Preguntamos…

al estudioso de la psicopatología, apasionado por la historia, al psicoanalista lacaniano y al clínico comprometido con la asistencia pública.

«La clínica psicoanalítica ha tomado en las últimas décadas el relevo en la investigación psicopatológica. El interés insoslayable por entender y explicar el malestar subjetivo ha conducido a los psicoanalistas a desempolvar los tratados y las monografías de nuestros clásicos, a servirse de sus construcciones psicopatológicas para orientarse en el quehacer cotidiano, a someterlas a la prueba diaria del trabajo clínico, a perfeccionarlos y reformularlos a la luz de su enseñanza que permanentemente se desprende de la experiencia».

Estas palabras, extraídas de Fundamentos de psicopatología psicoanalítica (Ed. Síntesis, 2004), parecen referirse a —y describir el trabajo de— José María Álvarez, coautor junto a Ramón Esteban y François Sauvagnat de dicha obra.

José Mª Álvarez es también el autor de La invención de las enfermedades mentales (Ed. Gredos, 2008), una obra excelente que pretende «revitalizar y pulsar algunas de las cuestiones que nuestro trato con la locura nos despierta de continuo y que han sido sobradamente desarrolladas por nuestros clásicos: las experiencias genuinas de la locura, el estatuto de la certeza y el axioma delirante, las distintas modalidades de nacimiento a la psicosis y sus fenómenos elementales prodrómicos, la discontinuidad del acontecer vital, el desgarramiento de la identidad y sus posibles estabilizaciones, la arquitectura del delirio y su función, la responsabilidad del loco en su locura y los polos de las psicosis que predominan o se alternan a lo largo de esa nueva dimensión de la experiencia a la que convenimos en llamar psicosis o locura» (La invención de las enfermedades mentales, p. 23).

Además de un destacado estudioso de la psicopatología, especialmente de las psicosis —otra obra suya es Estudios sobre las psicosis (Grama Editorial, 2008; Xoroi Edicions, 2013)—, José Mª Álvarez es Doctor en Psicología y especialista en Psicología Clínica; es también psicoanalista lacaniano, miembro de la Asociación Mundial del Psicoanálisis, y un clínico comprometido con la asistencia pública. En la actualidad realiza una intensa actividad clínica y docente en el Hospital Universitario Río Hortega de Valladolid, donde es Coordinador-tutor de Residentes. Por otra parte, son conocidas sus aportaciones a la Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, en la que ha realizado una importante labor de divulgación del pensamiento psicopatológico.

Preguntamos…
Al estudioso de la psicopatología, apasionado por la historia

¿Cuándo y cómo nace en ti esa pasión que transmites por la historia de la psicopatología, por los autores clásicos?

Lo primero de todo fue la pasión, después vino la locura, más tarde la historia, es decir, los clásicos, y, por fin, la transmisión. Soy hombre de pocas pasiones aunque intensas, cada vez más moderadamente intensas, cosa que me ha hecho más feliz con el paso de los años. Desde que recuerdo, la pasión me acompaña; la pasión entendida sobre todo como inclinación vehemente hacia algo.

Todo lo que escribimos, de todo lo que hablamos cuando enseñamos, aunque sean materias muy específicas, todo eso es siempre autobiográfico. Sé algunas cosas fundamentales de cómo he llegado a ser lo que soy. Me costó bastantes años de Psicoanálisis, pero mereció la pena, ya lo creo. Mi interés por la historia surgió ahí, en el diván. Tenía que responderme algunas preguntas acerca de mi propia historia, un tanto singular; supongo que como la de casi todo el mundo.
Respecto a por qué la locura y no otro ámbito del saber, creo que sobre todo por narcisismo. Alguien que ha marcado mucho mi vida, cuando yo no era nadie (lo digo en el sentido fuerte del término) me dijo que sería «un genio o un loco». Es un alivio no ser ni una cosa ni la otra, pero me construí con los ecos de esa referencia.

Los clásicos de la psicopatología y la locura fueron el tema de mi tesis doctoral sobre la paranoia. Le dediqué muchos años. Cuando lo recuerdo ahora, me parece que la escribí en un espacio que mezcla elementos de la consulta de mi analista y las bibliotecas que visité. En ese espacio pude apuntalar dos pilares fundamentales. Por una parte, recuperé y recreé la imagen de un padre elocuente; lo era, es cierto, aunque seguramente menos de lo que necesité creer para hacerme yo mismo elocuente. Por otra, aún tengo muy presente cómo quise, con el primer cuaderno que escribí de principio a fin, ser el primero para mi madre. Debe ser porque no lo conseguí, por lo que escribo libros muy extensos.

Con todas estas mimbres llegué un buen día a transmitir lo poco que sabía. Eso me ha hecho muy feliz. Por momentos sigo sin creerme que me escuchen o lean en serio. Prefiero pensar eso; la soberbia es un pecado deplorable. Lo hago con pasión porque el Psicoanálisis y la psicopatología son parte fundamental en mi vida. Es devoción, no obligación. Más que la materia que se enseña, lo que se transmite es la pasión.

¿Qué dirías que puede aportar la lectura de los clásicos de la psicopatología al psicoanalista de hoy?

A mi manera de ver, el estudio de la psicopatología clásica es fundamental para cuantos se forman en Psicoanálisis, Psicología clínica y Psiquiatría. Lo es porque contiene una enseñanza directa de las distintas formas de manifestarse el pathos.

Era bastante habitual que los alienistas pasaran muchas horas en los manicomios, que algunos incluso vivieran allí con sus familias. Durante los años que Paul Schreber permaneció ingresado en el manicomio de Sonnenstein, compartió mesa con su director, el Dr. Guido Weber. La observación de los enfermos constituía en sí misma una materia fundamental de estudio. Basta con dar un vistazo a los tratados de entonces, como el de Jean-Pierre Falret (Des maladies mentales et des asiles d’alienés, 1864), para comprobar que se dedicaban a esta cuestión muchas lecciones, a veces las más importantes; había amplísimos volúmenes, como el Manuale di semeiotica della malattie mentali (1885) de Morselli o los Élements de sémiologie et clinique mentales (1912) de Chaslin, por entero dedicados a ello; libros de introducción a la clínica psiquiátrica mediante presentación de enfermos y comentarios de sus dichos, expresiones, vestimentas y comportamientos, como la Einführung in die psychiatrische Klinik (1901) de Kraepelin o las Leçons cliniques (1895) de Séglas, eran habituales. En eso, los clásicos nos han superado considerablemente. Sin embargo, a medida que fue imponiéndose la mirada médica sobre la locura y la Psiquiatría se fue haciendo más y más científica, la observación de enfermos dejó de interesar y el diálogo con los alienados se fue acallando, hasta convertirse en un mero interrogatorio para conocer la gravedad del estado mental. Es muy elocuente, a este respecto, el interés que antaño suscitaron los escritos de los locos, y como, poco a poco —tal como explica Rigoli en Lire le délire—, esos escritos se devaluaron al convertirse en un mero instrumento destinado al diagnóstico.

En lo que se refiere a la creación de una semiología clínica y en la descripción de los tipos clínicos más llamativos, el período más brillante abarca todo el siglo XIX y las primeras décadas del XX. Las publicaciones actuales se nutren de cuanto se escribió entonces. Cuando se desconocen esas referencias tradicionales, la calidad de las publicaciones pierde enteros y los ensayistas se enzarzan en discusiones obsoletas. La riqueza del vocabulario que atesoran aquellas publicaciones y los matices que contienen sus descripciones son, en mi opinión, muy superiores a los nuestros. Por todo ello, considero que los clásicos de la psicopatología no pueden reducirse a un mero adorno, como algunos pretenden para dar lustre a lo que dicen o escriben. Son, por el contrario, la referencia primera.

Hace muchos años escribí un editorial para la revista Psiquiatría pública, titulado «Los clásicos, por supuesto». Me sorprendió el debate al que dio lugar, porque recibí algunas cartas acusándome de anacrónico y cosas así. Me parece que nuestra historia es demasiado reciente como para pecar de anacronismo, máxime si se tiene en cuenta que la mayoría de los debates actuales son una repetición de los que se sucedieron en los años fundacionales de la disciplina, a lo que hay que añadir que en la actualidad la amplitud de miras es un tanto estrecha. Piénsese, a este respecto, en ese cajón de sastre al que llamamos Trastorno bipolar, el cual se vende como un descubrimiento reciente. Pues bien, quien haya leído la última edición del Lehrbuch de Kraepelin, la parte referida a la locura maniaco-depresiva, sabrá de sobra que ya está allí, en toda su extensión y con todas sus contradicciones internas, ese embrollo del actual Trastorno bipolar.

¿Cuáles son, según tu opinión, las principales aportaciones del Psicoanálisis a la psicopatología?

Las principales aportaciones se pueden resumir en dos. Por una parte, las descripciones aportadas por la psicopatología clásica, acéfalas desde el punto de vista teórico, sólo alcanzaron a ser explicadas con el Psicoanálisis. Por otra parte, el Psicoanálisis ha contribuido a la psicopatología psiquiátrica aportando categorías nunca antes aprehendidas, como los estados límites, los narcisistas, los “como si”, esto es, categorías que, para ser captadas y formuladas, requerían de nuevos espacios y nuevas herramientas teóricas. Ambas contribuciones dan, en mi opinión, la razón a Foucault cuando sostiene, en su tesis doctoral, que el Psicoanálisis es el legítimo heredero de la clínica clásica. Trataré de explicarme con más precisión, señalando las deficiencias de la psicopatología psiquiátrica y aquellos ámbitos en los que el Psicoanálisis ha realizado sus aportaciones principales.

Comenzaré por la contribución teórica o explicativa, la primera que he mencionado. La psicopatología clásica aporta al conocimiento del pathos tres aspectos fundamentales. En primer lugar, la semiología clínica, esto es, el tesoro de términos creado para nombrar las distintas manifestaciones que afectan al sujeto trastornado. Yo diría que ésta es la mayor contribución de la psicopatología psiquiátrica; conocer esa terminología, advertir sus relieves y discriminar sus matices me parece esencial para nuestra formación. Opino que no se habla de la misma manera con un alucinado cuando se tiene presente, por ejemplo, la descripción clérambaultiana del Automatismo Mental; que tampoco se aprecia el calado y la relevancia de ciertas experiencias de autorreferencia si se desconocen las sutiles apreciaciones al respecto de Neisser o Meynert, por ejemplo. Para nosotros el conocimiento de la semiología es tan esencial como lo es la anatomía para el cirujano.

En segundo lugar, en materia de nosografía (observación y descripción aséptica del pathos, lo más objetiva que sea posible) se advierten ciertas deficiencias, puesto que la observación y la descripción son dependientes de una teoría; uno observa de acuerdo con lo que le permite su repertorio simbólico, de acuerdo con sus ideales, con sus filias y fobias, etc. En el terreno nosográfico nos encontramos lo mejor y lo peor de la psicopatología psiquiátrica. Con respecto a los delirios crónicos, por ejemplo, Lasègue nos ofrece una insuperable descripción del surgimiento y despliegue de estos delirios; en cambio, Magnan, echando mano de una metodología propia de la patología interna, propone un tipo de delirio crónico magníficamente descrito, pero con el único inconveniente de que no hay enfermos que se amolden a esa “enfermedad”.

Otro tanto sucede en el terreno de la nosología (intento de explicar o comprender los modos de enfermar y las diferencias con otras formas posibles). También aquí se aprecian propuestas muy variadas y de calidad desigual. En términos generales, las propuestas explicativas elaboradas por la psicopatología psiquiátrica se pueden calificar de pobres o muy pobres. Cuando Clérambault trata de explicar la etiología del Automatismo Mental recurre a “un proceso histológico irritativo de progresión en cierta forma serpinginosa”; esta hipótesis, a mi manera de ver, desmerece la enorme contribución descriptiva del Automatismo.

Como se puede advertir ya, sitúo el origen del Psicoanálisis en el curso de la historia de la Psiquiatría, precisamente en las incapacidades de la ciencia de dar cuenta de los hechos que describe y de tratar adecuadamente el malestar del alma. El Psicoanálisis surge en la grietas del edificio del saber psiquiátrico, en sus insuficiencias teóricas, en lo que se desdibuja de sus observaciones y en lo que la mirada médica no puede enfocar; ese territorio oscuro y confuso es el que ilumina el Psicoanálisis, al aportarle una consistencia teórica y explicativa.

Se entenderá mejor lo que digo con la siguiente ilustración acerca de las alucinaciones. A lo largo del siglo XIX y primeras décadas de XX se describieron las alucinaciones con todo lujo de detalles. En ese proceso se advierte con suma claridad cómo las alucinaciones se separan de otros fenómenos sólo aparentemente similares, en especial las ilusiones y las alucinosis; se constata además de qué forma el ámbito visual cede terreno frente al auditivo y verbal; por último, resulta llamativo también el paulatino desplazamiento desde los fenómenos más estruendosos y extravagantes a los más discretos y sutiles. Limitándome a la psicopatología francesa, esa enorme contribución se llevó a cabo con la ayuda de Esquirol, Baillarger, Séglas y Clérambault. A lo largo de ciento treinta años, progresivamente, el «visionario» de Esquirol, el «ventrílocuo» de Baillarger y Séglas, dieron paso a la figura del alucinado por excelencia, el xenópata u hombre hablado por el lenguaje, descrito por Clérambault. Todo este proceso culmina con la aguda propuesta de Séglas, escrita poco antes de morir en su Prefacio al libro de Henri Ey Hallucinations et délire (1934), según la cual las alucinaciones verbales no constituyen un apartado de la patología de la percepción; son, por el contrario, una patología del lenguaje interior. Quienes conozcan los estudios de Séglas sabrán que durante todas sus publicaciones anteriores defendió posiciones totalmente contrarias. Al final, aunque no fue capaz de explicarlo, cayó en la cuenta de que las alucinaciones y el lenguaje estaban hechos de la misma pasta.

Todo este pequeño rodeo para mostrar que los más brillantes observadores y retratistas del pathos intuyeron el papel del lenguaje en las alucinaciones. ¿Pero de qué papel se trataba? La clínica clásica no aportó al respecto ninguna respuesta. Pero sí lo hizo Freud cuando, desde sus primeros trabajos, mostró que los síntomas están conformados de acuerdo con las leyes del lenguaje. Y más aún, en el terreno de la locura y las alucinaciones, Lacan consiguió trenzar una respuesta cabal a todas esas admirables descripciones de sus compatriotas. El alucinado, el xenópata hablado por el lenguaje, constituye la fuente de inspiración de la teoría lacaniana según la cual el lenguaje es constitutivo del sujeto; de ahí el determinismo simbólico que presidió la doctrina clásica de Lacan. Hay en el último tramo de la enseñanza de Lacan, sin embargo, una vuelta de tuerca más: si se admite que el lenguaje es constitutivo del ser (parlêtre), podría pensarse una dimensión genérica de la xenopatía, una experiencia común a todos los hombres, a partir de la cual surgiría la nueva pregunta de por qué no estamos todos locos o por qué no todos experimentamos el lenguaje como un ente autónomo que nos usa para hablar a través de nosotros.

Como puede observarse mediante esta ilustración relativa a las alucinaciones, las aportaciones de la clínica clásica hallan en el Psicoanálisis su desarrollo más legítimo y su explicación más cabal.

Saco a colación este aspecto del lenguaje porque me permite mostrar otro punto fundamental. Soy de la opinión de que la mayoría de las construcciones teóricas elaboradas en el marco de la psicopatología psiquiátrica presentan un hiato situado entre el paso de la psicopatología a la Psicología general, es decir, entre lo que caracteriza al enfermo y lo que constituye al sano. Continuando con el asunto de las alucinaciones, da la impresión de que la psicopatología psiquiátrica describe con suma precisión la alucinación como alteración perceptiva y la diferencia de otros fenómenos vecinos, pero trastabilla y pierde la razón cuando intenta decir qué es la percepción o, mejor aún, por qué la alucinación es —como proponía finalmente Séglas— una patología del lenguaje interior.

Por último, me resta comentar brevemente el hecho según el cual el Psicoanálisis ha contribuido a la psicopatología psiquiátrica aportando algunas categorías (estados límites, narcisistas, como si, etc.), categorías que se basan en la observación y también en la relación (transferencia), asunto este último que la psicopatología psiquiátrica apenas considera.

A las cuestiones que acabo de apuntar, es necesario añadir la incidencia directa que tuvo el Psicoanálisis en el mundo de la Psiquiatría, nada más ponerse éste en marcha. Sobre este particular hay que tener presentes tres cuestiones de amplio alcance: en primer lugar, el binomio neurosis versus psicosis se debe sobre todo a Freud; en segundo lugar, el territorio de las neurosis era, hasta que Freud entró en escena, un auténtico galimatías; por último, también en el ámbito de la locura, la repercusión de Freud fue decisiva, como se advierte en el concepto bleuleriano de esquizofrenia.

¿Cómo ves las relaciones entre Psicoanálisis y Psiquiatría hoy? ¿Hasta qué grado sigue siendo la Psiquiatría «un monólogo de la razón sobre la locura», como decía Foucault?

La Psiquiatría no es una; es múltiple. En alguno de sus flancos, el Psicoanálisis y la Psiquiatría siguen caminando de la mano; eso lo veo todos los días en mi trabajo. Pero esta hermandad tiende a ser excepcional, al menos en estos momentos. La Psiquiatría actualmente hegemónica está al servicio de los intereses económicos de las grandes farmacéuticas. Su futuro, como en cierta ocasión dijo Germán Berrios respondiendo a una pregunta de Fernando Colina, será el que interese al negocio de las multinacionales de los psicofármacos. Cada vez estoy más convencido de que la Psiquiatría se ha enseñoreado de cientificismo para justificar su silencio con el loco. Por eso, Foucault sigue teniendo razón al afirmar que la Psiquiatría es «un monólogo de la razón sobre la locura». Cuando afirma eso en su tesis doctoral, lo que trata de resaltar es la desaparición —con la entrada en la plaza de las ciencias del discurso psiquiátrico— del binómio locura-razón. De manera que la razón se ha impuesto a la locura, la ha arrinconado y reducido a silencio. Cuando más se afianza esa separación entre la razón y la insensatez, más se recrudece el repetitivo monólogo de la enfermedad, esto es, la dimensión mórbida de esa experiencia tan humana.

Como soy dado a la unión antes que a la discordia, confío en que Psiquiatría y Psicoanálisis sumen sus fuerzas sin por ello renunciar a sus esencias. Hay, al menos, dos terrenos de confluencia: la investigación psicopatológica y la colaboración en materia de terapéutica; también hay territorios en los que se dan la espalda y mantienen las espadas en alto, como siempre ha sucedido en nuestra cultura entre los partidarios de las enfermedades del alma y las del cuerpo, entre los que se toman en serio lo que dicen los locos y los que piensan que eso son bobadas, como decía Kraepelin. Para contribuir a la convergencia, los psicoanalistas debemos hablar el lenguaje de la clínica cuando estamos con clínicos (psiquiatras, psicólogos clínicos, médicos) y el lenguaje del Otro social, cuando estamos entre la gente de la calle.

¿Hacia dónde va la psicopatología? ¿Cómo valoras el actual momento histórico de la disciplina?

El estado actual de la psicopatología es alarmante. Creo que vamos paulatinamente a peor. Por una parte, la enseñanza que se dispensa en la Facultades y en los Hospitales con los residentes, deja mucho que desear. Cómo no va a ser alarmante, si todo el saber psicopatológico cabe en un libro (DSM-IV), incluso en un Breviario.

Si la ocasión es propicia y el paciente consiente, suele acompañarme en las primeras entrevistas alguno de los residentes recién llegados. Al terminar, acostumbro a preguntarles sobre el diagnóstico. No fallan. Saben de memoria hasta el dígito concreto, por ejemplo: CIE-10, F32.9 (Episodio depresivo sin especificación). Inmediatamente les pregunto por lo que le pasa, de qué sufre esa persona y por qué sufre de eso; llegados a este punto, no saben qué decir. Saben diagnosticar según criterios internacionales, pero no tienen ni idea de qué le pasa al paciente.

Este hecho refleja con claridad el estado actual de la psicopatología: aprender a diagnosticar según las taxonomías internaciones es simple; eso se aprende en una asignatura de la licenciatura. En cambio, la psicopatología no se limita al diagnóstico y menos aún a diagnósticos basados en ese tipo de taxonomías estadísticas. La psicopatología debe aportarnos un saber más profundo y personalizado: saber qué le sucede a determinado sujeto; desde cuándo y en qué coyuntura apareció o reapareció; a qué se debe que sufra de eso y no de otra cosa; cuál es la función que desempaña tal síntoma en su economía mental; cuánto tiene de enfermo y cuánto de sano; en qué se soporta su relativa estabilidad, es decir, qué puntales no hay que tocar; etcétera.

Poder responder con rigor a estas cuestiones exige mucho tiempo de estudio y una larga experiencia clínica; pero no todo el mundo está dispuesto a gastar su tiempo en eso. Toda esa simplificación de psicopatología, ese aplastamiento hasta reducirla a un mero Breviario, tiene efectos contrastados entre los jóvenes que están haciendo la especialidad de Psicología clínica o Psiquiatría: cada vez son más lo que se sienten molestos con lo poco que les aporta hacer una especialidad tan limitada y unilateral, tan alejada de la reflexión sobre el pathos y del trato con el doliente. Yo confío en que la histeria y su desafío a los amos del poder y de saber, empuje de nuevo el péndulo hacia el territorio del alma y del diálogo con el alienado.

¿Qué balance haces de la aparición del DSM-III en 1980, y de su desarrollo a través del DSM-IV?

Desde su nacimiento, la Psiquiatría se halla en un proceso de continua refundación, en un esfuerzo permanente de reconocimiento y equiparación al resto de especialidades médicas. A mi modo de ver, buena parte de esas esperanzas se depositaron en el diagnóstico, esto es, en el establecimiento de taxonomías basadas en signos objetivos. La historia del DSM, analizada desde este punto de vista, es el intento de acreditación de la Psiquiatría como ciencia médica, como una especialidad médica más. Comoquiera que en ese proceso se ha incurrido en forzamientos y arbitrariedades, el resultado final resulta paradójico: unos se sienten satisfechos de ver, por fin, cumplido el sueño de Kraepelin, esto es, de haber transformado el pathos y la locura en enfermedades mentales naturales; a otros, en cambio, nos llama la atención la falta de rigor clínico y el exceso de intereses extraclínicos. En este sentido, en 1973, Akiskal se refería al incremento de los diagnósticos de depresión como una «seudoepidemia», una «moda» rayana en la esquizofrenia. Desde este punto de vista, conviene leer el DSM-IV a la par que la novela Monte miseria, de Samuel Shem.

La historia de los DSM es además la historia de la batalla contemporánea contra el Psicoanálisis, pues son las categorías clásicas del Psicoanálisis y de la clínica clásica (psicosis, paranoia, histeria, neurosis obsesiva, etc.) las que han sido sacrificadas en aras de la cientificidad, pero a riesgo de convertir esas taxonomías en un artificio tragicómico, en ciencia ficción. Mientras el DSM-I (1952) y el DSM-II (1968) se nutrían de una reflexión psicodinámica, el primero mediante la noción meyeriana de «reacción» y el segundo con las nociones de «neurosis» e «histeria», la ideología de las enfermedades mentales arrasó todas estas referencias con el DSM-III (1980). Esta taxonomía se debe sobre todo a Robert Spitzer, un analista renegado. Su propósito era muy claro: describir entidades naturales. Naturalmente, la osadía no llegó hasta el extremo de hablar de «enfermedades mentales», término que se encubrió con el eufemismo «trastornos mentales». De esta manera, Spitzer y el grupo de San Luis pretendieron devolver definitivamente la Psiquiatría a la Medicina y ningunear cualquier otra aportación que no encajara en el ámbito de la ciencia. Esa estrechez de miras ha lastrado el progreso de la psicopatología y de la terapéutica.

No creo haberme excedido lo más mínimo al enfatizar que la batalla librada por los ideólogos del DSM-III y del DSM-IV se libraba contra el Psicoanálisis. El propio Spitzer así lo escribió en 1985 (Archives of General Psychiatry): «Debido a sus raíces intelectuales en San Luis en lugar de Viena y con la inspiración proveniente de Kraepelin y no de Freud, el grupo de trabajo, se consideró desde el inicio como alejado de los intereses de que aquellos cuyas teorías y prácticas derivan de la tradición psicoanalítica».

Tampoco debe considerarse extremado el hecho de hablar de artificialidad al analizar los criterios que subyacen en esa taxonomía. Basta con informarse de qué tipo de intereses mediaron para extraer la homosexualidad del catálogo de trastornos; o a qué intereses obedeció la creación del Trastorno de estrés postraumático. En fin, la lista es muy amplia pero la ideología es siempre la misma.
En el proceso de elaboración del DSM-V parece que se imponen criterios dimensionales. Si la ampliación paulatina del número de trastornos ha contribuido a menguar la responsabilidad subjetiva, haciendo del hombre contemporáneo un ser cada vez más débil y dependiente, la «patologización» del hombre mediante la extensión ilimitada de las categorías dimensionales apunta en la misma dirección: cuantos más enfermos, más tratamientos, es decir, más negocio. Qué lejos estamos de aquel mundo que nos precedió, en el cual alguien como Séneca le escribía a su amigo Lucilio: «Te he prohibido deprimirte y desfallecerte» (Carta 31).

Según parece, si en el DSM-V se impone esa visión dimensional y continuista, la psicopatología seguirá perdiendo enteros. Cuanto más se generalicen y extiendan los trastornos, cuanto más territorio se les adjudique, mayor será la imprecisión. Bastará con dos o tres diagnósticos para encasillar a todos los pacientes; quizá, con poner en todas las historias clínicas Trastorno bipolar, sea suficiente. Esta tendencia recrudece dos problemáticas tradicionales. En primer lugar, se desecha el criterio por excelencia de la psicopatología: la distinción entre cordura y locura, es decir, entre neurosis y psicosis. En segundo lugar, si el saber psicopatológico se ha construido mediante el establecimiento de diferencias —en especial, la oposición de unos tipos clínicos a otros y la discriminación de los signos morbosos—, el hecho de meterlo todo en grandes sacos adecuados a los tipos de psicofármacos, no parece que sea una apuesta por la Psicología patológica.

Tú que has estudiado los textos clásicos, ¿qué diferencias fundamentales destacarías en las formas de expresión del sufrimiento mental desde entonces hasta ahora? ¿Qué influencia te parece que tiene la cultura actual en la expresión de la locura? ¿Qué nuevas demandas, qué nuevas patoplastias o qué «nuevos» trastornos llaman tu atención y observas como especialmente condicionados por los cambios socioculturales?

Estas preguntas son muy agudas, pero temo que mi contestación no esté a su altura. Recientemente Fernando Colina y yo escribimos un amplio artículo, aún inédito, titulado «Origen histórico de la esquizofrenia e historia de la subjetividad», en el cual proponenos algunos argumentos favorables al origen histórico de la esquizofrenia. En ese texto planteamos dos posibilidades a la hora de analizar las variaciones del pathos a lo largo de la historia: una se centra en los cambios que afectan a un trastorno concreto; otra, más amplia y ambiciosa, pretende diferenciar entre aquellas alteraciones que han estado presentes desde tiempo inmemorial (melancolía, excitación, paranoia, histeria, fobia, obsesión, etc.) y aquellas otras que parecen haber surgido en determinado momento histórico (esquizofrenia o automatismo mental). De la primera hallamos en la histeria un ejemplo incomparable: un fondo de insatisfacción intemporal e inmutable adquiere expresiones distintas en función de las figuras del saber y del poder a las que se interpele. Respecto a la segunda posibilidad, nos parece que la esquizofrenia (automatismo mental) tiene su origen en la modernidad con la aparición y desarrollo de la ciencia y la jubilación de Dios, hechos que produjeron una profunda transmutación de la subjetividad, cuya expresión más reveladora son las voces (alucinaciones verbales).

Los textos de los autores del siglo XIX y primeras décadas del XX describen cuadros que perviven hoy día, quizás de forma más atenuada en su expresión. Digo quizás porque también puede ser que —más bien me inclino por esto último— en la actualidad, merced al desarrollo de la psicopatología y del Psicoanálisis estemos en condiciones de aprehender fenómenos muy sutiles pero relevantes. Eso sólo es posible si se dispone de una lente, es decir, de una teoría, que amplifique la escucha y la observación. Con todo esto voy al hecho de que estamos en mejores condiciones, a la hora de diagnosticar una psicosis discreta, por ejemplo, que las que tuvo en su tiempo Leuret cuando escribió sobre la «locura lúcida».

Lo que acabo de apuntar es únicamente para resaltar que la escucha y la observación son teórico-dependientes. Hoy disponemos de una teoría psicopatológica muy superior a la que tuvieron nuestros clásicos. Pero también es verdad que en la actualidad ni se observa ni se habla con los pacientes, como sí se hacía entonces. A muchos especialistas se les podría imputar que «no ven pacientes», más bien son los pacientes los que les ven a ellos a lo largo de la mañana.

Como decía antes, estamos en un momento de la historia en el que se tiende a la debilidad, la dependencia y la molicie. Filósofos, sociólogos y psicoanalistas coincidimos en destacar la devaluación de las figuras de autoridad, de esos referentes que han servido de guía a nuestros antepasados, con todos los inconvenientes que eso acarreaba. En la época victoriana, en la que vivió Freud, la neurosis era el resultado de la renuncia al goce. Los valores sociales, el Otro social, promovían la renuncia a la satisfacción en aras de vivir conforme a ideales virtuosos. Eso está muy bien, desde luego, aunque no resulta tan evidente que nos haga más felices. A este respecto, parafraseando el título de dos obras de Sade, podemos sacar a colación «las desdichas de la virtud» y «las prosperidades del vicio», para señalar con ello que la renuncia y la asunción de la civilización y de la cultura no garantizan la felicidad; tal es lo que propone Freud en El malestar en la cultura: «El precio del progreso cultural debe pagarse con el déficit de felicidad». Dicho en otros términos: cuanto más se renuncia, cuanto más se quiere satisfacer al superyó, más exigente se vuelve éste, como si de un glotón insaciable se tratara. Además, a mayor renuncia, mayor culpabilidad; la liberación que cabría esperar de la renuncia no sólo no se produce, sino que se recrudece la culpabilidad. Por eso evocaba el título de las obras del Marqués de Sade. Pues, según este parecer, da la impresión de que los más infelices son los buenos ciudadanos.

En la época de Freud, incluso la satisfacción debía ocultarse y estaba mal visto mostrar de lo que uno gozaba. Hoy sucede todo lo contrario, como desgraciadamente se comprueba al escuchar todos esos testimonios obscenos que inundan la programación de la televisión. Sin embargo, aunque los tiempos cambien y la expresión del pathos varíe, la pulsión está ahí, monótona y acéfala. Y, como sabemos, la pulsión siempre consigue la satisfacción aunque no le agrade al sujeto. Por eso Lacan, en Televisión, afirmó, de forma un tanto provocativa, que, desde el punto de vista de la pulsión, «el sujeto es feliz».

Como es natural, en la clínica actual tiene especial importancia el tipo y las maneras de gozar del hombre de hoy. Si algo caracteriza las formas de gozar actuales es su alejamiento del lazo social. La división subjetiva, la falta, la insatisfacción, esto es, la fuente del deseo parece obturada por el sinnúmero de objetos de satisfacción de los que la técnica nos provee y renueva a diario; objetos, al fin y al cabo, que funcionan como tapón de la castración pero que nos hacen más débiles. Este hecho se observa con una claridad palmaria en el terreno de las relaciones que establecen los jóvenes: al suprimirse el cortejo, la seducción, es decir, el tiempo necesario para que la inquietud o la angustia fragüe el deseo y le dé consistencia, lo que sobreviene es un paso directo al goce. De esa forma, cuanto más se cortocircuita el deseo y el amor, cuanto más rápido se accede al goce, mayor es la insatisfacción y la desesperación; por tanto, mayor es el empuje a repetir ese tipo de comportamientos, entre cuyos resultados se observa esa debilidad y molicie de la que hablaba.

Creo que ese tipo de goce autístico, ese dar la espalda al otro, está en la base del aumento de los síntomas sociales, el consumo de drogas, las adicciones a cualquier objeto o sustancia, las patologías del acto. Con razón, Lacan denominó a esta época «la era del niño generalizado». Lo terrible es que por no hacerse responsable de su goce, el sujeto tampoco inventa ninguna otra ruta de satisfacción que pase por el otro y lo mantenga en el mundo saludable aunque insatisfactorio del deseo.

Quizás por todo esto (la devaluación del Nombre-del-Padre y el auge de las formas autísticas de goce), lo que escuchamos en las consultas contrasta, en algunos casos, con los historiales clínicos de Freud. Da la impresión de que muchos sujetos se mantienen permanentemente en la queja, sin construir un síntoma consistente. Como sabemos, para tratarse y poder curarse es necesario construir un síntoma y rectificar la posición subjetiva, esto es, asumirse como sujeto que participa en el drama en el que se ha metido. En este punto hallamos a día de hoy numerosas dificultades.

Por otra parte, junto a este tipo de sujetos, a diario nos encontramos con las neurosis de siempre y con las psicosis que describieron los clásicos. Con respecto a las formas de presentación de la psicosis, también se observa, me parece, una atenuación de la expresión sintomatológica. Junto a la esquizofrenia, la paranoia y la melancolía, cada vez tratamos más psicóticos discretos o «normalizados», término que empleo a propósito puesto que muchos de ellos se sostienen en una hipernormalidad que pasa desapercibida.

¿Piensas que el biologicismo, la concepción naturalista de las enfermedades mentales, está ganando terreno en la Psiquiatría actual? En el momento actual, ¿cómo valoras la dialéctica entre la patología de lo psíquico y la Psicología de lo patológico, que en otro momento representaron la obra de Kraepelin y la de Freud?

Sí, desde luego que ha triunfado la patología de lo psíquico, el positivismo y los ideales naturalistas de las enfermedades mentales. Nosotros, por el momento, hemos cedido mucho terreno en esta pelea desigual. En estas circunstancias, nuestro compromiso con el Psicoanálisis, con la clínica stricto sensu, es el arma más eficaz. Si queremos avanzar, es necesario que recuperemos, ampliemos y mejoremos el lenguaje de la clínica. Hay tipos de síntomas, pero «hay una clínica» —decía Lacan en «Introducción a la edición alemana de un primer volumen de los Escritos»— que es anterior al discurso psicoanalítico. Nuestra compromiso implica conocer esa clínica y desarrollarla. Pero nuestro progreso se producirá en la medida en que seamos capaces de atender y de explicar lo que no entra en el «tipo», es decir, lo que es más singular de cada uno.

Soy optimista. Lo manifestaba antes cuando comentaba que ya resuena un cierto ruido proveniente del malestar ante la medicalización global y el canto a la irresponsabilidad. Si la histeria frustró los sueños de compresión alumbrados por la Medicina y la Neurología, si la histeria fue la puerta de entrada a esa «otra escena» en la que se edificó el Psicoanálisis, también ella terminará por poner en un brete a este nuevo amo del saber y del poder. Porque basta con que haya una figura que se arrogue un saber o que tenga a gala ostentar un poder, para que el sujeto histérico le demuestre su impotencia.

Tú has reivindicado la participación y responsabilidad del loco en su locura. ¿Puedes comentarnos algo al respecto? ¿Cómo te parece que esto se traduce en la manera de tratar a los pacientes psicóticos?

Los pacientes psicóticos están locos pero no son tontos. Tenemos razones basadas en la clínica para defender la participación y responsabilidad del loco en su locura. Los psicóticos son más rigurosos que nosotros. Por eso, cuando se trata de la responsabilidad subjetiva, es frecuente que ellos la reclamen. Los ejemplos al respecto son numerosos, pero conviene tener presente el de Louis Althusser, tal como lo narró en su autobiografía El porvenir es largo.

Considerar que el sujeto es responsable, esté o no loco, es confiar en su capacidad de reequilibrio. Por supuesto, no estoy hablando de la responsabilidad penal; eso es asunto de la Justicia. La responsabilidad subjetiva es la condición necesaria de cualquier tratamiento psíquico. ¿De qué se ha de curar alguien que no tiene ninguna relación con lo que goza o sufre?

Se trata de un asunto ideológico, por supuesto. Si echamos una mirada a la historia de la clínica, comprobaremos que Pinel confiaba en la curación de los locos, razón por cual se las ingeniaba como podía con el tratamiento moral. Si confiaba en la curación era porque consideraba al alienado como un loco parcial, de manera que la alienación jamás se apoderaba completamente de él, ni siquiera en los momentos más álgidos de la locura maníaca; así se expresa en el Traité médico-philosophique sur l’aliénation mentale ou la manie, cuando escribe a propósito de un enfermo: «[…] gozaba, por lo demás, del libre ejercicio de su razón; aún durante sus paroxismos, respondía directamente a lo que se le preguntaba, sin advertirse ninguna incoherencia en sus ideas, ni señal alguna de delirio, y conocía íntimamente incluso todo el horror de su situación, […]». De manera que para Pinel siempre había un grano de razón en el alienado, por eso confiaba en que se podía curar. Con la implantación del modelo de las enfermedades mentales, la locura parcial es negada y con ello se recrudece el nihilismo terapéutico. Freud recupera todos esos aspectos (la locura parcial y la responsabilidad del loco) cuando propone su tesis sobre el delirio como intento de reequilibrio.

Considerar a un sujeto responsable es dotarlo de capacidad de responder o de rendir cuentas de sus decisiones y sus elecciones, de sus actos y sus dichos, lo que implica que puede poner cuidado a la hora de decidir, pues él es el único dueño. Con los locos este asunto tiene especial interés porque, como ya decía, son especialmente rigurosos. El que las cosas no importen o que por una vez se pueda transigir, todo ese barullo con el que nos entrampamos los neuróticos le resulta al loco despreciable, falto de dignidad y de rigor. Lacan, en su tesis doctoral, mostró con mucha precisión los efectos salutíferos del castigo y la asunción de la responsabilidad subjetiva. Tan bien le sentó a Aimée esto que, cuando Lacan fue a visitarla a la cárcel después de intentar acuchillar a la actriz, ya no deliraba; el delirio había caído y sollozaba.

Por otra parte, es necesario tener en cuenta que cuando algún loco mata o lo intenta no lo hace por estar loco, sino porque a su patología mental se asocia también la maldad, ese kakon del que hablaron hace ochenta años, entre otros, Jacques Lacan, Paul Guiraud y Constantin von Monakow; pero ahí estamos en el terreno de la ética. La psicopatología y la patología ética no van siempre juntas. Los psicóticos, como cualquiera, pueden ser malos o buenos, listos o tontos.

Al psicoanalista lacaniano

¿Qué te llevó al Psicoanálisis? ¿Por qué la opción de una formación lacaniana? ¿Cómo te formaste como psicoanalista? ¿Quiénes fueron tus maestros? ¿Cuáles son tus autores de referencia?

Entré en el Psicoanálisis por la puerta grande: estaba angustiado y consulté con un analista. Antes de esto, como discurso, el Psicoanálisis ya me interesaba y había leído sobre todo a Freud. Me gustaba estudiar y me interesaba la locura, así que me relacionaba con algunas personas que me aproximaron a los círculos psicoanalíticos lacanianos. Desde los veinte años comencé a frecuentarlos; en esos años, aún no había terminado la Licenciatura. Lacan causaba un atractivo poderoso en nosotros. Además de la fascinación que me produjo un escrito suyo titulado «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis», lo que más me gustaba de Lacan era la actualización que realizaba de Freud y las múltiples referencias al mundo de la cultura, la filosofía, la lingüística, la antropología, las matemáticas y la topología. Eso, junto con la omnipresente reflexión sobre la locura y las amistades que fueron surgiendo, me reafirmaron en mi opción inicial.

De mi formación psicoanalítica lo más importante fue el análisis con Vicente Palomera. Sin ese análisis creo que no hubiera llegado a ser lo que quería ser. También estudié, me licencié y me doctoré. Pasé muchas horas en lo que entonces se llamaba la Biblioteca Freudiana de Barcelona. Durante años fui a casi todas las actividades, a diario. Era el centro de mi vida. En el aprendizaje de la clínica psicoanalítica me ayudó mucho los tres años de la Sección clínica de Barcelona, por entonces situada en la Clínica Quirón. Yo ya vivía en Valladolid, pero viajaba de continuo para analizarme y asistir a la docencia de la Sección clínica.

Además de Freud y de Lacan, al psicoanalista que más leo es a Jacques-Alain Miller. Admiro su capacidad de transmitir de forma rigurosa y sencilla las cuestiones más enrevesadas. No sé qué habría sido del Psicoanálisis lacaniano sin Miller. Soy poco amante de lo rebuscado. Por eso leo y escucho a Miller.

En cuanto a los maestros, considero a Fernando Colina mi maestro. Lo fue y lo sigue siendo. Antes de conocerlo en persona, lo había leído. Con él coincidí en la pasión por la locura. Quiso el destino, ayudado por mi empeño, que termináramos trabajando juntos. Desde hace casi veinte años, en el Centro de Salud Mental, tenemos las consultas separadas por un tabique. Colina es para mi un maestro a la vieja usanza, alguien a quien se respeta, con quien se dialoga y a quien se tiene por amigo. Me ha enseñado muchas cosas sobre los locos, sobre la cultura antigua y, sobre todo, reanima mi pasión por el saber.

¿Cuál te parece que es la importancia de Lacan en la historia del Psicoanálisis? ¿Podrías resumirnos cuáles son, según tu criterio, las aportaciones fundamentales de la obra de Lacan?

Como decía anteriormente, de todas las contribuciones que Lacan ha realizado al Psicoanálisis la mayor es, en mi opinión, su actualización a las problemáticas del hombre de nuestros días. Durante años, Lacan enseñó y escribió sobre los textos freudianos. A partir de los años sesenta, con el Seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan suelta de la mano a Freud y comienza a inventar. A partir de entonces, Lacan se vuelve cada vez más lacaniano. Su enseñanza gira una y otra vez sobre sus propios conceptos, los enfoca desde perspectivas distintas y los enriquece. El énfasis que otrora había puesto en lo simbólico cede paulatinamente terreno frente a lo real, desde donde formaliza el grueso de sus aportaciones: el objeto a, el sinthome, el goce y la clínica borromea.

En el ámbito de la técnica, la práctica de las entrevistas preliminares y las sesiones de tiempo variable, su doctrina de la transferencia como Sujeto-supuesto-saber o la interpretación como medio-decir bajo la forma del enigma o la cita son aspectos característicos de la clínica lacaniana. Desde un punto de vista general, Lacan ha aportado una reflexión muy novedosa sobre el estatuto del analista, la naturaleza de su deseo, la lógica que sostiene su posición y la ética en la que se afirma su acto, el acto analítico.

En el terreno de la psicopatología, de una concepción estructural según la cual existen tres estructuras clínicas, cada una de ellas definida por un mecanismo genérico, el último Lacan dio una vuelta de tuerca con la clínica de los nudos. Si con la clínica estructural se proponía una perspectiva discontinua, esto es, una independencia entre neurosis, psicosis y perversión, con la clínica borromea se avista una visión continuista, en la cual la pregunta apunta a indagar qué es lo más particular de cada uno y qué es lo que permite a determinado sujeto mantenerse equilibrado o reequilibrado. Desde este punto de vista, Lacan se interesó por James Joyce y dedicó uno de sus último Seminarios (El sinthome) a averiguar si estaba loco o, para ser más preciso, a desentrañar qué es lo que le permitió a Joyce no desencadenar una psicosis clínica.

Desde luego, la obra de Lacan es inseparable de la investigación de la psicosis y el trato con el loco. Sus grandes aportaciones, en especial las que atañen al goce y lo real, derivan de la clínica de la locura. En este sentido se puede afirmar que la perspectiva lacaniana se nutre sobre todo de la enseñanza de los locos y de las experiencias de la psicosis.

¿Qué texto o qué textos recomendarías (de Lacan o de otros autores ) a alguien que desee introducirse en la obra de Lacan?

Conforme a lo que acabo de apuntar, a los que estén interesados en la locura les recomiendo comenzar con el Seminario Las psicosis. Así lo hago con los residentes. En él se encuentran numerosas referencias a la clínica clásica, a la función del delirio y, a medida que se suceden las lecciones, Lacan comienza a dar forma a su noción de forclusión del Nombre-del-Padre. Naturalmente, ese Seminario está inspirado en las dos obras sobre la psicosis más importantes que se han escrito. En primer lugar, Hechos memorables de un enfermo de los nervios, del profesor de psicosis Paul Schreber; en segundo lugar, los comentarios que Freud le dedicó en sus Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia… A quienes no les mueve el interés por la psicosis, les propongo que lean el Seminario Las formaciones del inconsciente, a la par que El chiste y su relación con lo inconsciente, de Freud; a partir de los comentarios sobre el famillonario, el Seminario va dando forma a la lógica de la castración y la significación del falo, culminando con nueve lecciones antológicas sobre el deseo y la demanda en las neurosis.

Creo que para introducirse en la obra de Lacan, el mejor libro que se puede recomendar hoy día es Introducción a la clínica lacaniana (Gredos, 2006), de J.-A. Miller. Esta obra se puede completar con los tres volúmenes del mismo autor, recientemente publicados con el título Conferencias porteñas (Paidós, 2009-10). Para los interesados en la psicosis, es muy útil el libro de Jean-Claude Maleval La forclusión del Nombre del Padre (Paidós, 2002); para los que quieran adentrase en cuestiones técnicas, antes que cualquier otro, el libro de Domenico Cosenza Jacques Lacan y el problema de la técnica en psicoanálisis (Gredos, 2008) satisfará con creces su curiosidad y les aportará unos sólidos fundamentos del quehacer psicoanalítico.

¿Cómo ha evolucionado el Psicoanálisis lacaniano desde la muerte de Lacan?

La obra de Lacan está en continuo movimiento. La mayor parte de sus Seminarios no se había editado mientras Lacan vivía. Eso implica que, a medida que se editan, son objeto de estudio pormenorizado. Las líneas fundamentales de la orientación lacaniana derivan de la enseñanza de Miller, en especial del Curso que año tras año dicta en París; asimismo, de los distintos Encuentros internacionales del Campo freudiano.

En el momento actual existe un gran interés por desarrollar las últimas contribuciones relativas al síntoma desde la perspectiva real, es decir, la que sirve al goce; al enfatizarse esta perspectiva, ceden terreno otras, como la relativa al sentido del síntoma y su desciframiento. De una u otra forma, en el fondo, todos los lacanianos tratamos de dar alguna solución a la articulación entre lo simbólico y la libido, entre el inconsciente y la pulsión. Estos son, en fin, los dos grandes pilares —la sexualidad y las formaciones del inconsciente— en los que Freud asentó su doctrina; la cuestión es cómo se articulan.

Como decía antes, en el momento actual resulta decisivo que sepamos cómo conjugar los dos grandes modelos de Lacan, el de las estructuras clínicas y el de la clínica de los nudos. La tendencia a desechar lo antiguo y abrazar lo nuevo es muy tentadora. Pero en este caso hay que tomarse un tiempo y comprobar cuánto da de sí la nueva clínica de Lacan, la cual sólo barruntó, a diferencia de la clínica estructural, que alcanzó un completo desarrollo.

¿Han influido otras aportaciones y escuelas en su desarrollo (del Psicoanálisis lacaniano) de manera significativa?

Cualquiera que lea los Seminarios o los escritos de Lacan comprobará que son continuas las referencia a otros psicoanalistas, de quienes comenta sus casos o sus textos. Creo que Melanie Klein, pese a las notables divergencias, le ha servido de inspiración, en especial en la noción de imago y en el carácter posterior de la formación del yo con respecto a la relación de objeto.

Así como Klein parece haberle influido e inspirado, los desarrollos de Anna Freud y los de la Ego psychology se hallan a una considerable distancia de Lacan. En cualquier caso, su referencia omnipresente fue Freud. Sus reflexiones siempre se inspiraban en Freud, a quien volvía una y otra vez.

¿Qué autores actuales de orientación lacaniana destacarías?
Por encima de cualquier otro, a Jacques-Alain Miller. Aprecio mucho también las aportaciones de Serge Cottet, precisamente por ese toque freudiano que atesoran y que tanto me gusta. En materia de psicosis, leo con gusto a Jean-Claude Maleval y a François Sauvagnat; también a Colette Soler.

Entre los colegas de habla hispana, aprecio como docentes y conferenciantes a Manolo Fernández Blanco y a Vicente Palomera. Leo con agrado a Miquel Bassols, escriba sobre el tema que sea, porque me gusta su estilo expositivo. Cuando tengo que preparar algún texto o conferencia, suelo consultar lo que ha escrito sobre ese particular Vilma Coccoz. Mi amigo Pepe Eiras me ha enseñado muchas cosas; tiene un don especial para la clínica y nunca doy nada a la imprenta sin que él lo haya leído. Chus Gómez también me ilumina, en nuestras continuas conversaciones, sobre la buena posición para escuchar y hablar con los locos. Del otro lado del Atlántico, admiro en especial a Roberto Mazzuca.

¿Qué autores (psicoanalistas) no lacanianos te interesan más?

Me interesa Winnicott, desde luego. De los más antiguos, Abraham, también algunas cosas de Ferenczi; Tausk me parece muy sagaz. Por mi inclinación hacia a la psicosis, además de los estudios de Federn, he estudiado cuanto se ha escrito en el entorno de la Chesnut Lodge, en Rockville, Maryland, en especial a Harry Stack Sullivan, Frieda Fromm-Reichmann y Harold Searles.

Naturalmente, entre la formación que impartimos a los residentes, una parte importante consiste en el estudio de las grandes contribuciones de los psicoanalistas. Les solemos recomendar, cuando empiezan, que lean los historiales clínicos de Freud y las Conferencias de introducción al psicoanálisis, además del Tratado de psiquiatría de Henri Ey o Los estudios psiquiátricos. Les resulta muy útil al principio, lo que motiva de continuo comentarios y debates, el libro de Jean Bergeret La personalidad normal y patológica. Cuando van avanzando, fuera del ámbito lacaniano, solemos debatir sobre los estudios de Kohut (el que prefiero es Los dos análisis del Sr. Z), Kernberg (sobre todo Desórdenes fronterizos y narcisismo patológico), y Melanie Klein y sus estudios sobre las posiciones esquizo-paranoide y depresiva.

¿Para cuándo el segundo volumen de Fundamentos de psicopatología psicoanalítica?

Lo siento. No habrá un segundo volumen. Fue un esfuerzo tan inmenso que no quiero repetir. No deseo de ninguna manera consumir las noches y los días mirando una pantalla de ordenador y desatendiendo otros asuntos ahora más importantes. Han pasado ya unos años, pero aún recuerdo que quedé tocado del esfuerzo. Fueron cuatro años en los que no había más que Fundamentos

¿Cómo ves el estado del Psicoanálisis en Castilla y León? ¿Y en España?

El estado actual del Psicoanálisis en Castilla y León no se puede entender sin tener presente el papel que ha desempeñado en su historia el Hospital Psiquiátrico Dr. Villacián de Valladolid. Aunque no es ésta la única referencia a considerar, como después indicaré, sí merece la pena que se la valore en su justa medida. Si nos remontamos tres décadas atrás, el Villacián fue una de las puntas de lanza de la reforma psiquiátrica en España. Además del compromiso con la asistencia pública comunitaria, lo característico del Villacián y del Colectivo Villacián —nombre con el que se nos reconocía a quienes trabajábamos allí— era su raigambre psicoanalítica, cosa que se manifestaba en la orientación clínica y en la formación que se impartía a los residentes. Al parecer, hicimos bien el trabajo y el manicomio se cerró. Hace unos años, la Administración nos desplazó a un hospital general, el Hospital Universitario Río Hortega, donde se ha trasladado nuestra Unidad de hospitalización y los servicios docentes; por lo demás, la mayoría del Colectivo Villacián seguimos trabajando en los barrios, en los distintos Centros de Salud Mental.

No quiero extenderme mucho al respecto, pero se puede afirmar que el Río Hortega (y antes el Villacián) es, seguramente, el único hospital docente español en el que la formación impartida es fundamentalmente psicoanalítica. En nuestras conferencias de los viernes, abiertas al resto de trabajadores del hospital, los invitados son sobre todo psicoanalistas o especialistas que tienen una orientación psicoanalítica. Tal es así que los asistentes ajenos a nuestra disciplina, los curiosos que se acercan a escuchar, piensan que la Psicología y la Psiquiatría son psicoanalíticas, que esa es la orientación principal o quizás la única.

El hecho de que se haya asentado y desarrollado esta orientación, de que cada vez más realicen aquí rotaciones residentes de otros hospitales de España y otros lugares del mundo, se debe sobre todo a Fernando Colina, el último director del manicomio Villacián y actual Jefe de Servicio de Psiquiatría del Río Hortega; se debe también, seguramente, al compromiso tácito de trabajar por un bien común y a la buena amistad que Colina y yo mantenemos desde hace muchos años. Nosotros somos las cabezas más visibles de ese Colectivo y los que nos encargamos de la mayor parte de la formación de los residentes en Psiquiatría y Psicología clínica.

Además de esto, fuera del ámbito sanitario e institucional, he sido muy afortunado al coincidir con Fernando Martín Aduriz, actual consejero de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis. Trabajamos en buena armonía, nos tenemos por amigos y lo pasamos bien. Los dos coordinamos el Instituto del Campo Freudiano en Castilla y León y llevamos el timón del Psicoanálisis en nuestra Comunidad. Creo que el éxito depende de varios factores. Por una parte, nuestra buena relación; a mi edad las cosas se hacen por ganas y por amistad. Por otra, no entramos en competencia ni en tonterías narcisistas, con lo cual lo que es bueno para mí también lo es para él y viceversa. Aunque tenemos estilos muy contrastados, ambos coincidimos en la preocupación por los jóvenes que se acercan al Psicoanálisis; les dedicamos tiempo y tratamos de contagiarles nuestro entusiasmo. Con el grupo de psicoanalistas procuramos sacar lo mejor de cada uno, les damos un lugar y somos respetuosos con sus diferencias.

Lo cierto es que aquí el Psicoanálisis no está mal visto, incluso se puede afirmar que el Psicoanálisis en Castilla y León goza de buena salud. Dentro de las actividades que convocamos anualmente, hace unos días comencé un curso de extensión universitaria titulado Amor, deseo y goce. Siete lecciones de introducción al psicoanálisis. Había más de cien inscritos. Creo que esto dato habla por sí mismo.

El estado del Psicoanálisis en España parece que comienza a gozar de buena salud. No hemos estado a la altura de la revolución freudiana. Pero confío en los jóvenes.

Algo hemos hecho mal los psicoanalistas para tener que dedicarnos ahora a recuperar un terreno que perdimos. Eso nos concierne a todos, lacanianos, kleinianos o lo que sea. Mientras seamos marginales es bueno que permanezcamos unidos. Después, cuando salgamos a flote, ya tendremos tiempo de diatribas.

¿Cuál te parece que es la especificidad de la teoría lacaniana sobre la psicopatología de la psicosis?

De manera sintética, lo primero que se puede decir, en mi opinión, es que la doctrina lacaniana se inspira de manera directa en la experiencia psicótica. Sus conceptos más originales, en especial el goce y lo real, derivan de ahí. Además, las aportaciones de Lacan al conocimiento de la psicosis están perfectamente articuladas con la clínica clásica; de hecho, constituyen la explicación por excelencia a las descripciones realizadas por los grandes nombres de la psicopatología.

Dicho esto, dentro del pensamiento lacaniano se pueden distinguir dos grandes modelos nosológicos. El primero se articula en referencia a las estructuras clínicas, es decir, los invariantes universales en los que se expresa el pathos; el segundo, arraigado en una perspectiva más nominalista, tiende a despejar la esencia peculiar de cada sujeto, lo que le es más particular.

Con respecto a las estructuras clínicas o «estructuras freudianas» —como las denominó Lacan—, es necesario señalar que ellas (neurosis, psicosis y perversión) se conforman en función de mecanismos psíquicos específicos (represión, Verdrängung; forclusión, Verwerfung; renegación, Verleunung). A mi manera de ver, se trata de una concepción psicopatológica muy original, tanto en sus vertientes nosológica como nosográfica. En ella se define los trastornos psíquicos como organizaciones estables y precozmente cristalizadas. En ningún caso se trata de una concepción determinista, al estilo de las enfermedades mentales que suceden sin contar con el sujeto. Por el contrario, la elección y la ejecución del mecanismo genérico depende del sujeto, el cual pretende enfrentar la castración echando mano de una defensa que conformará su organización psíquica de forma definitiva. Por tanto, en esta concepción se encumbra la responsabilidad subjetiva, de una manera tal que la clínica y la ética constituyen aspectos hermanados e indisociables. Al respecto resulta ejemplar la afirmación de Lacan, tomada de la intervención «Acerca de la causalidad psíquica» (1946), en las Jornadas psiquiátricas de Bonneval, en la que situó la causalidad de la locura en relación a «una insondable decisión del ser».

En lo que atañe a la psicosis o estructura psicótica, ese mecanismo defensivo genérico, específico e inherente es la Verwerfung o forclusión, del cual surgen las distintas variantes o tipos clínicos: paranoia, esquizofrenia, melancolía y excitación, además de las psicosis normalizadas o discretas y las psicosis que permanecen sin desencadenar. La raigambre freudiana de estas consideraciones es evidente. El propio Freud había observado, a propósito del Hombre de los Lobos, lo distinta que era la defensa ante la castración cuando el mecanismo empleado era la Verdrängung (represión) o cuando era la Verwerfung (rechazo radical): «eine Verdrängung ist etwas anderes als eine Verwerfung», es decir, «una represión es otra cosa bien distinta a un rechazo». También Freud explicita de qué manera, al fracasar la defensa, se produce un retorno de lo que se reprimió o rechazó (forcluyó); eso está ya en sus primeras contribuciones psicopatológicas, esas obras maestras que nos acercan a la trastienda de la subjetividad. En el primero de sus escritos sobre las neuropsicosis de defensa (1894), ya advierte que el psicótico emplea una modalidad defensiva mucho más enérgica y radical, la cual consiste en que el Yo desestima o rechaza (verwirft) tanto la representación intolerable como su afecto, comportándose como si esa representación jamás hubiera comparecido. La opción de esta defensa tan radical implica el refugio en la psicosis: «El yo se arranca de la representación insoportable con un fragmento de la realidad objetiva, y en tanto el yo lleva a cabo esa operación, se desase también, total o parcialmente, de la realidad objetiva».

Si dedico tantas palabras a esto es porque le atribuyo más importancia que a los posteriores desarrollos. Estos últimos, ni siquiera habrían sido intuidos de no ser que la locura (y la neurosis) se hubiese considerado el efecto de una defensa accionada por el sujeto.

Con todas estas mimbres y otras provenientes de la lingüística de las formaciones del inconsciente, Lacan asoció la Verwerfung al significante Nombre-del-Padre, de manera que lo característico de la psicosis es la forclusión del significante Nombre-del-Padre, pilar en el que se asienta el registro simbólico.

Aunque lo expondré de forma apresurada, de estos rudimentos se pueden extraer las características de este modelo clásico de psicosis elaborado por Lacan en los años cincuenta, en el cual se explican con suficiente hondura los fenómenos prodrómicos, las coyunturas del desencadenamiento y la estabilización (sobre todo la que se consigue mediante el trabajo delirante); en este modelo, los trastornos del lenguaje adquieren un valor patognomónico en la semiología del cuadro clínico. En primer lugar, se trata de un modelo basado en la discontinuidad, esto es, en que existe un antes y después de la crisis o desencadenamiento. En segundo lugar, este desencadenamiento, sobrevenido por el fracaso de la metáfora paterna, implica un nuevo reajuste de los tres registros de la experiencia subjetiva (Simbólico, Imaginario y Real), desencadenamiento que se produce en coyunturas vitales muy particulares en las que se pone de relieve el fracaso del Nombre-del-padre, su inconsistencia radical. En tercer lugar, previamente al desencadenamiento, el clínico puede advertir —en ocasiones de forma muy clara— la presencia de ciertos fenómenos elementales, los cuales indican el trasunto psicótico de ese sujeto y dan pistas sobre el tipo de locura que pudiera llegar a desarrollar. Por último, siguiendo el paradigma de la psicosis de Schreber, el delirio aporta (o puede aportar) una función de reequilibrio y estabilización.

De manera gráfica, este modelo estructural de psicosis —en mi opinión, el más potente que se ha elaborado por cuanto conjuga a la perfección la semiología clínica con la doctrina explicativa— puede representarse con la metáfora del taburete al que le falta una de sus patas; Lacan lo menciona en el Seminario III: Las psicosis. El sujeto puede permanecer sentado, es decir, estable de por vida, para lo cual se fuerza a adoptar algunas posturas un tanto rígidas e incómodas; pero cuando se le presenta una coyuntura un tanto delicada, lo que suele suceder es que se desequilibre y caiga. Partiendo de esta imagen, se pueden situar algunos de los conceptos antes expuestos: hay algo esencial para el equilibrio del sujeto que falta de entrada (el significante del Nombre-del-Padre); sin disponer de ese significante, el sujeto puede mantenerse estable echando mano de determinados forzamientos (identificaciones imaginarias, síntomas fóbicos y conductas de prevención, amplificación de la parafernalia obsesiva y control ritualizado de la vida, etc.); pero cuando el sujeto se enfrenta a una coyuntura comprometida (noviazgo, relación sexual, paternidad, vicisitudes laborales, etc.) en la que necesariamente tiene que servirse de esa pata ausente (ese significante fundamental), se produce una desestabilización o desencadenamiento, un antes y un después en su existencia.

El modelo borromeo es distinto, como ahora intentaré mostrar. En todo caso, antes conviene aclarar lo que entendemos por nudo borromeo y la utilidad que nos dispensa. Se trata de un nudo constituido por tres aros enlazados de una forma tal que, si se separa cualquiera de ellos, los otros dos se sueltan al instante; tomado de la topología combinatoria, Lacan asimiló sus tres registros (Simbólico, Imaginario y Real) a esos aros anudados que, en tiempos, habían servido de blasón a la familia Borromi. Una primera comparación del nudo de tres aros con la metáfora del taburete (imágenes que pueden servir al principiante para introducirse en la lógica de estos modelos) nos indica que este segundo modelo parece destinado a mostrar la gran variedad de tipos de consistencia o equilibrio que pueden darse en los sujetos, las múltiples posibilidades de que un sujeto con una falla en el anudamiento Real-Simbólico-Imaginario pueda mantenerse equilibrado (sin desencadenar una psicosis), por ejemplo mediante la creación de un cuarto nudo, esto es, la invención de un síntoma, por ejemplo.

El modelo en cuestión corresponde a las últimas elaboraciones de Lacan y entraña ciertas complicaciones pues está aún en fase de desarrollo. Estas complicaciones son evidentes si se tiene en cuenta que, a diferencia de la locura ejemplar de Schreber, la inspiración proviene en este caso de Joyce. A diferencia de la gran psicosis schreberiena y de la solución delirante que construyó, la locura de Joyce es muy discreta y el remedio que encontró es tan particular que sólo le sirvió a él. Se trata de un modelo continuista en el que se enfatizan las distintas modalidades de reequilibrio o suplencia. En este caso, el determinismo de lo simbólico, con el Nombre-del-Padre a la cabeza, es desplazado en favor del goce, de las formas singulares de gozar. De esta manera se pone el acento en los casos raros, los inclasificables, los que están en las fronteras, en los límites o en los litorales, esos casos que, frente a los grandes locos de siempre, pasan desapercibidos porque son locos que no lo parecen.

De la clínica de las estructuras a la de los nudos se produce un importante cambio doctrinal. Este cambio se puede sintetizar, aún pecando de precipitación, de la siguiente manera: hasta los años ’70 Lacan consideraba que R-S-I, los tres registros de la experiencia, se mantenían unidos y articulados, cada uno con sus características, bajo el predominio de lo simbólico; a partir de ahí, propone que esas tres dimensiones más que solidarias son discordantes, de manera que pueden anudarse aunque no es necesario que se anuden. Así, la investigación psicopatológica se enfoca a averiguar qué hace que determinado sujeto permanezca equilibrado, qué tipo de anudamiento le permite mantenerse más o menos estable, qué función estabilizadora le aporta determinado síntoma o apoyatura. En fin, esta clínica borromea implica una atención muy especial a la relación entre el cuerpo (imaginario), el verbo (simbólico) y el goce (real), a las distintas posibilidades de que estos tres registros permanezcan anudados entre sí o mediante otros nudos suplementarios.

Se trata, por tanto, de una clínica más sutil y discreta si se la compara con los grandes tipos clínicos descritos por la psicopatología clásica y explicados por la clínica de las estructuras. A mi manera de ver, este modelo de los nudos podrá adquirir la consistencia teórica y la utilidad clínica que tiene la clínica estructural sólo si conseguimos dotarlo de una semiología clínica que permita aprehender, clasificar e interpretar las experiencias que el sujeto trasmite en sus dichos.

Tú has desarrollado un modelo unitario de psicosis, expuesto tanto en La invención de las enfermedades mentales como en Estudios sobre las psicosis. ¿Podrías decirnos algo de él, aunque sea muy brevemente? ¿Puedes decirnos algo de las nociones en las que se basa, nociones que has investigado en los últimos años: ¿Certeza? ¿Discontinuidad? ¿Fenómenos elementales? ¿Polos de la psicosis? ¿Función del delirio?

Los modelos psicopatológicos deben supeditarse al trato con el doliente y ajustarse al rigor de las expresiones del pathos. Según esto, a un psicoanalista le conviene elaborar una Psicología patológica que le posibilite intervenir, mediante la palabra, en el malestar. Eso implica, también cuando se trata de la psicosis, que el sujeto no quede abolido por la enfermedad, es decir, que conserve, aún estando loco, su responsabilidad y disponga de la capacidad de rectificar o de maniobrar en el drama que ha construido. Por tanto, el modelo apropiado, el que conviene a la terapéutica psíquica, es el de la locura parcial, esto es, el que encumbra al sujeto en la posición de agente de su locura y, por ello, también lo considera agente y participante de su curación.

El modelo que planteo en el último capítulo de La invención de las enfermedades mentales es el resultado una larga elaboración. Quien lo lea con atención se dará cuenta de que se inspira en la locura del Dr. Schreber; de ahí surgen los aspectos esenciales: la discontinuidad, la certeza, el fenómeno elemental, la función estabilizadora del delirio y la visión unitaria de la psicosis. Es un caso tan ejemplar que contiene prácticamente todo el repertorio de experiencias psicóticas. Pero lo más importante que aporta su magisterio, tal como Freud descubrió, es que es el propio sujeto Schreber quien maniobra y realiza cada movimiento, sea para precipitarse en el abismo o para trabajar delirando en pos de su restablecimiento.

Soy partidario de la discontinuidad porque es lo que observo en mis pacientes. Siempre hay un antes y un después, una crisis o ruptura, sea en la esquizofrenia o en la paranoia. De ello nos advierten algunos autores clásicos con todo lujo de detalles, por ejemplo Lasègue al describir los delirios de persecución. Desde un punto de vista lógico conviene distinguir dos tiempos en la edificación de cualquier psicosis: el primer tiempo se concreta en el vacío de significación o experiencia enigmática; el segundo se caracteriza por las distintas respuestas que el sujeto perplejo pueda construir.

Ahora bien, ¿qué es lo genuino de la locura? Desde luego, si hay algo inherente a la locura es la certeza; más aún, una certeza que no se puede compartir, de ahí gran parte de la soledad esencial del psicótico. Nietzsche, en Ecce homo, lo dice con rotundidad cuando afirma que no es la duda la que vuelve loco al hombre, sino la certeza; y lo mismo podemos extraer de las palabras del Premio Nobel John Forbes Nash, uno de los más destacados profesores de psicosis: «Me sentía como un profeta que vagaba solo por el mundo, alguien que tenía una gran verdad que transmitir pero que no encontraba ningún interlocutor».

La trabazón de la psicosis y la certeza se pone de relieve no sólo en los grandes fenómenos, como la alucinación o el delirio, sino también en los más discretos o elementales, es decir, en ese conjunto de manifestaciones minimalistas que nos orientan en el diagnóstico y en la dirección de la cura. Tanta importancia le concedo a la certeza, sea como axioma del delirio o como experiencias de certeza, que me atrevería a calificar de «psicóticos» a aquellos sujetos que han experimentado, experimentan o pueden llegar a experimentar determinadas vivencias genuinas e inefables, todas ellas caracterizadas por una certeza que no pueden compartir con nadie y que comanda todos los movimientos de su vida. Si se admite este supuesto, una comunidad de experiencias conjuntaría todas las posibles formas de presentación de la psicosis, sean clásicas o actuales, más locas o más discretas, lo parezcan o no lo parezcan.

Podemos preguntarnos también a qué se debe que alguien pueda albergar dudas o creencias, mientras que algunos sujetos, en determinados ámbitos de su experiencia, están bajo la égida de la certeza. Por supuesto, esos hechos guardan una relación consustancial con el mecanismo que los origina, la Verwerfung o forclusión; de ahí deriva esa cualidad de ser vividas como reales, verdaderas, referidas y ensambladas al sujeto. Es necesario tener presente que del mecanismo de la Verwerfung surgen dos dimensiones que actúan de forma sincrónica: por una parte, el sujeto no se reconoce autor de eso que rechaza de forma radical; por otra, esas representaciones que no han entrado en el proceso de la simbolización le retornan, siendo experimentadas como proviniendo de otro lugar pero aludiéndole, pues al fin y al cabo son sus propias representaciones. En ese sentido se puede afirmar que todas las experiencias de la certeza son testimonios de primera mano o efectos primigenios del mecanismo causal que constituye la estructura psicótica.

También de Schreber deriva la concepción de los polos de la psicosis. En síntesis, propongo que se puede entrar en la psicosis por varias puertas: melancolía, paranoia o esquizofrenia. En muchas ocasiones, con algunos pacientes a los que conocemos bien, sabemos incluso la puerta por la que entrarán en la locura: cuando prevalecen los fenómenos elementales del tipo de la autorreferencia enfermiza, lo más seguro es que el sujeto abra la puerta de la paranoia, puesto que ya existe un Otro detrás de las experiencias de autorreferencia; en cambio, los fenómenos de fragmentación del pensamiento y ruidos en el cuerpo, es decir, todos los fenómenos del Pequeño Automatismo clérambaultiano, ya nos advierten de que, si se abre alguna puerta, esa será la de la esquizofrenia o automatismo mental.

Paul Schreber, el profesor de psicosis, me inspira también para proponer una concepción unitaria de la psicosis, esto es, la posibilidad de transición de un polo a otro, de que el psicótico que busca reequilibrarse pueda desplazarse por las distintas polaridades que permite la estructura. Esta concepción es contraria a la visión de las enfermedades mentales como entidades independientes, al estilo de Kraepelin. También se opone a aquellas propuestas favorables a la Einheitspsychose (psicosis unitaria), como la de Griesinger o la de Llopis, porque en ellas es el organismo el que determina la causa, la evolución y la terminación de la enfermedad. En el fondo, con este proyecto trato de alentar la confianza en el loco y en las posibilidades que tiene, a menudo con ayuda, de dar con algún tipo de estabilización. Estoy de acuerdo en que existen locos más esquizofrénicos, otros más paranoicos y otros más melancólicos. Desde luego, así es. Pero el modelo de las enfermedades psicóticas independientes me parece demasiado rígido y limita las opciones del sujeto; es un modelo determinista en el que el sujeto sólo cuenta en tanto que pasivo.

Por otra parte, me parece más acorde con los hechos clínicos el modelo de los polos de la psicosis y la concepción unitaria de la psicosis. Partiendo de esa referencia, podemos explicarnos las numerosas variaciones y transiciones que se sucedan en el curso de la psicosis entre los polos del humor y de la razón, o viceversa, sin tener que recurrir a ese engendro psicopatológico llamado «patología dual». Por lo demás, la perspectiva unitaria favorece y consolida el binomio esencial de cualquier proyecto psicopatológico, es decir, la oposición entre neurosis y psicosis. También permite adoptar una distancia prudente respecto a la proliferación de nosografías demasiado apresuradas y cambiantes, las cuales, más que suponer un progreso, indican la confusión reinante y los intereses extraclínicos que hay detrás.

Este tipo de concepciones facilita además una mejor aprehensión de la estructura en su conjunto, al tiempo que perfila las posibles oscilaciones comandadas por cada sujeto particular entre los polos de la razón (esquizofrenia y paranoia) y del humor (melancolía y excitación). Schreber, como decía, es el gran abanderado de la psicosis única: entró en el mundo de la locura por la puerta de la melancolía, pero se recuperó; al cabo de unos años, presentó un brote esquizofrénico en toda regla, de cual paulatinamente se reequilibró mediante un delirio paranoico. En fin, me parece más fiable y riguroso Schreber que Kraepelin.

Tu libro La invención de las enfermedades mentales termina con estas palabras:

El análisis del delirio nos enseña que detrás de esas ideas, tan raras como amadas, alguien bracea para aferrarse a la vida. “Nadie por sí mismo tiene fuerzas para salir a flote —escribió Séneca-. Precisa de alguien que le alargue la mano, que le empuje hacia fuera”. Nuestro cometido consiste en tenderle la mano e indicarle la buena dirección adonde dirigir sus esfuerzos.

¿Puedes explicitar más estas últimas palabras? ¿Cuál te parecen que deben ser los objetivos de un psicoanalista al tratar a un paciente psicótico?

Con la cita de Séneca me proponía señalar varios aspectos. En primer lugar, enfatizar que dentro de cada psicótico existe un sujeto que trabaja con ingenio para restaurar el universo existencial que se ha hecho pedazos con la entrada en la locura. En segundo lugar, reafirmar que el quehacer autoterapéutico del loco requiere, a menudo, de la presencia y compañía de un clínico que dirija y module esas tentativas. En tercer lugar, la mano que les tendemos a los náufragos de la locura, la transferencia, es con diferencia el agarradero más consistente a partir de cual dirigir las operaciones de rescate. Por último, al evocar a Séneca he querido mostrar la intemporalidad del drama humano, donde la locura es su fracaso más estrepitoso.

Por lo demás, el tratamiento psicoanalítico de la psicosis es un asunto que está en plena renovación e invención, aunque ya disponemos de cierta experiencia y conocemos mejor las características de la estructura psicótica.

¿Qué puede hacer un psicoanalista con un psicótico? A esta pregunta no puedo responder de una forma sistemática, echando mano de un Vademecum ad hoc. Espero, algún día, terminar un proyecto en el que estamos empeñados Pepe Eiras y yo, un libro sobre el tratamiento psicoanalítico de la psicosis. Por el momento me limitaré a ciertos apuntes.

Considero que un psicoanalista puede intervenir en la psicosis de múltiples manera, no sólo mediante un tratamiento propiamente psicoanalítico. Los analistas que trabajamos en instituciones sabemos que nuestras intervenciones no se limitan al espacio de la consulta. Muchas veces son más decisivas las que suceden en el pasillo, en la sala de espera, en la calle o las que se atienden por teléfono. De entrada, el psicoanalista debería de estar lo suficientemente formado como para saber qué es lo que le conviene a tal sujeto en determinado momento, es decir, qué tipo de intervención realizar de acuerdo con la coyuntura y la situación subjetiva del paciente. A veces se consiguen estabilizaciones duraderas dando la puntada en el desgarrón que conviene. No es más que eso.

Trato con un hombre adulto desde hace más de diez años, alguien que vino a consulta empujado por toda la familia. Se sentaron frente a mí, él, su mujer y los hijos. Me dijo que su mujer bebía, que estaba muy insoportable, que no le dejaba dormir por los ruidos que hacía con las botellas. Mientras decía esto, la mujer y los hijos me hacían gestos para indicarme que eso era falso, que quien estaba enfermo era él. Así y todo, le eché un bronca sonora a la mujer delante de todos y la recriminé sobre la bebida. Salieron todos consternados de la consulta, excepto él, a quien recomendé que viniera a verme y que más valía que él tomara el tratamiento psicofarmacológico si quería dormir y tranquilizarse. Volvió al cabo de dos semanas y era otro. Estaba apaciguado, volvía a pasear por las calles, entraba de nuevo en los bares, le llevaba la compra a la mujer. En fin, nada de aquel delirio relacionado con su cónyuge. Lo que no se explicaba era cómo, tomando él las pastillas, le hacían efecto a la mujer, que había dejado de beber y ya no era una borracha. Algo de su goce insufrible relativo a la mujer se había atenuado y reubicado. Sólo eso, ya no deliraba porque no necesitaba delirar.

A lo que estamos obligados cuando tratamos con locos es a conocer los movimientos y posibilidades que permite la estructura psicótica y las experiencia inefables del psicótico. También, es necesario que estemos al tanto de la inversión característica de la transferencia psicótica, lo que debe contribuir a contrabalancear la propensión hacia la erotomanía o persecución de la transferencia del loco. Asimismo, nuestras intervenciones deben tomar el camino contrario al de la búsqueda de sentido o de significaciones ocultas; más bien, se orientan hacia un vaciado y relativización.

Mencionando únicamente estas apreciaciones, se advertirá que estamos en las antípodas del tratamiento clásico de los sujetos neuróticos. Así es, ni echamos mano de la interpretación ni del diván, ni siquiera del Sujeto-supuesto-Saber de la transferencia, pues si alguien sabe, si alguien tiene una certeza, ese es el psicótico; muchas veces no somos más que «secretarios del alienado», como decía Jean-Pierre Falret y Lacan teorizó.

Debemos, además, asumir un compromiso distinto, seguramente más estrecho y consistente, pues para el psicótico la presencia del analista (del clínico) es asunto de vida o muerte. Pensemos al respecto cuántas veces alguno de nuestros pacientes nos llama por teléfono, sin decir una palabra, sólo para asegurarse de que estamos vivos, con lo cual su vida deja de estar en riesgo. En verdad, hace falta un cierto arrojo y mucho entusiasmo para tratar con locos. Pues de los psicóticos que hoy hemos atendido por primera vez, muchos de ellos se jubilarán con nosotros; siempre y cuando ellos nos consideren a la altura, claro.

Otros no, entran y los dejamos ir porque así lo creemos conveniente. En este último supuesto entra un hombre de unos cuarenta años al que recibí en una ocasión en el Centro de Salud Mental, remitido por el cardiólogo, quien no veía gran cosa que explicara sus dolores, «aunque algo tenía, pero sin importancia». Ese hombre no tenía ningún interés en hablar conmigo, pero me pareció evidente que hablaba un «lenguaje de órgano» característico de la esquizofrenia. Le recomendé que volviera al cardiólogo porque, como él decía, «algún día darán con lo que me pasa». Llevaba años así y supuse que seguiría de la misma manera, en ese equilibrio que le aportaba la tendencia asintótica. ¿Acaso podía hacer yo algo más efectivo que ese remiendo que él ya se había fabricado?

Desde luego, lo que buscamos con el psicótico es favorecer algún invento que sirva de estabilizador, cosa que muchas veces está muy alejado del sentido común o de lo que la familia y la sociedad esperan. Una de las cosas más complicadas, que lleva mucho tiempo aprender, es averiguar no sólo qué hace enfermar a tal sujeto sino qué le hace reequilibrarse. En este punto son muy necesarias las entrevistas preliminares, sean cuantas sean; resulta imprescindible hacer una buena «historia de su vida», como dicen los alemanes, de manera que podamos saber algo de lo que a ese sujeto le estabiliza y algo de lo que le desestabiliza. Esas son dos claves esenciales para indicar la dirección a seguir o para bordearla.

Por lo demás, es obvio que con el psicótico no vale la pena cuestionar su certeza. Pero sí vale la pena cuestionarle acerca de cómo sabe él eso, que es muy distinto a poner en tela de juicio su convicción. Es también evidente, cuando se tiene cierta experiencia, que hay delirios que van bien y otros que sólo añaden más horror. Los que van bien, esto es, los que contribuyen a la estabilidad son sobre todo de dos tipos: unos procuran un aplazamiento —a veces indefinido— de la realización de esa violencia esencial del Otro; otros son los tendentes a la consecución de algún tipo de reconciliación, entendimiento o pacto con el perseguidor, salutífero resultado que consiguen algunas creaciones delirantes, como la conseguida por Paul Schreber.

Con respecto al uso de psicofármacos (neurolépticos) en el tratamiento de la psicosis, naturalmente estoy a favor, siempre y cuando se usen adecuadamente y procurando administrar las dosis mínimas posibles, asunto que más vale pactar con el loco cuando está a la altura del rigor que le suponemos. Los neurolépticos desempañan una labor importante en los momentos críticos, pero cuando se emplean en el marco de un análisis, sobre todo deben favorecer que el paciente pueda hablar y relacionarse mínimamente. Como son tranquilizantes mayores, esos medicamentos contribuyen a reducir la angustia. Por lo que parece, los neurolépticos son más eficaces cuanto mayor y más grande es la fragmentación inducida por el brote esquizofrénico, es decir, con las formas de psicosis dominadas por la xenopatía del lenguaje y del cuerpo. No puede decirse lo mismo de la melancolía delirante o de la paranoia, tipos de psicosis asentadas en un axioma delirante al que el fármaco no hace la menor mella. Por otra parte, es necesario tener presente que los neurolépticos inducen en ocasiones una desvitalización tan profunda, que el sujeto, deprimido severamente, se encuentra en riesgo de un paso al acto suicida. El psicopatólogo sabe muy bien que esos estados depresivos no son una nueva enfermedad que sobreviene a la paranoia o a la esquizofrenia, una patología dual; sabe muy bien que no son el curso natural de la psicosis. Por el contrario, sabemos con claridad que arrasar la capacidad de pensar mediante drogas repercute, de forma directa, en esa profunda desvitalización.

En las Unidades de Rehabilitación se usan a menudo programas cognitivo-conductuales destinados a la realización de tareas, pues a falta de deseo, al psicótico se le quiere poner en marcha a base de cometidos. Posiblemente ahí ese tipo de terapéuticas tenga su interés. Pero me resulta difícil imaginar un terapeuta cognitivo-conductural dirigiendo el tratamiento de un psicótico.

¿Qué papel te parece que debe jugar la atención a la familia del paciente psicótico en tratamiento y cómo entiendes que debe ser esa atención?

No tengo experiencia en ese campo. Lo que pueda decir al respecto son vaguedades sacadas de algunas lecturas.

Al clínico comprometido con la asistencia pública

¿Cómo ves la evolución de los equipamientos de salud mental públicos en tu comunidad? ¿Hasta qué punto los enfoques economicistas y los criterios de gestión están interfiriendo en el trabajo clínico?

Lamentablemente es así. Los Centros de Salud Mental, la Unidades de Hospitalización, de Rehabilitación, los Hospitales y Centros de Día, las Comunidades terapéuticas, en fin, cualquier dispositivo está a merced de la Administración; eso como mal menor, porque cuando la financiación es privada, las cosas no suelen pintar bien. En nuestra Comunidad hemos vivido, en mi opinión, una época dorada. A medida que los equipos de salud mental maduraron en experiencia, la relación con los médicos de Atención primaria (fuente de la mayor parte de derivaciones a los C.S.M.) fue agilizando nuestro trabajo: se seleccionaba mejor las derivaciones; el uso que ellos hacían de los psicofármacos era muy correcto y sólo cuando los pacientes no mejoraban tras un primer tratamiento, nos los remitían a Atención especializada. Por otra parte, estábamos en contacto telefónico directo, con el médico de guardia y los psiquiatras de hospitalización. Bastaba levantar el teléfono y decir: «Fulano, te envío a Mengano porque tiene un subidón terrible. Sería mejor ingresarlo. Llámame más tarde y me dices». La mayoría de nosotros conocíamos a casi todos los pacientes, porque llevábamos muchos años trabajando en los mismos sectores, y casi todos somos funcionarios de carrera, con lo cual había una gran estabilidad de las plantillas.

Creo que la reforma psiquiátrica logró aquí cotas muy elevadas de eficacia. Pero las cosas cambiaron hace unos años, cuando se reestructuraron las áreas sanitarias y cerraron el manicomio Villacián. La Unidad de hospitalización se trasladó al nuevo Hospital Universitario Río Hortega. No sé cómo la Administración no se da cuenta de que un loco no es alguien que tiene que estar encamado, sino que necesita espacio. En el manicomio, los ingresados jugaban a futbolín, fumaban, veían la tele o salían al patio; el que estaba un poco hipomaníaco, echaba unas carreras y tan a gusto. Cuando hace unos meses se realizó el traslado de los ingresados del Villacián al nuevo Hospital, un paciente nuestro, el primero en llegar a las nuevas instalaciones, dijo: «Esto está muy bien, pero no para nosotros, los locos. Esto está bien para que curen cuando te haces una herida o si te tienen que quitar una verruga».

Afortunadamente no estamos muy presionados, como sucede en otras Comunidades, con el uso de protocolos, tiempos de citas, duración de consultas. Yo hago lo que me parece mejor con cada paciente; es lo que lo hacemos la mayoría. Hay pacientes que vienen sin cita, cuando tienen una urgencia subjetiva; pasan varias veces a la semana, a veces ni siquiera entran en la consulta, te ven por el pasillo, te saludan, ven que estás por allí y se van tan tranquilos. Por naturaleza soy poco amigo de protocolos. Lo hago a mi estilo, pero jamás me ha parecido que desatiendo o atiendo peor por no ritualizar mi forma de trabajar. De momento la Administración no nos ha atornillado demasiado, cosa que agradecen los paciente. Hace poco, una enfermera que vino a sustituir a la nuestra para poner los neurolépticos depot, dijo, un poco asustada: «Estos enfermos están todos muy locos. Nunca había visto a los psicóticos hablar tanto. Del Centro que vengo, pasan el tiempo en silencio y están todos atontados».

¿Qué presencia tiene el Psicoanálisis en la asistencia pública de tu comunidad?

Como he dicho antes en varios momentos, el Psicoanálisis tiene aquí una fuerte impronta en la sanidad pública. Es el principal referente en nuestras prácticas y el modelo fundamental a transmitir a los estudiantes y residentes de Psicología Clínica y Psiquiatría. Me atrevería a decir que el último bastión del Psicoanálisis en las instituciones sanitarias somos nosotros. Pero ya no estamos tan solos. Con ese movimiento que llamamos La Otra Psiquiatría, un grupo de amigos que trabajamos en instituciones públicas, estamos reconquistando terreno…

¿Cómo te parece que se puede cuidar la salud mental del equipo de salud mental, en particular los que se dedican a atender a pacientes psicóticos?

Todos sabemos que la calma de los manicomios es proporcional a la tranquilidad de quienes allí trabajan; en los Centros de Salud Mental sucede algo parecido, aunque a menor escala. Nosotros, en ninguno de los Servicios, participamos en grupos o reuniones destinadas a serenarnos. ¿Qué hacemos? Yo amo lo que hago; en realidad sólo hago lo que quiero. Hablamos, hablamos mucho de los pacientes, mientras tomamos un café, cuando vamos de viaje; la locura y los pacientes forman parte de nuestras vidas, están incorporados a nuestra familia. Cuando Colina y yo salimos con los residentes, lo habitual es hablar de tal o cual paciente, al que últimamente le pasa algo que acabamos de entender. Ese es nuestro principal tema de conversación; el nuestro y el de los residentes.

En la asistencia pública catalana se están desarrollando Programas sobre atención y prevención a las psicosis incipientes. Si los conoces, ¿qué opinión te merecen?

Nosotros no aplicamos ese programa. En mi opinión, el diagnóstico de psicosis antes de una crisis psicótica siempre puede dar lugar a engaños. Por otra parte, es cierto que el conocimiento de la microfenomenológía clérambaultiana y todo ese pequeño universo de fenómenos elementales que anteceden el brote, dan muchas pistas. Pero hay que andar con cuidado y ser prudentes.

Trataré de explicarme. La mayor seguridad respecto a un diagnóstico de psicosis la proporciona la crisis, su huella de identidad. Cuanto más nos alejamos de ese momento álgido, mayor es la posibilidad de equivocarnos. Un clínico experimentado no suele errar en este tipo de diagnósticos, siempre y cuando existan manifestaciones genuinas de psicosis, tal como las acredita la semiología clínica.

El caso es que también sabemos que hay muchas psicosis cuyas manifestaciones son discretas, incluso dan la impresión de una «hipernormalidad». Aquí las cosas comienzan a complicarse. Se necesita mucha experiencia y estar bien orientado por la teoría; eso es lo fundamental. También mucha experiencia se requiere para darle a determinado fenómeno raro el rango de fenómeno elemental psicótico. Eso implica un amplio conocimiento de la semiología, a la que de continuo debemos contribuir. En el momento actual, nuestro reto consiste en traducir a la semiología clínica las rarezas (respecto al cuerpo, al lenguaje y a la relación con los otros) de muchos sujetos que nos consultan hoy día.

Pero hay que ser extremadamente cautos. Si no lo somos, acabaremos viendo psicóticos por doquier. Estoy totalmente en contra de la generalización del diagnóstico de psicosis y de ampliar sus fronteras. Todas las categorías de nuestra clínica son artificiales. Los límites los colocamos a conveniencia, en unos casos a conveniencia de la observación y de la teoría, en otros a conveniencia de la industria o las compañías de seguros. Por eso quiero llamar la atención sobre ese tipo de programas, porque pueden estar al servicio de intereses espurios. Si no recuerdo mal, hace tres lustros comenzó una campaña de ese tipo en EE.UU y Australia, donde dos de los más potentes laboratorios que comercializan neurorolépticos quisieron hacer el agosto promocionando la detección temprana de psicóticos, a los que inmediatamente se ponía en tratamiento médico. Este es el problema. Por tanto, si estamos del lado de los locos, debemos ser sumamente cautelosos para situarnos a la altura de su rigor.

Por último. Tú tienes una importante trayectoria como editor. Últimamente has publicado junto a Fernando Colina y Ramón Esteban una colección de textos clásicos de psicopatología, Los alienistas del Pisuerga, en la Editorial Ergon. Los tres primeros números son: ‘Las locuras razonantes’, de Paul Sérieux y Joseph Capgras; ‘Delirios Melancólicos: Negación y Enormidad’, que contiene una selección de textos de Jules Cotard y una monografía completa de Jules Séglas; y ‘Memorias’, de Emil Kraepelin. ¿Cúal es el próximo libro de la colección? ¿Qué nuevos proyectos editoriales tenéis?

Dentro de un par de semanas se publicará La histeria antes de Freud, con textos de Gilles de la Tourette, Briquet, Charcot, Lasègue, Falret, Colin, Kraepelin, Bernheim y Grasset. Como todos los de esta colección, se trata de una edición crítica con múltiples anotaciones a pie de página y una amplia introducción. El próximo año nos hemos comprometido a la edición de dos volúmenes más: Enrico Morselli (Manual de semiótica de las enfermedades mentales) y Jules Séglas (Lecciones clínicas).

Me gustaría, para despedirme, mostraros mi agradecimiento y desearos suerte para el cabal desarrollo de esta revista electrónica. Me llena de satisfacción comprobar cómo las cuatro ideas que tengo, convertidas en libros o expuestas en conferencias, pueden alcanzar alguna resonancia. Pero me satisface más darme cuenta de que han sido entendidas en los justos términos que me animaron a lanzarlas al aire. Por eso, os muestro mi gratitud por esta entrevista. A veces, de lo que se escribe en soledad obra el milagro de la compañía.