica, no le costaría tanto distanciarse de ella y criticarla con objetividad, lo que demuestra que su herida no se halla en el cerebro si no en el corazón de su subjetividad. Una correcta psicoeducación debería pasar, más bien, por ayudarle a delimitar los síntomas para que él pueda luego identificarlos con más facilidad e inventar soluciones que le permitan reducir su sufrimiento.

Desde el biologicismo, por otra parte, se tiende a olvidar la importancia de la relación transferencial que el paciente establece con su terapeuta. Este último, reducido a un mero educador y prescriptor de fármacos, es sustituible en cualquier momento por otro experto que cumpla su misma función. En este sentido, en los dispositivos regidos por esta orientación no se valora el hecho de que un paciente pueda tener un seguimiento prolongado con un mismo profesional en quien ha depositado mucha confianza, lo cual repercute negativamente en su capacidad para abrirse a aquellas personas que le puedan ayudar.

Conclusión

Concebir el campo de la psicopatología y la clínica desde una óptica biologicista produce, en mi opinión, una serie de efectos que en ocasiones perjudican más de lo que ayudan a la población general y, concretamente, a los sujetos que quedan atrapados en las redes de las especialidades «psi». Esto se manifiesta en diversos terrenos, entre los cuales he mencionado, porque considero fundamentales, el tratamiento psicofarmacológico, la teoría sobre la enfermedad mental, el diagnóstico y, por último, la ética.

 

Por Adrià Casanovas – Residente de Psicología Clínica del Hospital Universitario Río Hortega. Valladolid.

Notas

[1] Florit, A. (09/12/2009). La intervención temprana en psicosis. Infocop online. Disponible en: http://www.infocop.es/view_article.asp?id=2633

[2] López-Muñoz, F. Alamo, C. Cuenca, E. La «década de oro» de la psicofarmacología (1950-1960): trascendencia histórica de la introducción clínica de los psicofármacos clásicos. Congreso Virtual de Psiquiatría, 1 de febrero – 15 de marzo 2000; Conferencia 34-CI-C: [41 pantallas]. Disponible en: http://www.psiquiatria.com/congreso/mesas/mesa34/conferencias/34_ci_c.htm


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