1. El artista loco

De siempre las relaciones entre la locura y la creación han sido complejas. Desde hace veinticinco siglos, de forma di recta, los más insignes pensadores han contribuido a elucidar esta cuestión. Conviene, por tanto, dar un vistazo general a lo que nos ha precedido. Es necesario para ello subirse a la atalaya de la historia, levantar la cabeza y contemplar algo de lo mucho que se ha dicho sobre la materia Aunque lejanas, aún resuenan con brío las palabras de Demócrito según las cuales sólo en estado de delirio se puede componer la poesía más elevada También Platón en algunos de sus Diálogos se hizo eco de ellas, afirmando en Ion que los bellos poemas no se debían a la técnica sino a que «todos los poetas épicos, los buenos […]» están necesariamente un poco fuera de sí («poseídos»). Aunque hoy día resulte chocante, durante la Antigüedad fueron numerosos los partidarios que vieron en la locura algo más que un mal o enfermedad, destacando la dimensión beneficiosa, tal como Platón dejó escrito en Fedro: «Porque si fuera algo tan simple afirmar que la demencia es un mal, tal afirmación estaría bien. Pero resulta que, a través de esta demencia, que por cierto es un don que los dioses otorgan, nos llegan grandes bienes».

Pero esa tradición habría de alcanzar con el Problema XXX de Aristóteles los más sólidos argumentos favorables a esa hermandad entre la creación y la locura Según plantea allí el Estagirita —o quizás alguno de sus discípulos más cercanos, como podría ser Teofrastro—, el hombre de genio y el loco comparten un mismo talante natural, el melancólico: «¿Por qué todos los hombres que han sobresalido en filosofía, política, poesía o artes parecen ser de temperamento dominado por la bilis negra [melancholikós], y algunos de tal forma que incluso son víctimas de las enfermedades derivadas de la bilis negra, como cuentan las leyendas heroicas en torno a Heracles?»

Resulta llamativo el amplísimo número de menciones y comentarios que habría de suscitar dicho problema a lo largo de la historia Tras advertir las raíces platónicas de la formulación aristotélica, Séneca coincidió con el los cuando escribió: «sólo el alma excitada puede decir alguna cosa grande y superior a los otros»; tampoco pasó desapercibido al sabio Michel de Montaigne («no hay alma excelente que no esté libre de alguna mezcla de locura») ni al médico neoplatónico Marsilio Ficcino. Más aún, tal fue el beneplácito con que se acogió que muchos pensadores al evocarlo se reconocieron a sí mismos como melancólicos, en especial Cicerón («El propio Aristóteles concede que todos los genios son atrabiliarios [melancólicos] y por eso no me mortifica el hecho de ser algo lento de comprensión».) y Robert Burion, alias Democritus junior.

Pensarán algunos que todas esas cuestiones nos caen un poco a trasmano, salvo si uno se interesa por la historia. Y tienen razón, salvo que las realidades históricas, mejor o peor fundadas, influyen y conforman el devenir. En ese sentido se expresan Rudolf y Margot Wittkower cuando escriben: «La noción de «artista loco» es una realidad histórica, y al descartarla por equivocada se niega la existencia de un símbolo genérico y profundamente significativo». Ese símbolo fue especialmente desarrollado en el Renacimiento y desde entonces, vigoroso y atractivo, sigue hechizando a los estudiosos y formando parte del imaginario colectivo.

2. Relaciones entre locura y creación

A decir de los investigadores, las relaciones entre la locura y la creación son variadas y están sujetas a múltiples opiniones, a veces contradictorias. A continuación se espigan algunas de ellas, tomadas en su mayoría de filósofos, aristas, psicólogos, médicos y psicoanalistas.

Existe un nutrido grupo de tratadistas que, siguiendo la tradición de Demócrito, destacan la relación positiva entre ambos términos. Según este parecer, sin un grano de locura y arrebato sería imposible la creación. Los seguidores de esta orientación hacen suya la máxima de Séneca «Nullum magnum ingenium sine mixtura dementiae» [No hay gran fuerza imaginativa sin mezcla de locura]. Se trata de la corriente apuntada en el epígrafe anterior, la cual se hace fuerte mediante argumentos centrados en el mencionado Problema XXX de Aristóteles.

Contraria a la anterior, se da también una visión negativa, un punto de vista especialmente desarrollado por los más incondicionales de las teorías genetistas, algunos de los cuales consideran que el artista es un chiflado, pero chiflado en el sentido de enfermo mental, es decir, un degenerado o un tarado genéticamente. Esta corriente de opinión se desarrolló a lo largo del XIX, tal como informa Gregory Zilboorg. De ella deriva la idea de que el genio es un enfermo, como cualquiera que se sitúe en los extremos de una distribución, conclusión a la que contribuyeron sobre todo las disparatadas teorías de Moreau, Lombroso y Moebius. Fue así como a los artistas y a los genios se les comenzó a considerar enfermos. Otro de los representantes de esta tendencia fue Paul Courbon, quien en su libro sobre Cellini, lo califica de «desequilibrado» y lo incluye en «el tipo mental del degenerado», señalando que, como la mayoría de los artistas, es un megalómano.

A diferencia de las dos anteriores, una tercera corriente de opinión considera que no se puede estar loco y al mismo tiempo ser un creador, y menos aún un genio. Según este parecer, los grandes escritores y los genios están a años luz de la locura. Al contrario, son personas muy equilibradas y disponen a su antojo de las facultades para extremarlas o deformarlas a voluntad. Tal punto de vista fue desarrollado por el estudioso galés Charles Lamb, opinión que, con el paso de los años, habría de ganar numerosos adeptos. Esta perspectiva se resume en la enfática afirmación de Lamb según la cual es imposible pensar en un Shakespeare loco. Completando este punto de vista, muchos consideran, siguiendo el estudio de Pelman (médico asistente de Kahlbaum en Görlitz y profesor de Psiquiatría en Bonn) Psychische Grenzzustände, que los creadores no padecen enfermedades mentales y que, en caso de caer en la locura, sus facultades creativas disminuyen. Esta opinión ha contado con muchos adeptos, entre ellos V. Frankl, para quien la psicosis jamás será productiva de por sí. Hoy día, según proponen algunos conocidos psicólogos clínicos y psiquiatras, como Jamison y Andreasen, las tasas en enfermedad mental entre escritores es superior a la media. Y, por supuesto, el trastorno bipolar es con diferencia la enfermedad más habitual en la mayoría de ellos.

3. Función de la creación en la locura

No sabemos con precisión cuál es el secreto de la creación. Las opiniones son tan variadas que es imposible compendiarlas. Pero vale la pena mencionar al menos cuatro. Stefan Zweig se inclina por la perspectiva más clásica, cuando afirma: «Toda creación verdadera sólo acontece mientras el artista se halla hasta cierto grado fuera de sí, cuando se encuentra en una situación de éxtasis». Marguerite Duras apunta a la misma experiencia, aunque, sin duda, con un tono más dramático y a la vez salvífico: «Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que sólo la escritura te salvará». Victor Hugo, por su parte, nos presenta al creador como un ser abismado en experiencias extraordinarias e inusuales de las que no puede prescindir ni evitar. Singular mezcla de horror y éxtasis, esas experiencias invitan a la creación: «¿Por qué son esos hombres grandes en realidad? No lo saben ni ellos mismos. […] Tienen en la pupila una visión terrible que nunca les abandona. Han visto el Océano como Homero, el Cáucaso como Esquilo, el dolor como Job, Babilonia como Jeremías, Roma como Juvenal, el infierno como Dante, el Paraíso como Milton, al hombre como Shakespeare, a Pan como Lucrecio, a Yahvé como Isaías». Abundando en este particular y pensando en la obra de Joyce, Lacan vinculó la creación al síntoma («explicar el arte por el síntoma») y no al inconsciente, como habitualmente suele hacerse, lo que implica que el artista es un inventor, un creador, alguien que «sabe hacer» .

Aunque desconozcamos la quintaesencia de la creación, tenemos un conocimiento preciso del papel equilibrante o reequilibrante de la creación en la locura. Muchos trastornados se confían a la creación, es decir, se vuelven inventores. Buscan con ello aliviar su penar, detener su errancia, reducir a murmullo el avispero de las voces, llevar a su terreno el delirio desgobernado, insuflar un aliento de vida a su devastada existencia. La creación, sea a través de la escritura, del delirio o de lo que sea, tiene numerosos componentes de desigual valor pero de decisiva aportación: entretener; introducir un orden en el caos de la locura; tener un proyecto en el que trabajar y abrirse al futuro; hacerse un nombre; transmitir una verdad y ocultarse tras la ceguera de esa verdad; reequilibrar el exceso de goce; aplicar emplastes de palabras al mayúsculo desorden del lenguaje; posponer el paso al acto; plasmar los ideales de bondad que contrabalancean la maldad absoluta del Otro; mostrarse para ocultarse; tener la compañía de la soledad, etc.

Como decía, escribir y delirar comparten, desde el punto de vista de la función, algunos aspectos tocantes a la reconstrucción personal y universal. De este restablecimiento espera el afligido algún consuelo. Y de poseer alguna recia ambición, acaricia la posibilidad de hacerse un nombre y ansía dejar de ser uno más, dando la espalda al fracasado que siente que es, a menudo con razón. Sobre estos aspectos de remodelación de la realidad, Zweig escribió: «El artista sólo puede crear su mundo imaginario olvidándose del mundo real». En eso la locura se hermana con la cordura. En eso se ve que ambas necesitan de la creación para mirar de soslayo el peregrinar humano, el patético y continuo caminar hacia ese conocido final que es la muerte.

Por José María Álvarez

Fuente: Revista Litoral, «La Locura. Arte y literatura», nº 263, pp. 14-21, 2017