Si fuera cierto que los hijos de padres que se aman son huérfanos, como sostiene Stevenson en una carta que dirige a Fanny Sirwell, habría que revisar detenidamente algunos presupuestos.

Asumimos desde Freud que los hijos compiten con uno de los padres para asegurarse el amor del otro, consolidando en este molde edípico sus relaciones futuras. Pero pasamos fácilmente por alto que la felicidad de los hijos depende también de que los padres dejen de quererse tanto y se traicionen entre ellos con ese pequeño amante que conciben. Dado que el amor pasional está poco predispuesto a compartir su felicidad con nadie, ni siquiera con uno de sus suplementos mejor aceptados socialmente, podemos comprender, si nos tomamos en serio el comentario de Stevenson, que el hijo bien amado habita en el desencuentro de sus progenitores, entre sus desengaños y sus frustraciones, cuando creíamos que lo hacía en medio de su mutuo afecto. A los hijos, al fin y al cabo, lo más fácil es que se los quiera poco o que se los quiera demasiado.

Sin embargo, la idea es menos sorprendente de lo que parece. La limitación de los amores paternos, que como hijos tanto necesitamos, se vuelve comprensible en cuanto caemos en la cuenta de que ellos también nacieron en un ambiente de rivalidades triangulares, donde forjaron sus elecciones gracias al desacuerdo de los abuelos. Así que no es de extrañar que, apagados los gozos del amor por efecto de la realidad y del tiempo, busquen pronto una excusa para engañarse, encontrando en la figura del hijo amante el modo de combatir el frío y la decepción naturales.

Gracias a esta onerosa condición, ahora entendemos mejor no sólo la vigencia de la mentira y la guerra —al menos en la pequeña escala de la discusión parental— sino al mismo tiempo la prohibición del incesto, ese veto a nuestra conducta sobre la que los psicoanalistas fundan el paso a la madurez y el alejamiento de la locura, mientras que los antropólogos reconocen en su presencia el tránsito del estado de naturaleza al de cultura.

Para explicarnos el origen de la prohibición del incesto —que como sabemos no juega ningún papel en el mundo animal— contábamos, en primer lugar, con la necesidad de convivir bajo reglas morales que pongan coto a nuestra ambición. En un segundo momento, recurríamos a la idea de que el tabú nos facilita la separación de los padres, pues la anulación del apetito carnal es el único modo de distanciarse del cuerpo materno, del que nos desgajamos con dolor en busca de la independencia y de la cuota que nos corresponde de libertad. Pero, además, desde la carta del autor de La isla del tesoro, sabemos que sirve para un tercer fin sustancial: para que los padres no lleven demasiado lejos su proverbial inclinación a tenernos como amantes.

Por Fernando Colina
Fuente: Crónica del manicomio – El Norte de Castilla