I. El deseo de poder

1. Preámbulo

Se ha insistido en que poco a poco, desde la segunda mitad del siglo XIX hasta el presente, la imaginería medieval de la muerte se ha desplazado a favor de los motivos de la sexualidad. En sintonía con estos cambios cabe suponer, por distintos síntomas sociales y por el rumor de las cosas, que el poder, en especial sus avatares privados más que los políticos —siempre magnificados—, podrá convertirse en el protagonista libidinal de la centuria entrante.

Si esta hipótesis no fuera descabellada, es lógico suponer que las psicosis, como ejemplo clínico del fracaso del deseo y, a la vez, de su escandalosa reparación desde el poder —la omnipotencia delirante, el desafío de la soledad, el desprecio psicótico—, están llamadas a ser uno de los primeros beneficiarios del estudio que sigue a estas líneas iniciales. Mi exploración parte, entonces, de una evidencia y de una deficiencia que se entrecruzan: la primera descubre que las investigaciones sobre el poder no han considerado hasta el final su dimensión deseante —deseo de poder—, y la segunda lamenta que los estudios sobre el deseo no lo hayan hecho suficientemente sobre su componente de poder —libido dominandi—. Este trabajo tiene, entonces, una doble finalidad: en primer lugar el propósito de rectificar esa carencia y luego la curiosidad de medir sus resultados sobre la explicación de las psicosis.

Pese a sus apariencias reductoras, el psicoanálisis, ciencia principal en la investigación del deseo, no restringe la libido a la sexualidad. En realidad, la concepción inicial de Freud, que defiende la omnipresencia de lo sexual en el universo psicológico —esa «monomanía» a la que irónicamente alude en sus cartas a Fliess—, no pretendía incautarse del deseo, sino indicar la presencia de una conexión con la psicosexualidad en toda manifestación de la vida psíquica. «Si rascas la superficie de un ruso, subraya Freud, debajo aparece el tártaro; igual el sexo en cualquier emoción»1. Por si fuera poco, su giro teórico posterior, la llamada «segunda teoría de las pulsiones», donde da entrada a la pulsión de muerte para oponerla a la de vida en una nueva bipolaridad —«con el paso del tiempo se me impuso con tal fuerza de convicción que ya no pude pensar de otro modo»—, pone en cuestión poco más el protagonismo de la libido sexual, sin eliminar nunca, sin embargo, su presencia universal, su participación más o menos remota en cualquiera de los avatares del deseo. Es bien sabido, en este sentido, que Freud nunca renunciaba enteramente a sus ideas anteriores: cuando rectificaba era sólo por encontrar sus interpretaciones incompletas no por sentirlas equivocadas.

En la teoría psicoanalítica de la libido queda, en suma, un gran espacio para el poder. Freud reconoció sin dificultad su papel, aunque le concedió siempre un rango secundario. Destaca, por ejemplo, cuando desde el análisis del sado-masoquismo se desprende cierta concepción erotizante del poder. Pero esta alusión tan obvia no es la única, pues las figuras del poder también subyacen en sus elaboraciones sobre el sentimiento de omnipotencia, considerado como una de las expresiones emotivas más primitivas y precoces, o en sus ocasionales referencias a pulsiones de dominio, de apropiación o de posesión. Inicialmente alojó estos componentes entre las pulsiones de autoconservación o del yo, que al principio opuso a las sexuales pero que luego, poco antes de exponer su última teoría pulsional, fundió en una sola modalidad en el curso de su investigación sobre el narcisismo. De hecho, y en cierto modo, es curioso observar que todo aquello que el psicoanálisis ha entendido por narcisismo no es más que el reconocimiento de la dimensión de poder en la libido, y las llamadas relaciones parciales, a la vez que una expresión precoz de la sexualidad, son sin duda manifestaciones del poder que se padece o que se ejerce sobre el otro. La obligación de poseer, dominar y domesticar el objeto son motivos naturales del narcisismo. Sin ir más lejos, todas las estrategias neuróticas se concentran, histérica u obsesivamente, en la necesidad de controlar el deseo del otro. Y sin duda hay que afirmar lo mismo en el caso del perverso, quien, bajo otros modos, pretende ya no sólo el control del deseo ajeno sino el vaciamiento subjetivo del otro, y con ese fin le fetichiza, le manipula y le disciplina bajo la necesidad irrefrenable de seducir o en el ansia libertina de hacer gozar. El seductor, fiel pretoriano de la militia amoris, dirige su poder contra la indiferencia y neutralidad de su víctima, mientras que el libertino se emplea, por su parte, como destajista del gozo de los demás.

Paralelamente, el poder comparte también un espacio en el psicoanálisis freudiano con los representantes de la pulsión de muerte, en especial con los que operan como pulsiones agresivas, que no llegaron, sin embargo, a lograr nunca un mayor desarrollo propio quizá por un triple motivo: por la hegemonía práctica de eros frente a tánatos, por la reacción crispada de Freud ante la sombra disidente de Adler —empeñado en reescribir el psicoanálisis desde un nuevo motivo teórico: el sentimiento de inferioridad, la protesta masculina y el afán de poder— y por las precauciones incesantes del propio Freud frente a la pulsión de muerte, su último y quizá más formidable instrumento teórico. Sin embargo, un abrumador comentario de Freud sobre la condición humana revela implícitamente la importancia que concede al poder:

«Este ser extraño [el prójimo] no sólo es en general indigno de amor, sino que —para confesarlo sinceramente— merece mucho más mi hostilidad y aun mi odio. No parece alimentar el mínimo amor por mi persona; no me demuestra la menor consideración. Siempre que le sea de alguna utilidad, no vacilará en perjudicarme, y ni siquiera se preguntará si la cuantía de su provecho corresponde a la magnitud del perjuicio que me ocasiona. Más aún: ni siquiera es necesario que de ello derive un provecho; le bastará experimentar el menor placer para que no tenga escrúpulo alguno en denigrarme, en ofenderme, en difamarme, en exhibir su poderío sobre mi persona, y cuanto más seguro se sienta, cuanto más inerme yo me encuentre, tanto más seguramente puedo esperar de él esta actitud para conmigo».

De manera que, sin necesidad de renunciar al orden freudiano, podemos elegir el impulso de poder, la libido dominandi, como el objeto privilegiado de nuestro estudio. Punto de vista que reclama también su correspondiente omnipresencia, pues como la libido sexual —de la que deja de ser un epifenómeno, un sustituto o una sublimación coartada en su fin— está presente en cualquier manifestación del hombre. De tal suerte que, de ahora en adelante, las estrategias del poder y del deseo resultan indisociables en nuestro estudio. Adorno, por insistir aquí algo más en su universalidad, definió con fino laconismo el poder como «la más cruda afirmación de lo que existe así como así». Mucho antes, Celso, por su parte, afirmó que «todo aquí abajo, hasta las más pequeñas cosas, está confiado a las manos de algún poder».

La jerarquía, la superioridad, el dominio, la potencia, el mando, la potestad, la autoridad, la soberanía, la capacidad, la honra y la gloria, la envidia, el orgullo, el desprecio, la soberbia, la ambición, la violencia, la fuerza y el saber, son algunas de las más conocidas manifestaciones del poder. Pero también, pese a que de súbito tal opinión atente contra el sentido común, lo son no sólo sus contrarios, la obediencia, la sumisión y la servidumbre, entre otros, sino igualmente categorías tan ensalzadas como la amistad, el amor, la compasión, la generosidad, la sencillez, o la clemencia. Incluso estas últimas, en general de tan buen tono, pueden serlo con mayor amplitud que las muestras precedentes, sin duda más convencionales. Una sugerente cita de Hume nos ayuda a entender la ubicuidad del poder y a sospechar de su simple constatación en el ámbito de los vicios y de su omisión del escenario de las virtudes:

«Un hombre no es más interesado cuando busca su propia gloria que cuando la felicidad de su amigo es el objeto de sus deseos; ni es más desinteresado cuando sacrifica su tranquilidad y su comodidad a favor del bien público que cuando se esfuerza por la gratificación de su avaricia y su ambición».

El poder, en resumidas cuentas, está mucho más repartido de lo que pensamos. Basta vincularlo con claridad al deseo, retirar unas cuantas máscaras de la moralidad en vigor y desplazar algunas concepciones hegemónicas para comprenderlo.

Leer el artículo completo.

Fuente: Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq., 1999, vol. XIX, n.º 69, pp. 41-61