Mas allá del Ebro está el Pisuerga y sus alienistas. Otras Lecturas quiere hacer un trasvase de sus ideas li(e)bres para hacer frente a la sequía y parecementerio de estos lares. Ideas de potentes clínicos que nos refieren que otra práctica psi es posible, y que de manera artesanal han construido una red de profesionales comprometidos que lleva por nombre: Otra psiquiatría. Si algo define a la Otra psiquiatría es la confluencia de la amistad, el interés por el estudio de la psicopatología psicoanalítica y el trato con el loco. No es ninguna asociación; no tiene miembros ni socios. Las personas a ella vinculadas son psicoanalistas, psiquiatras y psicólogos clínicos que trabajan en servicios públicos de Salud Mental. Orientados por el psicoanálisis, en especial por la enseñanza de Lacan, estos especialistas han apostado por la revitalización y extensión del psicoanálisis partiendo de su práctica en las instituciones públicas sanitarias. Esta iniciativa tiene una vocación docente puesto que en estos servicios hospitalarios se forman futuros especialistas en Psiquiatría y Psicología clínica (MIR y PIR). De alcance nacional en estos momentos, el movimiento de la Otra psiquiatría se originó hace unos años en el Hospital psiquiátrico Dr. Villacián de Valladolid, institución en la que tradicionalmente se venía desarrollando una orientación que aunaba los valores de la psicopatología clásica y la orientación psicoanalítica. Con el paso de los años, muchos de los residentes allí formados fueron ocupando plazas en diversos dispositivos de los servicios públicos de Salud Mental, de manera que se fue creando una pequeña red. Nada de esto podría haberse producido de no ser por la amistad los objetivos comunes y el eco alcanzado por la enseñanza y las publicaciones de tres de sus mentores: José María Álvarez, Fernando Colina y Ramón Esteban. Nada de esto se hubiera dado tampoco si los jóvenes allí formados no hubieran recogido el testigo y hubieran multiplicado sus efectos. Este movimiento local se extendió en 2004, cuando Pepe Eiras, de Vigo y Chus Gómez, de Orense, se sumaron a la iniciativa. Comenzaron entonces, con carácter anual, las Conversaciones Siso-Villacián y las reuniones de residentes del Hospital Dr. Villacián (Valladolid) y del Hospital Cabaleiro Goas (Orense). El éxito alcanzado por estas convocatorias y la buena acogida de los trabajos de Fernando Colina: El saber delirante (Madrid, Síntesis, 2001); de José María Álvarez, Ramón Esteban y E. Sauvagnat: Fundamentos de psicopatología psicoanalítica, Madrid, Síntesis, 2004), animaron a Pepe Eiras y a Chus Gómez a publicar una colección de libros a la que se dio el nombre de La Otra psiquiatría, de la que han aparecido dos volúmenes, de Ségio Laia: Los escritos fuera de sí. Joyce, Lacan y la locura (Vigo, AGSM. La Otra psiquiatría, 2006), y de José María Álvarez: Estudios sobre la psicosis (Vigo, AGSM. La Otra psiquiatría, 2006 (edición agotada y reeditada en Buenos Aires por Ediciones Grama, 2008 y reeditada en una nueva versión, reescrita y ampliada, por Xoroi Edicions, 2013). El próximo volumen que se publicará es el del profesor Rafael Huertas. Comoquiera que el nombre la Otra psiquiatría fue bien acogido, Fernando Colina sentó sus directrices teóricas en el prólogo al libro de Álvarez Estudios sobre la psicosis. Desde entonces, los distintos nombres que venían calificando este movimiento de extensión del psicoanálisis desde las instituciones sanitarias cedieron su lugar al de la Otra psiquiatría. Si este movimiento de amigos tuvo inicialmente un carácter local, con el paso de los años se han incorporado numerosos especialistas del resto de España, en especial Juan de la Peña y Ana Castaño, de Madrid, quienes han organizado hasta la fecha dos Jornadas dedicadas a la psicosis y a la melancolía. Aunque el estudio de la psicosis y el trato con el loco son objetivos prioritarios, otros ámbitos de la clínica atraen también su interés, como la histeria, tema al que se dedicó la Jornada de 2008 y que se celebró en el Monasterio de San Clodio (Orense).

En continuo movimiento, los integrantes de la Otra psiquiatría viven en la actualidad un momento de cierto reconocimiento al trabajo de muchos años. José María Álvarez, Fernando Colina y Ramón Esteban han comenzado a dirigir una colección de textos clásicos editada por Ergon (Madrid); la han denominado, conforme a su querencia por la tradición, La Biblioteca de los Alienistas del Pisuerga. La colección se caracteriza por la edición de textos fundamentales del pensamiento psicopatológico, inéditos en español, que vienen precedidos de una amplia introducción y completados por un aparato crítico de notas que facilitan su cabal comprensión. Al magnífico libro ya editado de P. Sérieux y J. Capgras: Las locuras razonantes. El delirio de interpretación (Madrid, Ergon. La Biblioteca de los Alienistas del Pisuerga, 2008), le seguirían dos volúmenes por año; en otoño, uno dedicado a la melancolía con textos de Cotard y Séglas, y en primavera de 2009 uno de Emil Kraepelin. Ese cierto éxito se rubrica asimismo con las publicaciones de Fernando Colina: Deseo sobre deseo (Valladolid, Cuatro, 2006); De locos, dioses, deseos y costumbres. Crónica del manicomio (Valladolid, Pasaje de las letras, 2007), por el que su autor recibió el Premio Miguel Delibes de narrativa 2007; y José María Álvarez (1960) —Doctor en Psicología y especialista en Psicología clínica y psicoanalista del Hospital Universitario Rio Noriega de Valladolid—, a quien la editorial Gredos acaba de reeditar una edición ampliada en más de doscientas páginas y actualizada de su ensayo La invención de las enfermedades mentales. Un texto rigurosamente clínico, es decir, de psico-patología diferencial.

El psiquiatra Fernando Colina (1947) ha sido, hasta hace unos meses, director durante veinte años del psiquiátrico Doctor Villacián —autoliquidado con éxito— y ahora jefe del Servicio de Psiquiatría del citado Hospital Río Hortega. Suyo es el prólogo que nos invita a la lectura de La Invención…, donde nos refiere que si la psiquiatría es hija de la cultura a la que pertenece,

podemos sostener con la misma firmeza que la psiquiatría presente es radicalmente inculta, si nos referimos ahora a su relación con el conjunto de los conocimientos de su tiempo. Inculta en cuanto que se desentiende del pensamiento de la locura y de las influencias del pasado que corrigen su tradicional déficit de sabiduría. Salvo en algunos foros, reducidos y marginales, ya no existe la intención de enlazar las ideas de la psiquiatría con las nociones que provienen del resto de las ciencias humanas: psicoanálisis, antropología, lingüística, historia, literatura o filosofía. La psiquiatría, tras sus esponsales con el positivismo científico, ha dado la espalda al deseo de saber sobre la locura, enterrando la curiosidad y despreciando la inteligencia. Porque, para poner límites a la ceguera doctrinaria de la ciencia, nacen libros como el de José María Álvarez, quien, en vez de limitarse al estudio abstracto del presente, se propone insertar la psicopatología en el monumento del saber que nos precede. Su texto no se aviene a inclinar la reflexión ante el modelo de la evidencia, o a dar por bueno el último invento experimental, ni siquiera se contenta con alinear opiniones más menos eruditas según un orden cronológico, sino que nos enseña el modo como unas ideas vienen determinadas por las anteriores, descubriéndonos la manera como la ciencia psiquiátrica ha tomado posesión de su dominio en un ambiente de confrontaciones y fidelidades entre las distintas escuelas. […] la expresión social de la enfermedad es también esclava de los cambios culturales. Hemos aprendido que la sociedad de consumo indujo unas estrategias del deseo exigentes e insaciables, cuya primera consecuencia es la inestabilidad psicológica, la ansiedad y esa intolerancia al duelo, la depresión y la frustración que tan acertadamente nos caracteriza. Una vez instaurado el derecho a la felicidad como una exigencia irreemplazable, cualquier fallo, lentitud o tropiezo del deseo nos vuelve pacientes de la psiquiatría con excesiva facilidad. Al fracaso de las relaciones afectivas contribuye el carácter automático de los deseos propios de la sociedad de consumo, donde todo se desea de repente y bajo una exigencia inmediata que no conoce la demora subjetiva que imponen los demás cuando, en vez de consumirnos los unos a los otros como objetos del mercado, se trata de querernos con tiempo por delante y recuerdos a la espalda. Llegar a considerar la simple tristeza como una enfermedad, o incluso someter la depresión al modelo nosológico tradicional es un reflejo exacto de nuestra indolencia ante las responsabilidades subjetivas y una consecuencia de ese paralelismo que llegamos a establecer entre el deseo y los hábitos de consumo, pues el capitalismo, como una cultura de afirmación diferencial, se lee bajo el lenguaje del deseo con la misma conformidad con que la realidad se somete al lenguaje de las matemáticas.

Hija de nuestro tiempo es también la esquizofrenia. Pese al auge positivista, siguen siendo poderosos los argumentos que alejan la esquizofrenia del modelo de las enfermedades físicas y la incluyen entre las perturbaciones de raíz histórica. En realidad, la antigua melancolía se tornó esquizofrenia cuando los cambios de la división del hombre alumbraron una nueva mentalidad, amenazada por un fracaso específico que ha poblado la conciencia del psicótico de voces, aislamiento, persecución y omnipotencia. Buena prueba de esa metamorfosis la encontramos en la fundada sospecha sobre si la esquizofrenia, en vez de contentarse con ser la enfermedad natural que con tanto celo nos anuncian, no es sino el reflejo de los excesos de la escisión del hombre, que cambia con los tiempos y acusa en su fractura el efecto de la época. No es descabellado pensar que, en el nuevo aposento de la conciencia que descorre la modernidad, el individualismo creciente o las nuevas formas de privacidad hayan inducido una división de la conciencia más acusada e incongruente, tanto que obligue al yo a fragmentarse más a menudo y más expeditivamente. […] Los síntomas señalan el límite del conocimiento de cada uno, y para la ciencia ese límite interno se llama esquizofrenia. La esquizofrenia es el nombre que damos a la experiencia humana que sobrepasa por dentro a la ciencia. Por ese motivo, porque no hay ninguna posibilidad de que la ciencia nos provea de información sobre la causa última del proceso, se vuelven vanos y ridículos los constantes anuncios de una hipótesis causal definitiva. No hay año, en efecto, que no se anuncie el significativo descubrimiento final de su explicación, ignorando que la esquizofrenia se sitúa siempre, por principio, en el otro borde del conocimiento, más acá de la causa y más allá de la ciencia.

El paradigma de la recuperación y más concretamente el paradigma de la indicación da cuenta con directa exactitud de la pobreza psicopatológica contemporánea. Lo que rige el conocimiento es el ámbito de indicación de los medicamentos y el discurso al que obliga. Bajo esa propuesta, precisamente, se ha ido diluyendo la psicopatología. No sólo seguimos inmersos en el modelo nosológico, mejor o peor disfrazado, sino que, por añadidura, han dejado de interesar las enfermedades precisas. La vaguedad de términos como trastorno o similares es más útil que nunca, pues facilita que el diagnóstico sea lo más impreciso posible, que se extienda a los mayores campos imaginables y que se prolongue en el tiempo todo lo que pueda. De este modo, se amplía la indicación del psicofármaco mientras se tiende conceptualmente a cronificar las enfermedades todo lo que den de sí, logrando que la sintomatología no prescriba y que, al tiempo, no se deje de prescribir. Las estructuras clínicas se estiran como goma de mascar, buscando que el tratamiento dure indefinidamente y alcance al número más amplio de personas. Se entiende, por consiguiente, que los estados límites y el trastorno bipolar sean hoy los principales protagonistas del nuevo paradigma, pues son las afecciones de fundamentos y límites más imprecisos y, por lo tanto, las que mejor colaboraran con esta estrategia indicativa. Pero no sólo se estiran las indicaciones hacia delante sino que también se propone hacerlo hacia atrás. La eclosión de los tratamientos precoces ha permitido adelantar la edad de las prescripciones, tratando de imponer con mil argumentos una suerte de vacunación neuroléptica, que no se sabe si beneficia más al supuesto paciente o a la economía de la empresa que promueve y financia la iniciativa. La lucha contra la incultura exige aportar a la psicopatología todos los elementos del saber a su alcance y no reducirla al fatuo positivismo presente, donde la industria farmacéutica dicta a su antojo comercial las vicisitudes y el modelo de los síntomas, ya sea de la mano de sus ideólogos o del delegado comercial de cada laboratorio que, durante sus visitas, da a sus clientes una clase orientativa. Es evidente que el idilio actual de la psiquiatría con la biología ha conducido al suicidio teórico de la psicopatología. […] Para nuestro desdoro, cada vez es más frecuente que los psiquiatras deriven los pacientes al psicólogo clínico en cuanto insisten en explicarse y hablar, y, lo que resulta más contradictorio, que cedan al neurólogo todas las patologías mentales de causa biológica conocida, quedándose con las de causa desconocida, para las que, no obstante, defienden a ultranza una causa orgánica para precaverse de otras preguntas. De este modo tragicómico, el desconocimiento de las causa acaba trasladándose a la regresiva ignorancia del profesional.

Hoy en día, la gran institución opresora —como subrayó Foucault— ya no es el hospital psiquiátrico sino el discurso de los aparatos ideológicos de la psiquiatría. El gran edificio aprisionador y enajenante es el poder del discurso y la violencia simbólica generada a través de la formación de los profesionales, las prácticas clínicas propuestas y la confección de protocolos, escalas y guías. Ejercemos la fuerza de la opinión y la violencia del nombre: la violencia del diagnóstico, en definitiva. […] Al estigma contribuimos con el furibundo valor que concedemos a los diagnósticos. Nuestra contribución proviene de la facilidad con que colaboramos en imponer a los simples malestares el sello de la enfermedad, y la ligereza con que elevamos cualquier molestia a categoría diagnóstica. […] Nos domina una monotonía curativa, reparadora y normalizadora sobre la que nunca está de más forzar algo la duda. Ni todo dolor es enfermo ni toda enfermedad es tratable. Lacios sostuvo que «cuando las heridas son mortales, todo remedio es inhumano». Advertencia que, aunque resulte desmedida en nuestro campo, no debe olvidarse nunca ante la locura y los remedios que se proponen. Se habla mucho de la adherencia al tratamiento y poco de los locos que mejoran solos. Algunos lo hacen hasta sin tratamiento farmacéutico. […] Recordemos que el síntoma es una mezcla de placer y poder que puede conducir al psicótico a perseguir la crisis desesperadamente porque la crisis es su verdad y su gozo. Su única verdad. Como sabemos desde Freud, el delirio es una tentativa de curación, y la persecución, la única compañía del paranoico. […] Sea como fuere, no hay que intentar salvar a la gente a cualquier precio. Todo hombre es un fin en sí mismo que debe ser respetado tal y como está. La libertad no puede imponerse. La libertad impuesta no es una liberación sino el signo más genuino del totalitarismo. Nunca debemos olvidar el reproche lanzado por Artaud a su psiquiatra, el Dr. Ferdiére, para que entienda lo que llama su poesía:

«Tratarme como delirante es negar el valor poético del sufrimiento que desde la edad de quince años surge en mí ante las maravillas del mundo, y de este sufrimiento admirable del ser es de donde he sacado mis poemas y mis cantos. ¿Cómo no consigue en la persona que soy lo que ama usted en mi obra? Es de mi yo profundo de donde saco mis poemas y mis escritos y a usted le gustan. Le suplico que recuerde su verdadera alma y comprenda que una serie más de electrochoques me aniquilaría».

[…] Ésa es la sabiduría a la que los textos y el trato diario con José María Álvarez me animan, a conocer que cada caso es un riesgo que rompe con la posibilidad de generalización científica, ni deductiva ni inductiva. Cada enfermo es un experimento que desmiente lo que sabíamos y que nos invita a seguir aprendiendo del resto de los saberes que modelan la cultura.

Las ingenieras del Yo, antes facultades de psicología, harían bien en incorporar los libros que aquí se citan a fin de equilibrar la psicopatología a la carta que se imparte; a la carta de las necesidades del mercado. Que la Ciencia necesita del Capital es tan evidente como innecesario, y no ético, que haga de él su Amo. Bolonia versus Tecnocracia.

Por Carlos Rey

Fuente: Revista del COPC Nº 211 – julio-agosto 2008